—No te enteras de nada, chica.
Clara recordaba ahora esas palabras que tan a
menudo le repetía Cristina, mientras una sonrisa asomaba a sus labios. No sabía
porqué, pero en los momentos más dramáticos, cuando estaba a punto de
derrumbarse y derramar miles de lágrimas, a Clara le venían a la mente frases, ideas
o situaciones paradójicas o simplemente ridículas, que la hacían sonreír. —Debe
de ser un mecanismo de compensación,
pensaba. No era una mujer de lágrima fácil, ni solían desbordarla las situaciones
o deprimirla los acontecimientos; a Clara sólo le hacían llorar las personas.
Por ejemplo, Pablo. A ella le pereció tan
encantador, con ese aire de seductor tímido, incapaz apenas de mirarla a los
ojos cuando le decía cosas tiernas, tan atento a su mínimo deseo, en fin, tan
distinto a los otros hombres que Clara había conocido. No es que hubieran sido
muchos, pero ella tenía ya treinta años, lo suficientes como para saber que éste
era diferente a todos los demás.
Clara se preguntaba ahora, mientras retiraba
los adornos navideños, aunque aún no había llegado siquiera nochevieja, hasta
qué punto podemos conocer a los demás qué parte hay de autenticidad y qué de
fingimiento en lo que se nos muestra de cada uno.
Por ejemplo, Pablo. Llegó al estudio en el
que Clara trabajaba como delineante hacía cuatro meses, era un interiorista
encargado de un proyecto especial, un hotel de lujo que se había encargado a “Merlo,
Arquitectos Asociados”, y a todas las mujeres del estudio, incluida Marta, su
jefa, les pareció guapísimo. Tenía aspecto de galán antiguo, de rasgos marcados
y belleza contundente, pero con una mirada inocente y una sonrisa tímida que
desbarataba toda posible arrogancia. Era, además, muy cuidadoso con su
vestimenta, demasiado atildado según su amiga Cristina, pero a Clara le parecía
elegante y sofisticado.
Clara a menudo se obsesionaba por comprender a
las personas y la realidad que la rodeaba y analizaba los hechos una y otra
vez, hasta en sus mínimos detalles para explicarse las reacciones de los demás.
A veces un simple comentario o una sonrisa que le parecía despectiva o
condescendiente le llevaba horas de análisis e introspección. Por eso no
soportaba la mentira, no tanto por lo que comportara de engaño o deslealtad,
sino porque suponía un impedimento en su intento de comprender intensamente el
mundo. Era obsesiva y detestaba a los mentirosos.
Por ejemplo, Pablo. Aunque era tan amable,
siempre con una palabra de halago para su nueva blusa, un comentario para su
cambio de peinado o un elogio para esos zapatos tan caros que por primera vez le
hizo sentir que había merecido la pena un gasto a todas luces excesivo. Clara
empezó a arreglarse pensando especialmente en él y se compraba un broche de
bisutería o unos pendientes esperando un comentario suyo, incluso alguna ropa
especialmente descotada o ajustada que en otras circunstancias nunca se habría
puesto ahora se la colocaba cuando iba al estudio.
Clara había llegado a convertirse en una
buena analista de la realidad, a comprender su entorno y predecir las
reacciones de los demás, por ello no era fácil engañarla ni manipularla
sentimentalmente. Era muy racional y tenía muy claro lo que podía esperar de
los demás, pero cuando se sentía engañada se lo tomaba como una tragedia y
nunca perdonaba al farsante.
Por ejemplo, Pablo. Al cabo de llevar dos
semanas en el trabajo la invitó a ir al teatro y a cenar, a Clara le pareció
una consecuencia lógica de su paciente trabajo de seducción, de la dosis
adicional con la que se perfumaba por las mañanas o de esas medias tan
llamativas que se ponía con la minifalda. Cuando, después de salir juntos
durante cincuenta y cinco días, él le propuso que se fueran a vivir juntos, ella
pensó que se había completado su plan. Pablo se fue a vivir a casa de ella, pues
él acababa de llegar a la ciudad y todavía no estaba totalmente instalado. Hace
ahora exactamente dos semanas que apareció con sus maletas, un abeto natural y
unos preciosos adornos navideños de estilo veneciano.
Clara creía haber alcanzado la madurez intelectual
y la estabilidad emocional. Comprendía el mundo y tenía un hombre que la amaba
y compartía su vida con ella. Es cierto que en la cama, aunque esforzado, era
poco hábil, pero ella esperaba
adiestrarlo sutilmente en las técnicas del placer y, en cualquier caso, la
envidia que provocaba en las demás compensaba cierta insatisfacción sexual, que
por otra parte siempre era preferible a los largos periodos de abstinencia
anteriores. Pero este mundo perfecto era en extremo frágil y exigía que las
cosas fueran como parecían, que no hubiera en él un traidor.
Por ejemplo, Pablo. Aquella mañana Clara se
había sentado ante el ordenador para consultar unas compras de ropa que había
hecho por Internet y recurrió al historial del explorador para encontrar la
página que había consultado la noche anterior. Allí descubrió una reciente
visita a una página de homosexuales, y aunque no había rastros de otras visitas a esa página en días
anteriores, Clara sabía de informática lo suficiente como para averiguar todas
las páginas abiertas en las últimas semanas. Pese a que Pablo había borrado los
rastros más evidentes, no había eliminado los archivos ocultos que delataban su
asiduo deambular por páginas y chats gais.
Clara metió las ropas de Pablo en una par de
bolsas de viaje y las dejó junto al ordenador, encendido y conectado a una página
en la que aparecían jóvenes que, bien vistos, se parecían mucho a Pablo y salió
a la calle. Cuando volvió las ropas no estaban y una nota adherida a la
pantalla del ordenador tenía escrito “Lo siento”. Ahora, cuando las lágrimas
afloraban por primera vez mientras retiraba las bolas venecianas del árbol de
Navidad, recordaba las palabras de su amiga. Lo que más le dolía no era el
engaño o haber perdido a un hombre que parecía magnífico, sino la sensación de
vivir en un mundo incomprensible.
—Chica, es que no te enteras de nada, pensó,
mientras una sonrisa afloraba a sus labios.
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