I
Todas
las mañanas de aquel curso la vi atravesar la calle Escuelas, yo la seguía con
la mirada desde que cruzaba la plaza de la Universidad hasta que doblaba la
esquina del Jardín Botánico. Procuraba siempre sentarme junto al ventanal que
daba al jardín y allí, desde antes de que el profesor comenzara su explicación,
ya esperaba yo su aparición. Desentendido de la lección de Economía Política,
miraba atento a través de la ventana hasta que, pasados unos minutos de las
diez de la mañana, ella dejaba atrás las columnas salomónicas del antiguo
colegio de San Pablo y entraba en mi campo de visión.
Caminaba
con paso ligero, mirando al frente, como concentrada en algún pensamiento
profundo, siempre por la acera de la izquierda, siempre a la misma hora y con el
mismo trayecto. Nunca la vi dirigir su mirada hacia la ventana desde la que
ella sabía que yo la observaba. Su recorrido duraba apenas veinte segundos,
luego giraba al llegar al final de la verja verde del Botánico y desaparecía de
mi vista. Entonces yo volvía a Keynes y su demanda agregada, satisfecho de haberla
visto de nuevo, acostumbrado a su indiferencia.
II
Al
acabar la licenciatura estuve varios años fuera de la ciudad realizando
estudios de doctorado, no volví a verla hasta cinco años después de aquel
curso. El encuentro fue durante las fiestas de la ciudad, coincidimos en el
sitio más improbable, en pleno recinto ferial, en medio del gentío, inmersos en
el bullicio tronante de las casetas y las atracciones de feria. A ella la
acompañaba una amiga, ambas empujaban sendos carritos en los que paseaban a un
par de chiquillos de poco más de un año de edad, los niños se mostraban
excitados por el ambiente festivo y recibieron de mal agrado que sus madres interrumpieran
el paseo. Apenas conversamos un momento en el que hicimos un somero repaso de
nuestras vidas en los últimos años; ella se había casado y tenía un hijo, el
cual, en ese momento, comenzaba a dejar patente con su llanto lo que pensaba de
mi repentina aparición. Nos despedimos un poco atropelladamente, declarando
vagas intenciones de volver a vernos, pero sin facilitarnos dirección ni número
de teléfono.
Aquel
día me pareció especialmente bella, con los años su rostro había ganado
serenidad y su mirada se había vuelto más cálida, aunque mantenía un rasgo muy
propio de su personalidad, ese gesto desafiante en la mirada durante las
décimas de segundo que demoraba siempre cualquier respuesta. Curiosamente, ese
recuerdo de ella ha sido el que ha permanecido en mi memoria, incluso ahora,
pese al tiempo transcurrido, y tanto y tan íntimamente como nos vimos después,
cuando la evoco, la imagen que me viene a la mente es la de aquel encuentro
inesperado.
III
Durante
casi cinco años fuimos amantes, discontinuos pero exclusivos (al menos esto
último en lo que a mí respecta). Yo era un soltero empedernido que había
conseguido una plaza de profesor en la universidad, ella ejercía su profesión
liberal y se había divorciado tras un matrimonio de pocos años. Solo habían
tenido un hijo, aquel niño al que paseaba el día de nuestro encuentro en el
ferial. Durante el tiempo que nos estuvimos viendo el niño cumplió los trece años,
yo nunca lo vi personalmente en ese período, aunque sí en fotografías. No creo
que él supiera de mi existencia.
Nos
encontrábamos siempre en su casa, ella nunca aceptó venir a mi apartamento, ni
siquiera para tomar café. Aprovechábamos las horas escolares de su hijo y la
flexibilidad de mi horario de profesor universitario. Me llamaba cuando ella
quería y yo acudía siempre presuroso; nunca supe con seguridad cuando sería la
vez siguiente. A veces pasaban semanas sin que nos viéramos, pero en otras
ocasiones, casi siempre aprovechando las vacaciones que su hijo pasaba con su padre,
dormía varios días seguidos en su casa. No me dio ocasión de hacerme ilusiones.
IV
Me
casé un poco mayor, pasados los cuarenta, con una mujer bastante más joven, una
colega antigua alumna mía. A mi esporádica amante dejé de verla desde entonces,
desde una semana antes de mi boda, para ser preciso.
Mi
matrimonio duró once años, durante el cual nacieron mis dos hijas: Francesca y
Norma. Ambas se fueron a vivir con su madre tras el divorcio. Una de ellas fue
alumna mía en la facultad, ahora las dos viven fuera de España.
Algún
año impartí clase en el aula que da al Jardín Botánico y mientras explicaba la
elasticidad de la oferta o la globalización, no podía evitar que alguna mirada se
escapara hacia la calle que tan intensamente observé años atrás. Durante mi
tiempo de casado no me encontré con ella en ninguna ocasión, no tuve ningún contacto
ni personal ni por escrito, aunque siempre permaneció en mi recuerdo y, tantas
veces, cuando desde el edificio de la facultad miré a la calle Escuelas, su
imagen pereció doblar la esquina de la plaza de la Universidad y dirigirse con
paso apresurado hacia las calles más antiguas de la ciudad.
V
Un
día, cuando me quedaban pocos años para mi jubilación, recibí un mensaje de
ella a través de una red social en Internet. Fue una pequeña conmoción, un
terremoto en mi ánimo provocado por la vuelta turbulenta de viejos recuerdos.
La ilusión volvió a inundar mi ánimo, igual que antes, que tanto tiempo atrás,
con la misma intensidad y de un modo tan imprevisto como siempre. Intercambiamos
nuestros correos electrónicos y durante casi una década nos hemos estado carteando
electrónicamente. Nuestra correspondencia ha sido, como toda nuestra relación,
discontinua. Yo respondía siempre de inmediato a sus correos, aunque nunca
sabía cuándo recibiría el suyo, ella a veces respondía en unas horas, otras
tardaba varias semanas, nunca tenía certeza de cuando llegaría el siguiente.
Durante ese período no nos vimos personalmente ni una sola vez. No aceptó decirme,
pese a mi insistencia, en qué ciudad vivía, ni quiso utilizar la videocámara
del ordenador, solo pude observarla en las fotografías que colgaba en Facebook.
También me prohibió hablar del pasado: comentábamos los libros que estábamos
leyendo, nos lamentábamos de los insoportables inviernos en que no llovía o nos
pasábamos la última receta de cocina japonesa que habíamos probado.
Epílogo
El
sábado pasado el cartero me entregó una carta certificada; qué raro se me hace
ver mi nombre manuscrito en un sobre postal. La remitía su hijo, hasta ese
momento no supe que se llamaba como yo, ella siempre se refería a él como “el
niño”; el sobre contenía una breve nota y un viejo libro. En la nota me
comunicaba la muerte de su madre, padecía un cáncer desde hacía varios años,
desde que comenzó nuestra correspondencia epistolar creo yo, y le había dejado
el encargo de comunicármelo cuando llegara el momento. El libro era un ejemplar
de la Antolojía poética de Juan Ramón
Jiménez que yo le había regalado en nuestro tiempo de estudiantes, la vieja
edición de Cátedra tenía las tapas gastadas y las hojas estaban muy rozadas por
el uso. Al inicio del libro había una nota manuscrita suya:
Cada día, al volver la esquina del Jardín
Botánico, cuando tú dejabas de mirar por la ventana, me detenía para observarte
y contemplarte absorto en tus clases de Economía.
E.
:)
ResponderEliminarGracias, eres la primera...
ResponderEliminarIntenso, envolvente, tierno...Sencillo y profundo en el sentimiento. Los relatos con toques románticos son mi debilidad, ¡ME HA ENCANTADO¡ Ves? ahora después del receso me pongo a trabajar con más ganas. Gracias por compartirlo.
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