Dedicado a mi amigo Francisco
Cabrera, secretario de ayuntamiento y escritor.
El alcalde apareció muerto en su despacho el día antes de Navidad. El cuerpo lo encontró su jefa de gabinete, poco antes de las tres de la tarde, cuando entró para despedirse antes de tomarse unos días de vacaciones.
Esa mañana habían celebrado un pleno en el que la oposición
había increpado al alcalde, como era habitual en ese órgano, y aunque no hubo
conato de violencia ni amenaza alguna, a la jefa de gabinete no se le iba de la
mente la cara congestionada del portavoz de la oposición, mientras blandía unos
documentos y exigía al alcalde que justificara el destino de una subvención.
Al oír el grito de la jefa de gabinete, pronto acudieron los
colaboradores más cercanos del alcalde: su secretaria, la jefa de protocolo, la
jefa de prensa, el subjefe de prensa, el coordinador de presidencia, el
portavoz del grupo político, el coordinador de los portavoces, el jefe de
seguridad, el coordinador del gabinete y varios asesores con funciones difusas
en el organigrama municipal.
Ante tanto barullo y desconcierto, el jefe de seguridad,
imponiendo su autoridad, propuso
que se llamara al vicealcalde. Pertíñez apareció raudo y si bien al entrar dio
algún traspié, rápidamente se hizo
cargo de la situación. Convocó a los colaboradores en un despacho adjunto —para
no llenar el escenario del crimen con nuestras huellas—, advirtió, y se dirigió
a ellos con voz solemne: después de sopesar la situación, he llegado a la conclusión
de que lo mejor es llamar a la policía.
El inspector Morillas, recién adscrito a la brigada de
homicidios, llegó en quince minutos, acompañado de un subinspector y cinco
agentes. El forense ya estaba allí cuando llegó Morillas. Al inspector le pareció
que examinaba el cadáver con más curiosidad que interés profesional. Morillas preguntó
con la mirada y el doctor Figueras respondió de inmediato: ha recibido un
fuerte golpe en la nuca, con un objeto pesado y contundente.
El inspector se dirigió al subinspector Zambrano y le apremió:
llame a los sospechosos habituales. Zambrano, desconcertado, preguntó — ¿Quiénes
son los sospechosos habituales en un caso como este?
Morillas, serio y seco respondió: — ¡Quienes han de ser!,
pues el secretario general, el interventor y el tesorero.
El interventor estaba ese día de permiso, por lo que el
subinspector creyó, con buen criterio, que la viceinterventora era la sustituta
natural en la escala de sospechosos.
Ahí estaban los tres, sentados uno junto a otro en una larga
mesa de la sala de reuniones de la junta de gobierno local. Enfrente de ellos
el inspector Morillas los miraba fijamente, intimidatorio. De repente les
espetó: el alcalde ha muerto.
Ninguno de los tres funcionarios movió un músculo de la
cara, aunque al inspector no se le escapó un mal disimulado suspiro de alivio del
tesorero. — Ha sido asesinado, continuó el inspector, expresándolo con mucha
calma, a la espera de la reacción de los altos funcionarios. No pudo apreciar
ni el más mínimo gesto, todos ellos, impertérritos, mantuvieron la mirada de su
interrogador. — ¿Qué tienen que decir a esto?, gritó Morillas, que comenzaba a
exasperarse por la actitud de los sospechosos.
El secretario, quizás por la antigüedad en el cuerpo, se
creyó obligado a ser el primero en intervenir. En caso de ausencia, vacante,
enfermedad o fallecimiento el vicealcalde sustituye al alcalde en todas sus
funciones. La viceinterventora apostilló: será necesario sustituirlo cuanto
antes en las cuentas bancarias del ayuntamiento. El tesorero, mucho más
consciente de la gravedad de la situación, exclamó por su parte: ¡Al menos las
nóminas de Navidad estaban firmadas!
El inspector Morillas admiró la templanza de estos
profesionales, pero no se acababa de fiar de ninguno de ellos. Les mantuvo una
tensa mirada, en busca de alguna debilidad.
En ese momento el subinspector Zambrano llamó a la
puerta. — Con su permiso,
inspector ¿puede salir un momento?.
— ¿Qué ocurre?, preguntó Morillas, ya en el pasillo.
— Las cámaras de seguridad del edificio han grabado a quien
entró en el despacho del alcalde. Ya ha confesado, informó el subinspector.
— ¿Quién ha sido?
— El concejal de cultura, señor.
— ¿Inquina política, quizás?, inquirió el inspector.
— No señor, —continuó el subinspector Zambrano—, al parecer
el concejal, que tiene vocación literaria, le escribía los discursos al
alcalde, pero éste, bastante petulante e ignorante, en opinión del concejal, a
menudo le cambiaba las palabras o las expresiones. En el último pleno, en un
mensaje navideño dirigido a toda la corporación, donde el concejal había
escrito con objeto de evitar
malentendidos, el alcalde leyó en
aras de evitar una mala dinámica política.
— ¿Eso fue todo?, pregunto, sin atisbo de asombro, el
inspector.
— Sí, al parecer le golpeó con un tomo del María Moliner en
la cabeza, respondió Zambrano.
— Um, reflexionó el inspector. — Querido Zambrano, —dijo
agarrando del brazo al subinspector mientras abandonaban el edificio
consistorial—, en un ayuntamiento siempre deben considerarse sospechosos, y por
este orden, al secretario, al interventor y al tesorero, pero si hay un
escritor despechado, no te quepa duda mi buen amigo y colega, ése es el que
tiene más papeletas para ser el asesino.
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