No
es frecuente que una mujer hermosa me sonría francamente, mucho menos si se
trata de una mujer de
extraordinaria belleza y piel intensamente negra.
Ocurrió
durante el último día de mi estancia en la ciudad, mientras concluía mis visitas.
El cielo estaba encapotado de un gris que no amenazaba lluvia pese a la
tormenta de la noche anterior, lo que permitía pasear plácidamente por las burguesas calles del barrio de
Holborn. Parecía que la ola de calor que había barrido el continente y llegado
hasta las islas se había disipado por completo y la temperatura toleraba, por
primera vez desde mi llegada a Londres,
deambular por sus calles despreocupadamente.
A
lo largo de esa mañana había recorrido el barrio de Bloomsbury en busca de la
que fue la casa de Virginia Wolf. La encontré en Russell Square, que, pese a su
nombre, más que una plaza es un pequeñísimo y bien cuidado parque al que dan
medio centenar de edificios, de esos en los que habitaba la clase media de hace
un siglo, aunque ahora casi todos ellos sean dependencias de la universidad. La
escritora y su marido, el historiador, economista, editor y apasionado de la
política y la jardinería Leonard Woolf,
vivieron en una casa de cuatro plantas adosada a otras que circundan la
plaza. Su fachada es de estilo neoclásico y sobresale ligeramente de la
alineación del resto, como una discreta insinuación sobre la importancia de los
que fueron sus moradores. El edificio está construido con un ladrillo oscuro
que contrasta la piedra blanca que cubre diversas partes de su fachada, como la
planta baja, la balconada que cuelga del primer piso y todas sus ventanas,
estas últimas aparecen coronadas por frontones o molduras diferentes, según el
piso en que se hallen.
Me
decepcionó ver aquella casa convertida en un edificio de oficinas, con una
pequeña placa conmemorativa que ni siquiera se dedica expresamente a la
escritora, sino que comparte con otros intelectuales del grupo de Bloomsbury,
como Clive Bell y los Strachey, James y Lytton. Al principio me sentí indignado
por la poca importancia que la ciudad concedía a la que es, sin ninguna duda
para mí, la más original narradora de la historia de la literatura; qué
diferencia con Dickens, cuya casa, algunas manzanas más allá, es hoy un museo
en memoria del escritor y una de las atracciones turísticas de la ciudad.
No
obstante, evocar la figura de Virginia asomada a uno de aquellos ventanales,
imaginar a alguno de sus personajes, por ejemplo a Clarissa Dalloway volviendo
a casa con las flores recién
cortadas (Mrs. Dalloway dijo que ella
misma compraría las flores...) o sentir la misma brisa matinal que debió
percibir la escritora (el aire en las
primeras horas de la mañana, como el aleteo de una ola, el beso de una ola,
frío y cortante...) me hicieron olvidar la injusticia de la ciudad con la
novelista y creo que, definitivamente, me alegraron la mañana.
Esta
visita, de alguna manera, presagió el encuentro de la tarde, pues envolvió todo
el día en una especie de luz cenital que permitía ver la ciudad con una
transparencia excepcional,
embargando mi ánimo de una especie de euforia contenida.
Almorcé
en un pub acompañado de una pinta de cerveza oscura, con una espuma densa, de
color marfil, a una temperatura no demasiado fría que permitía que su sabor
colmara el paladar y se trasegara con suavidad. En el pub, decorado con maderas
cálidas y suelo alfombrado, conversaban varios grupos de hombres, apenas alguna
mujer.
En el grupo que había a mi derecha la
voz cantante la llevaba un hombre de edad avanzada, de unos setenta años, muy
bien conservado e impecablemente vestido. Una chaqueta de lino blanco
conjuntaba con unos pantalones azul marino con la raya perfectamente planchada,
una camisa beige y una corbata de
tonos claros contrastaban con los relucientes gemelos azul cobalto que asomaban
por la bocamanga de la chaqueta cada vez que, con expresión contenida, movía
sus brazos para reforzar sus expresiones. El resto del grupo, unos cinco o
seis, tenía un aspecto variopinto, un par de ellos vestían formalmente, como
pequeños ejecutivos de esos que se levantan por la mañana con la corbata ya
anudada al cuello, un tipo de aspecto inquietante iba en camiseta de tirantes y
mostraba unos burdos tatuajes en sus brazos musculosos, el resto parecían
oficinistas, indistinguibles de otros miles que como ellos, a esa hora, salían
a almorzar invadiendo las calles de la city.
Pese
a su heterogeneidad, a todos los integrantes del grupo parecía unirles una
especie de subordinación, o más probablemente de veneración, hacia el anciano
caballero, pues sus reacciones, siempre complacientes a las palabras de éste,
parecían exentas de falsedad o afectación. No llegué a saber que lazos unían al
hombre de la chaqueta blanca con el resto del grupo, pero la charla era
animada, nada formal, con algunas bromas incluso, y cuando el director de aquel
quinteto, acaso sexteto, decidió marcharse, todos se pusieron de pie y se
despidieron de él de modo informal, levantando la mano con la palma abierta,
como si el reencuentro fuera a
producirse en breve. Una vez abandonado el pub por el de mayor edad, los
restantes no llegaron a tomar asiento, se despidieron entre sí con apretón de
manos, quizás era la primera vez que se veían, únicamente quedó en el local el
que tenía aspecto de estibador, quien pidió otra pinta de cerveza y se mantuvo
en silencio, fumando un cigarrillo tras otro, durante un buen rato.
Sin
duda John Ford los hubiera convertido en una cuadrilla de atracadores que
ultimaban un plan, posiblemente un atraco fabuloso, en el que el director de
escena actuara no por lucro, sino para vengar una antigua afrenta personal,
acaso un asunto de amores en la ya lejana juventud.
Frente
a mi mesita, sobre la que el rosbif y la cerveza competían por asentarse en un
espacio minúsculo, un par de hombres de edad mediana hacían negocios en la
barra. El de la izquierda, de unos cincuenta años y una cabeza magnífica que
recordaba a la de Gregory Peck, vestía con una elegancia aparentemente
desaliñada, el otro, un tipo de aspecto bastante vulgar, parecía entusiasmado y
reía de forma estentórea ante los
planos que parecían representar una teatro, o quizás un auditórium, que el
primero desplegaba sobre la barra. A estos no sabría donde encuadrarlos, tan
diferentes entre sí cómo eran; el primero con su aspecto de tenor heroico en
una ópera wagneriana, mientras que el segundo, con su risas estridentes, más
parecía el barítono bufo de una opereta italiana; traté de imaginarlos cantando
un dúo en la arena del Royal Albert Hall, pero, francamente, no me fue posible.
En fin, la carne estaba sabrosa y las patatas asadas y salteadas con
mantequilla deliciosas, claro que yo no soy muy exigente en materia culinaria…
Después
de almorzar, el aire de la calle consiguió despejarme de las fantasías del pub
y pude recuperar poco a poco el espíritu de la mañana. Paseé, pues, por la
elegante Hight Holborn Street imbuido de la musicalidad que impregna la prosa
de la autora de “Las olas”. A esa hora, la luz parece tamizarse por los filtros
caprichosos del atardecer y la brisa, al mecer las hojas de los árboles,
permite con su movimiento reflejos anaranjados y violáceos en el suelo. Según
decía mi guía, el Museo Soane debía estar ubicado junto al Weststone Park,
aunque a mí lo que verdaderamente me interesaba de aquél no eran las piezas
únicas que albergaba, una heteróclita colección recopilada a lo largo de la
vida del que fue su fundador, sino su singular fachada.
La
Sir John Soane's House fue en su día la casa del arquitecto que le da nombre y
es ahora sede del museo que recoge su legado artístico. El edificio está
catalogado como una pequeña joya del romanticismo inglés e inauguró una nueva
concepción arquitectónica, proyectando una mirada sensitiva, exenta de lógica,
sobre sus diferentes elementos, a la vez que hace un misterio del uso de la
luz.
Muy
cerca del museo se halla la
Twyford Street, se trata de una calle muy estrecha, casi una callejuela,
de esas cuyo nombre no suele aparecer en los planos de las ciudades; a ella dan
su espalda dos imponentes edificios victorianos con las paredes de un rojo
oscurecido por el tiempo y la contaminación. Esta calleja conecta
perpendicularmente con una vía principal, la comercial Kingsway Street,
transitada por numerosos vehículos y con gran vida en sus aceras, en cuyo
extremo este, ya cerca de Holborn Circus, se encuentra uno de los rascacielos
más singulares de la ciudad, el Daily Mirror Bulding, que alberga al popular y
ya centenario diario. Fue en la Twyford Street dónde el todoterreno se detuvo.
Yo
andaba, como casi siempre en esta ciudad
y aun en la mía, algo despistado. Con la mirada en busca de la placa con
el nombre de la calle para orientarme, no me percaté de cómo el vehículo entraba
en la calle, únicamente lo vi detenerse lentamente hacia su mitad. La calle era
tan estrecha que sólo admitía un sentido de la circulación y el coche, uno de
esos todoterrenos lujosos que la publicidad nos promete como ideales tanto para
una recepción elegante en la ciudad como para los escarpados terrenos de
montaña, ocupaba la práctica totalidad de la calzada, las aceras eran también
estrechas por lo que era inevitable la proximidad entre el viandante y el
ocasional ocupante del automóvil.
El
todoterreno paró a unos dos metros frente a mí y observé cómo se bajaba la
ventanilla del lado del conductor. No me interesan demasiado los vehículos, así
que soy incapaz de precisar la marca o modelo de aquél, solo diré que tenía un
aspecto imponente y que su color gris metalizado reflejaba las luces del
atardecer con formas caleidoscópicas. Como pensé que podría tratarse de un
conductor desorientado con la pretensión de hacerme una pregunta sobre como
llegar a algún sitio, inmediatamente preparé mi socorrido I'm
sorry, I don't speak English con el que respondía
a todo aquel que por la calle, confundiéndome con un nativo o suponiendo que el
inglés es una lengua universalmente hablada y entendida, me inquiría sobre una
dirección, una parada de autobús o la ubicación de un museo.
Justo
al llegar a la altura de la ventanilla del automóvil observé en su interior a
una mujer de excepcional belleza, tendría unos treinta años y unos ojos grandes
que irradiaban una luz ambarina, la piel era tersa y prometía el tacto de la
seda, tras una boca de labios apenas coloreados y perfectos dientes
blanquísimos surgió una sonrisa, al principio leve, luego franca, que se
dirigió hacia mí con un leve giro de su estilizado cuello. Me quede inmóvil, hipnotizado por su mirada, mientras que
ella, muy lentamente y sin dejar de mirarme, accionó la palanca de cambios del
vehículo y se alejó, muy despacio, dejándome sólo, en mitad de la calle, con la
impresión de ser un espectador que contempla desconsolado la escena final de
una película.
Al
día siguiente cogí el avión de regreso. A ella, claro está, no volví a verla
más, pero sólo unos metros más adelante encontré la Soane's House y pude
entonces contemplar su singular fachada de piedra blanca, sus acroteras de
mirada impasible, los medallones góticos y los capiteles sin fuste, todo ello
bajo una luz inolvidable, la
de la sonrisa de mi bella
londinense.
No hay comentarios:
Publicar un comentario