- ¡Otra vez de guardia! – había exclamado
Raquel al conocer la noticia unos días antes; su marido, el inspector Lorenzo
Movillas de la Comisaría del distrito norte, había tratado de justificarse
aduciendo que era el más joven de la comisaría y que por ello era lógico que el
24 o el 31 de diciembre tuviera que hacer guardia, además el dinero extra no
les venía nada mal para pagar las clases de inglés y de no sé cuantas más
actividades extraescolares a las que estaban apuntados sus hijos.
Pese a que el inspector había insistido en
que lo más probable era que esa noche no sucediera nada relevante y él pudiera
cenar tranquilamente con la familia, su esposa le había recordado que los dos
últimos años había tenido que abandonar precipitadamente la casa durante la
cena de Nochebuena, dejándola sola
con los invitados.
Ahora Raquel lo tenía todo dispuesto para
la cena, la mesa cubierta con un mantel de hilo y la cubertería y la
cristalería colocadas conforme a las estrictas reglas de un manual de protocolo
que su marido le había regalado la pasada Navidad, incluso se había fabricado
una pequeña varita para medir la distancia entre los platos de los comensales,
tal y como había visto en un programa de televisión que se hacía en el Palacio
de Buckingham, aunque eso sí, su vara había necesitado ser cortada en varias
ocasiones y dejada considerablemente más pequeña que la que se usa en los
banquetes de Su Majestad para poder acoplar a toda su familia en la mesa del
salón.
Los invitados llegaban puntualmente
y Lorenzo tenía la sensación de haber vivido aquello muchas veces, como esas
pesadillas recurrentes que una y otra vez asaltan nuestros sueños, sólo había
algo que le resultaba novedoso, desde hace un par de años notaba a sus cuñados
notablemente envejecidos, como si ahora los años pasaran por ellos no de uno en
uno, sino de cinco en cinco, sin
embargo no ocurría lo mismo con las mujeres de la familia, y aunque no podía
impedir cierta complacencia en ello, se preguntaba si los demás observarían en
él los mismo síntomas.
Antes de que cada uno se
sentara a la mesa, en el lugar indicado en pequeños cartelitos impresos en
cartulinas de color salmón, sonó el teléfono y un silencio expectante se hizo
en el salón, Lorenzo contestó con varios monosílabos y terminó con un – ahora
mismo voy -, que hizo saber a todos que había vuelto a arruinar la cena de Nochebuena
preparada por Raquel.
Avanzó con su coche
rápidamente por la Avenida Norte, sin necesidad de la sirena pues la ciudad
parecía desierta, las luces amarillentas de las farolas se reflejaban en un
asfalto mojado por la lluvia que había caído durante toda la tarde perdiéndose
su destello en el horizonte. En diez minutos estaba el inspector ante la
entidad financiera donde había indicios de un intento de robo, la alarma había
saltado hacía unos treinta minutos y los guardias de seguridad, que con
prontitud se habían desplazado a la sucursal nº 10 del Banco de Negocios,
habían comprobado que la puerta había sido forzada y se había abierto un
boquete por el que podría haber entrado, y quizás salido, el ladrón.
Posteriormente, tras llamar a la policía, se había desplazado al lugar un
vehículo patrulla con dos agentes, quienes tras comprobar la denuncia de la
empresa de seguridad habían llamado a la central para que el inspector de
guardia se hiciera cargo del caso.
El inspector Movillas, nada
más llegar, ordenó a uno de los agentes que lo siguiera por el mismo hueco
abierto por el atracador, o los atracadores, y se introdujo en la oficina; dio las luces y comprobó minuciosamente el interior de
la misma, se aseguró que allí no había nadie y observó que no existía ningún
tipo de daño, la caja fuerte no había sido forzada. Salió y dio orden a sus
hombres de que regresaran a comisaría, él dijo - yo sé donde debo ir.
La atmósfera del bar Hawai
era densa, pese a que había pocos clientes a esa hora, posiblemente debió estar
concurrido hasta no hace mucho pues el suelo estaba cubierto de un aserrín que
empapaba el agua dejada por los últimos clientes. En una esquina se encontraban
el Manteca, dueño del establecimiento, con su mujer y sus dos hijos
adolescentes, en el otro extremo tres hombres de aspecto desaliñado, delgados,
con barba de varios días y algo bebidos, a juzgar por el número de botellas de
vino que había sobre la mesa. ¡Feliz Nochebuena inspector!-, gritó uno de ellos
al levantar Movillas la persiana metálica a medio echar que daba acceso al bar,
el inspector se sentó en la mesa de los tres hombres y los miró fijamente.
¿Quiénes son estos, Lubina?-, preguntó dirigiéndose a quien lo había saludado
al entrar.
Dos horas después los tres
hombres y el inspector dejaban el bar Hawai y se dirigían a la comisaría, el
inspector les tomó declaración rutinariamente ante su mesa, en la que siempre
había un código penal, como si fuera el misal de un sacerdote. A las cuatro de
la mañana los detenidos salían, tras recoger sus pertenencias por la puerta
principal. Unos metros más adelante el inspector Movillas llamó al Lubina, éste
se acercó y le dijo:
- Gracias por la cena, inspector, los langostinos y el jamón estaban como Dios.
- Gracias a ti, Lubina-, respondió el inspector, estrechándole la mano y dejando en la misma un billete de 50 euros.
Ese era el precio que pagaba desde hace un par de años por tener una cena de Nochebuena decente.
- Gracias por la cena, inspector, los langostinos y el jamón estaban como Dios.
- Gracias a ti, Lubina-, respondió el inspector, estrechándole la mano y dejando en la misma un billete de 50 euros.
Ese era el precio que pagaba desde hace un par de años por tener una cena de Nochebuena decente.
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