Cada
vez que rompía con Francesca, me compraba un cuaderno. Como han sido muchas las
veces que esto ha ocurrido a lo largo de nuestros seis años de relación,
resulta que he llegado a coleccionar un buen número de ellos.
En
cada cuaderno iniciaba un relato o un conjunto de ellos relacionados entre sí.
Mi escritura duraba lo que nuestra separación, pues cuando volvía con Francesca
la intensidad de nuestra relación no me permitía volver a escribir. Cada cuaderno
es, pues, una marca de mi paso por el infierno de los enamorados.
Los
temas de mi escritura son heterogéneos, no así los motivos de nuestras disputas
que nacían siempre de la coquetería de Francesca con otros hombres, los celos
prenden fácilmente en mí y su respuesta displicente a mis recriminaciones acababan
por estropearlo todo. Sin embargo
nada de esto se refleja directamente en mis relatos, mis cuadernos han sido un
refugio blindado en medio de la desolación amorosa.
En
el cuaderno de tapa roja narro las peripecias de un viajero que recorre la
Italia del Renacimiento y en cada ciudad se encuentra con un personaje idéntico,
un tipo de asombroso parecido a un conocido político italiano, que en Florencia era uno de aquellos
escribanos toscanos que imitaban el estilo de escritura auténtica de los antiguos,
en Venecia un barbero mujeriego con bella voz de barítono y en Rávena un
buhonero de fácil palabrería al que sus vecinos conocían como Buff.
El
cuaderno verde trata de la vida de Estanislao León, miembro de la comisión que
elaboró el proyecto de Constitución
Federal de la República Española durante el Gobierno de Pi i Margall
y que, tras una muerte accidental, se reencarnó en sucesivos canes de la
familia real, y desde esta perspectiva contempla con ironía y escepticismo la
Historia de España.
El
cuaderno marrón contiene una conjunto de aforismos de un pensador, positivista
acérrimo, que quiso pertenecer al Círculo de Viena pero que tuvo la desgracia
de nacer con cincuenta años de retraso, y todo lo que piensa y escribe, ya lo
había pensado y escrito otro antes que él. Su obra, inédita, se denomina, como
ya habrá adivinado el lector, Tractatus.
Este
material variopinto y otro contenido en diversos cuadernos, fruto todo él de la
veleidades de Francesca, no fue pensado para publicarse, simplemente es el
cuaderno de bitácora que describe metafóricamente el rumbo, la velocidad, las
maniobras y demás accidentes de mi travesía sentimental.
Nuestras
rupturas siempre se producían en sábado, pues los días de semana apenas nos veíamos
brevemente, cansados por la jornada laboral y sin el ánimo o la fuerza
necesaria para emprender una disputa.
Esto
me obligaba a buscar los cuadernos en domingo, y no es fácil encontrar una
papelería abierta ese día. Recuerdo mis paseos en las frías mañanas de
invierno, con la ciudad todavía dormida y restos de nieve sucia en el suelo,
buscando un negocio que abriera en festivo. Por ello la papelería-librería de
Lola fue un descubrimiento, ella tiene una gran variedad de cuadernos, todos de
la misma marca, con tapas de vivos colores y páginas de blanco lino.
Lola
y yo hemos llegado a ser buenos amigos, a ella le compro siempre la tinta para mi estilográfica y los lápices
marca Alpine, también me guarda la
revista literaria de la que soy asiduo y, por supuesto, me suministra los
cuadernos, aunque éstos únicamente los domingos de desengaño. Cuando el miércoles
pasado me llamó para decirme que la casa que fabrica mis cuadernos había hecho
una edición limitada, de lujo, con brillantes tapas negras y el doble de páginas
que los ordinarios, supe que no podía dejar pasar la oportunidad.
Francesca
y yo reanudamos nuestra relación el pasado verano, pero ayer por la tarde la
llamé para decirle que todo había terminado entre nosotros. Esta mañana, como
tantos otros domingos, he ido en busca de Lola y he comprado el cuaderno de
tapas negras. Ahora, mientras cae
la tarde y algunos copos de nieve se depositan lentamente en el alféizar de mi
ventana, he comenzado la escritura de mi primera novela, cuyo prólogo lo forman
estas palabras.
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