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Óleo de Cristina Megía

viernes, 24 de agosto de 2012

Una historia de amor en cinco cuadros y un epílogo (2012)


I
Todas las mañanas de aquel curso la vi atravesar la calle Escuelas, yo la seguía con la mirada desde que cruzaba la plaza de la Universidad hasta que doblaba la esquina del Jardín Botánico. Procuraba siempre sentarme junto al ventanal que daba al jardín y allí, desde antes de que el profesor comenzara su explicación, ya esperaba yo su aparición. Desentendido de la lección de Economía Política, miraba atento a través de la ventana hasta que, pasados unos minutos de las diez de la mañana, ella dejaba atrás las columnas salomónicas del antiguo colegio de San Pablo y entraba en mi campo de visión.
Caminaba con paso ligero, mirando al frente, como concentrada en algún pensamiento profundo, siempre por la acera de la izquierda, siempre a la misma hora y con el mismo trayecto. Nunca la vi dirigir su mirada hacia la ventana desde la que ella sabía que yo la observaba. Su recorrido duraba apenas veinte segundos, luego giraba al llegar al final de la verja verde del Botánico y desaparecía de mi vista. Entonces yo volvía a Keynes y su demanda agregada, satisfecho de haberla visto de nuevo, acostumbrado a su indiferencia. 

II
Al acabar la licenciatura estuve varios años fuera de la ciudad realizando estudios de doctorado, no volví a verla hasta cinco años después de aquel curso. El encuentro fue durante las fiestas de la ciudad, coincidimos en el sitio más improbable, en pleno recinto ferial, en medio del gentío, inmersos en el bullicio tronante de las casetas y las atracciones de feria. A ella la acompañaba una amiga, ambas empujaban sendos carritos en los que paseaban a un par de chiquillos de poco más de un año de edad, los niños se mostraban excitados por el ambiente festivo y recibieron de mal agrado que sus madres interrumpieran el paseo. Apenas conversamos un momento en el que hicimos un somero repaso de nuestras vidas en los últimos años; ella se había casado y tenía un hijo, el cual, en ese momento, comenzaba a dejar patente con su llanto lo que pensaba de mi repentina aparición. Nos despedimos un poco atropelladamente, declarando vagas intenciones de volver a vernos, pero sin facilitarnos dirección ni número de teléfono.
Aquel día me pareció especialmente bella, con los años su rostro había ganado serenidad y su mirada se había vuelto más cálida, aunque mantenía un rasgo muy propio de su personalidad, ese gesto desafiante en la mirada durante las décimas de segundo que demoraba siempre cualquier respuesta. Curiosamente, ese recuerdo de ella ha sido el que ha permanecido en mi memoria, incluso ahora, pese al tiempo transcurrido, y tanto y tan íntimamente como nos vimos después, cuando la evoco, la imagen que me viene a la mente es la de aquel encuentro inesperado. 

III
Durante casi cinco años fuimos amantes, discontinuos pero exclusivos (al menos esto último en lo que a mí respecta). Yo era un soltero empedernido que había conseguido una plaza de profesor en la universidad, ella ejercía su profesión liberal y se había divorciado tras un matrimonio de pocos años. Solo habían tenido un hijo, aquel niño al que paseaba el día de nuestro encuentro en el ferial. Durante el tiempo que nos estuvimos viendo el niño cumplió los trece años, yo nunca lo vi personalmente en ese período, aunque sí en fotografías. No creo que él supiera de mi existencia.
Nos encontrábamos siempre en su casa, ella nunca aceptó venir a mi apartamento, ni siquiera para tomar café. Aprovechábamos las horas escolares de su hijo y la flexibilidad de mi horario de profesor universitario. Me llamaba cuando ella quería y yo acudía siempre presuroso; nunca supe con seguridad cuando sería la vez siguiente. A veces pasaban semanas sin que nos viéramos, pero en otras ocasiones, casi siempre aprovechando las vacaciones que su hijo pasaba con su padre, dormía varios días seguidos en su casa. No me dio ocasión de hacerme ilusiones.

IV
Me casé un poco mayor, pasados los cuarenta, con una mujer bastante más joven, una colega antigua alumna mía. A mi esporádica amante dejé de verla desde entonces, desde una semana antes de mi boda, para ser preciso.
Mi matrimonio duró once años, durante el cual nacieron mis dos hijas: Francesca y Norma. Ambas se fueron a vivir con su madre tras el divorcio. Una de ellas fue alumna mía en la facultad, ahora las dos viven fuera de España.
Algún año impartí clase en el aula que da al Jardín Botánico y mientras explicaba la elasticidad de la oferta o la globalización, no podía evitar que alguna mirada se escapara hacia la calle que tan intensamente observé años atrás. Durante mi tiempo de casado no me encontré con ella en ninguna ocasión, no tuve ningún contacto ni personal ni por escrito, aunque siempre permaneció en mi recuerdo y, tantas veces, cuando desde el edificio de la facultad miré a la calle Escuelas, su imagen pereció doblar la esquina de la plaza de la Universidad y dirigirse con paso apresurado hacia las calles más antiguas de la ciudad.

V
Un día, cuando me quedaban pocos años para mi jubilación, recibí un mensaje de ella a través de una red social en Internet. Fue una pequeña conmoción, un terremoto en mi ánimo provocado por la vuelta turbulenta de viejos recuerdos. La ilusión volvió a inundar mi ánimo, igual que antes, que tanto tiempo atrás, con la misma intensidad y de un modo tan imprevisto como siempre. Intercambiamos nuestros correos electrónicos y durante casi una década nos hemos estado carteando electrónicamente. Nuestra correspondencia ha sido, como toda nuestra relación, discontinua. Yo respondía siempre de inmediato a sus correos, aunque nunca sabía cuándo recibiría el suyo, ella a veces respondía en unas horas, otras tardaba varias semanas, nunca tenía certeza de cuando llegaría el siguiente. Durante ese período no nos vimos personalmente ni una sola vez. No aceptó decirme, pese a mi insistencia, en qué ciudad vivía, ni quiso utilizar la videocámara del ordenador, solo pude observarla en las fotografías que colgaba en Facebook. También me prohibió hablar del pasado: comentábamos los libros que estábamos leyendo, nos lamentábamos de los insoportables inviernos en que no llovía o nos pasábamos la última receta de cocina japonesa que habíamos probado.

Epílogo
El sábado pasado el cartero me entregó una carta certificada; qué raro se me hace ver mi nombre manuscrito en un sobre postal. La remitía su hijo, hasta ese momento no supe que se llamaba como yo, ella siempre se refería a él como “el niño”; el sobre contenía una breve nota y un viejo libro. En la nota me comunicaba la muerte de su madre, padecía un cáncer desde hacía varios años, desde que comenzó nuestra correspondencia epistolar creo yo, y le había dejado el encargo de comunicármelo cuando llegara el momento. El libro era un ejemplar de la Antolojía poética de Juan Ramón Jiménez que yo le había regalado en nuestro tiempo de estudiantes, la vieja edición de Cátedra tenía las tapas gastadas y las hojas estaban muy rozadas por el uso. Al inicio del libro había una nota manuscrita suya:
Cada día, al volver la esquina del Jardín Botánico, cuando tú dejabas de mirar por la ventana, me detenía para observarte y contemplarte absorto en tus clases de Economía.
E.

3 comentarios:

  1. Intenso, envolvente, tierno...Sencillo y profundo en el sentimiento. Los relatos con toques románticos son mi debilidad, ¡ME HA ENCANTADO¡ Ves? ahora después del receso me pongo a trabajar con más ganas. Gracias por compartirlo.

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