Cuando a mi primo y a mí nos nombraron albaceas de
la herencia del tío Gabriel pensamos que nuestro cometido sería un mero
trámite. El hermano de la abuela Jacinta, a pesar de su azarosa y aventurera
vida, no parecía un hombre de fortuna y como pudimos comprobar cuando el
notario leyó su testamento, los bienes materiales que acumuló a lo largo de su
vida fueron ciertamente escasos; apenas un piso en la capital y unos modestos
ahorros.
Gabriel era tío abuelo, tanto de mi primo como mío,
por parte de madre, aunque toda la familia, incluidos sus
hermanos, lo llamábamos o nos referíamos a él como el tío Gabriel o simplemente
“el Tío”. Su relación con nuestra familia no fue muy intensa, no era un hombre
que se prodigara en afectos. Había regresado de su exilio americano cuando mi
primo y yo acabábamos de cumplir catorce años, una vez que el General Franco,
como él lo llamaba siempre con una especie de consideración debida al enemigo, estaba bien enterrado, y el
tiempo que pasó entre nosotros mantuvo una vida muy independiente del clan
familiar.
Aunque han pasado casi tres décadas, aún recuerdo
vivamente verlo descender por la escalinata del avión que lo traía a nuestra
ciudad desde Madrid, donde había hecho escala el vuelo trasatlántico que
despegó del Aeropuerto Internacional Ezeiza de Buenos Aires. Impresionaba verlo
bajar despacioso, con su porte egregio, la cabeza altiva, su melena blanca algo
ondulada y esa mirada orgullosa que no se detenía en los escalones, sino que
dirigía al frente, como lo haría un dignatario al que estuviera esperando una
comitiva oficial.
- La República no perdió la guerra, se retiró
tácticamente al exilio para volver cuando las condiciones políticas y sociales
lo permitan.
Para nosotros tenía algo de héroe legendario, aunque
aquella tarde en la cafetería del aeropuerto nos pareció algo trastornado o
quizás demasiado ajeno a la realidad, sobre todo cuando pronunció, con la voz
engolada, declamando tal y como hacían
los políticos de los años treinta, aquello de:
Nuestras madres, la de mi primo y la mía, que
siempre actuaban al unísono, como dos siamesas unidas por el pensamiento, justificaron sus manifestaciones diciendo
que las largas horas del vuelo y el cambio horario lo tenían algo trastornado,
pero lo cierto es que lo que dijo, ante el asombrado auditorio familiar que
había ido a recibirlo, fue algo que mantuvo hasta el día de su muerte. No
obstante, para ser todo lo sincero que un escrito como este exige, debo decir
que a mi primo y a mí no nos pareció que nuestro tío estuviera trastornado,
creímos que estaba verdadera y rematadamente loco. Al principio escuchamos su
alocución impresionados y hasta un poco asustados, pero en cuanto nos
percatamos de su mirada perdida y sus ojos acuosos nos dio un ataque de risa
que apenas pudimos contener mientras nos excusábamos y corríamos al cuarto de
baño, impelidos ambos por las miradas de nuestras respectivas madres, que de
haber continuado unos segundos más sobre nosotros, sin ninguna duda nos habrían
fulminado.
Mientras fuimos niños, del tío Gabriel apenas se
hablaba en casa, sabíamos de la existencia de un hermano de la abuela que vivía
en América, pero poco más. Luego, conforme se iba despejando el sofocante
ambiente de la dictadura, fuimos conociendo la historia del tío, que no había
marchado al Nuevo Mundo en busca de trabajo y fortuna debido a las penurias de
la posguerra, tal y como se nos había dicho, sino que había sido oficial del
ejercito de la República y combatido en la batalla del Ebro, marchando tras la
derrota republicana al exilio francés para emigrar posteriormente a la
Argentina. Uno de los acontecimientos que contribuyeron a forjar su figura
legendaria entre los niños de la familia fue el relato, contado entonces
insistentemente por su hermano Samuel, de cómo el tío Gabriel fue uno de los
oficiales que, mandados por el teniente coronel Manuel Tagüeña, dirigieron el
repliegue de las tropas republicanas a la margen izquierda del Ebro, siendo uno
de los últimos, si no el último, según aseguraba su hermano, en cruzar el
puente de Flix.
Nuestra
abuela, con voz susurrante y desde luego a escondidas de nuestras madres, nos
había contado en una calurosa noche de verano, de esas en las que para poder
respirar teníamos que sacar las sillas de anea a la calle, que nuestro tío era
rojo, librepensador y ateo, y que por eso tuvo que huir, porque en la
España de Franco todos debíamos ser católicos, apostólicos y romanos, so pena
de acabar en la cárcel o en algo mucho peor. Nosotros que, aprovechando alguna
excursión a las afueras de la ciudad, habíamos visitado a hurtadillas las
tapias del cementerio para comprobar en ellas la presencia, todavía, de las
marcas de los proyectiles de los fusilamientos al inicio de la guerra, sabíamos
bien a que se refería la abuela con “algo mucho peor”.
Durante el tiempo que vivió en España nuestro
tío se portó a la altura de la imagen mítica que los niños de la familia nos
habíamos forjado de él. Solitario y misógino, nunca se le conocieron relaciones
con mujeres; enemigo acérrimo de la Iglesia “y de los beatos que la sostienen”,
estalinista contumaz nunca admitió la existencia del gulag y consideró, ya en sus últimos años, que la caída del muro de
Berlín fue obra de la CIA y de los servicios de inteligencia de la Alemania
capitalista. En cuanto a sus posiciones políticas en España fueron de lo más
pintorescas, nacionalista andaluz exacerbado y admirador entusiasta de pasado
árabe de la región, consideraba a la reina Isabel La Católica como el personaje
más nefasto de nuestra historia. Más de una vez, con su voz enfática y solemne,
acompañada de graves gestos teatrales,
nos relató el episodio histórico que él denominaba “la usurpación del
trono de Castilla” por una Isabel que no dudó en alzarse en armas contra La Beltraneja “que había sido apartada
de la sucesión al trono por la infamia, la mentira y la conspiración de la
nobleza y el clero”. Ninguna de las veces que relató este episodio dejó de
hacer referencia, dirigiéndose especialmente a los niños, a la promesa de la
reina Isabel de no cambiarse de camisa hasta que tomara la ciudad de Granada,
actitud poco higiénica que contrastaba con al delicadeza y refinamiento del rey
de La Alhambra, Boabdil, “llamado el Chico”, como le gustaba puntualizar cada
vez que se refería al último monarca de la dinastía nazarí.
Pese a estos estrambotes no debe pensarse que
nuestro tío Gabriel fuera un sectario ignorante. Sectario sí, pero muy culto;
era un fanático positivista de conocimientos científicos verdaderamente
enciclopédicos, podía citar a Comte de memoria, conocía bien las tesis del
Círculo de Viena y había leído con gran detenimiento los trabajos de Russell y
Popper (aunque por este último, como podrá comprenderse, manifestara un claro
antagonismo político). Igualmente hablaba con gran autoridad de mecánica
cuántica y, por su puesto, consideraba a la ciencia natural como la reina del
conocimiento humano y a la física como su corona. También asombraban sus
conocimientos de economía, su explicación de las causas de las crisis económica
que asoló el cono sur americano en la década de los setenta poseía una belleza
lógica y una capacidad de convicción que fueron determinantes en mi decisión de
estudiar Ciencias Económicas en la universidad. Sólo admitía el método
científico inductivo como fuente de conocimiento y por ello repudiaba la literatura y la filosofía, -“eso es
como el latín, cosa de curas” - bramaba.
Por todo esto que he relatado, y otras muchas
anécdotas que podrían añadirse, causó el mayor estupor y hasta cierta
indignación, especialmente en determinado sector de la familia, su decisión de
legar su piso a la Orden Hospitalaria de los Hermanos de San Juan de Dios.
- ¡A santo de qué ha tenido que dejar mi
hermano el piso a los curas!, ¡A ver si al final iba a estar más loco de lo que
pensábamos los que ya creíamos que no estaba muy bien de la cabeza!, -
exclamaba su hermano Samuel al salir de la notaría.
- A lo mejor se había convertido al final de sus
días..., - conjeturaba mi madre o mi tía, probablemente ambas a la vez.
- Claro, y por eso el testamento tiene fecha
de mil novecientos ochenta y dos, ¡de hace más de diez años!, las interrumpía
el tío Miguel, el hermano de ellas. - Ese cabrón se ha estado riendo de
nosotros todos los años que ha estado en España, la familia tratándolo con
consideración, permitiendo sus baladronadas, escuchando sus batallitas y él
burlándose de su estúpida familia, todavía debe estar retorciéndose de risa en
el interior del nicho, - continuaba Miguel, quien, pienso ahora, se había
convertido en el favorito del tío Gabriel, el que más le ría las gracias y le
incitaba a sus discursos inflamados,
y es posible que por ello tuviera alguna expectativa de heredar el piso.
La discusión sobre las motivaciones del tío
se prolongó durante bastantes semanas sin lograr ningún consenso familiar al
respecto, realmente nadie fue capaz de exponer una teoría medianamente
razonable que explicara su actitud.
La parte del testamento en la que entregaba
sus modestos ahorros a la asociación de vecinos de su barrio sorprendió
bastante menos. Mientras vivió en España lo hizo en un barrio obrero y fue durante muchos años
el presidente de dicha asociación, en ella desplegó toda su vitalidad fomentando
la participación de los vecinos y organizando toda clase de actividades,
festivas y culturales. Él, de las verbenas no era muy partidario, pero allí
conseguía convencer a los padres para que sus hijos recibieran clases de
ajedrez, participaran en excursiones o se iniciaran a la lectura. Todas estas
actividades las organizaba nuestro tío con el mayor entusiasmo y sin hacer
proselitismo de sus extravagantes ideas políticas.
Hubo, por último, una tercera parte del
testamento en la que se nos encomendaba a mi primo y a mí la administración y
reparto de su legado intelectual. La mayoría de la familia no dio importancia a
esto y pensó que se trataba simplemente de repartir sus libros (unos cuantos
cientos, casi todos de ciencia, economía e historia) y sus discos (varias
decenas de long play con música
clásica).
Como nada específico indicaba el testamento
sobre el destino de los discos, decidimos sus albaceas que nadie mejor que
nosotros mismos para instituirnos herederos del legado de vinilo. Así pues,
tras un sorteo con una moneda lanzada al aire, comenzamos mi primo y yo,
alternativamente, a escoger uno a uno sus discos. De allí obtuve alguna de las
joyas de mi discoteca, como las sonatas para chelo de Bach interpretadas por
Pau Casals o las sinfonías de Beethoven por Furtwängler al frente de la
Filarmónica de Berlín, mi primo, por su parte, se llevó un disco con arias de
una jovencísima Victoria de los Ángeles y bastantes obras de zarzuela, género
éste último que yo detesto tanto como él admira, por lo que el reparto fue
pacífico.
A diferencia de los discos, que volaron a
España desde el otro lado del Atlántico, los libros fueron adquiridos por
nuestro tío durante su estancia en España; ciertamente el tío Gabriel volvió a
su país natal con un equipaje más bien magro, dos maletas de ropa y un par de
cajas de madera de tamaño mediano con algunos efectos personales. Vinieron pues
los discos en una de las cajas y fueron los libros adquiridos en los casi
quince años que permaneció entre nosotros.
Los libros sirvieron para inaugurar la
biblioteca que la asociación de vecinos había instalado en un local alquilado
gracias a la herencia en metálico de nuestro tío y que llamó en su honor
“Biblioteca Gabriel Estrada”. En general los libros mantenían cierta coherencia
temática y eran propios del ideario mostrado por el que había sido su
propietario, únicamente existía una excepción, se trataba de varios tomos de la
obra del Padre Feijoo Teatro crítico
universal, una edición póstuma, de 1777, que contenía Discursos varios de todo género de las materias, para desengaño de
errores comunes. Solamente encontramos seis volúmenes de los ocho que,
según supimos después, consultando en una librería de viejo, tiene la obra.
Estaban encuadernados en piel y llevaban impreso un ex libris de un tal Juan
Antonio Pérez Urruti, domiciliado en Buenos Aires, lo que nos hizo suponer que
estos tomos viajaron en una de las cajas de madera junto a los discos. Lo
peculiar de estos libros en el conjunto de la biblioteca del Tío no era su encuadernación
en piel o su antigüedad, sino que los discursos que contenían eran en muy buena
medida una reacción al pensamiento ilustrado y al positivismo que su
propietario idolatraba.
La tercera y última parte del legado
intelectual estaba contenido en las dos cajas de madera que encontramos mi
primo y yo el día que fuimos a liquidar los enseres de la casa. El importe de la venta de esos
enseres, decía el testamento, debería servir como retribución de los testamentarios,
por lo que acordamos con una empresa de compraventa un precio global por todos
los muebles usados, desde los electrodomésticos hasta el dormitorio, todo salvo
la ropa que ya la habíamos entregado en Cáritas y los libros y discos cuyo
destino ya se ha relatado. Pero al sacar de un armario empotrado útiles de
limpieza y herramientas caseras descubrimos aquellas dos cajas de madera de las
que no habíamos vuelto a saber nada desde su llegada al aeropuerto. Han pasado
trece años desde que descubrimos el contenido de las cajas y hasta ahora no hemos
revelado a nadie su existencia.
La caja más pequeña contenía, y aun contiene,
pues mi primo la conserva intacta, varias libretas rellenas de caligrafía
infantil, un libro muy manoseado de Platero
y Yo, editado por Sopena, Buenos Aires 1940, y un total de cuarenta y
cuatro fotografías, prácticamente todas en blanco y negro, salvo media docena,
las más recientes, en color. Las fotografías, hemos calculado mi primo y yo,
debían ocupar un periodo de casi veinte años, entre mediados de los años
cuarenta y el año mil novecientos sesenta y dos; prácticamente en todas tienen
en común una figura femenina desconocida para todos nosotros, Etelvina, según
se puede desprender de una dedicatoria existente en el reverso de un retrato
femenino. Con esta Etelvina, una mujer bastante más joven que nuestro tío, muy
delgada y de rostro dulce, casi aniñado, debió contraer matrimonio el tío
Gabriel a principios de los años cincuenta, según se deduce de la fotografía
del enlace matrimonial, en la que él, con traje oscuro y corbata, posa gallardo
ante el fotógrafo, mientras que ella, con un vestido corto de color claro,
quizás blanco o hueso, sonríe tímida; la fotografía está tomada a las puertas
de una iglesia y ambos parecen muy felices. Los niños debieron venir pronto,
calculamos que en 1952 y 1954 a tenor de lo que recogía el recorte del diario
Clarín, fechado el 12 de noviembre de 1962, que ponía fin al contenido de esta
caja.
ACCIDENTE
EN PALERMO DEJA UN SALDO DE DOCE FALLECIDOS Y 131 HERIDOS.
Un tren embistió a
otro en Palermo causando 12 fallecidos y 131 heridos de diversa gravedad. El
accidente se produjo cerca del Planetario. Ambas formaciones habían partido de
Retiro. Una de ellas, que se dirigía a Tigre, estaba detenida a la espera de la
señal que la autorizara a proseguir viaje; la segunda, que iba a José León
Suárez, la embistió desde atrás. Los heridos fueron trasladados a distintos
hospitales porteños. Sobre las causas del accidente, todo apuntaría a la
probabilidad de un error humano, sin embargo, el gremio de ferroviarios sostuvo
que, por mal funcionamiento de las señales automáticas, los conductores a veces
se ven obligados a no tomarlas en cuenta porque “de lo contrario los trenes se
demorarían una hora y la empresa lo consideraría una medida de fuerza”.
El choque tuvo lugar
a las 11:45, en el puente situado sobre las avenidas Belisario Roldán y
Casares, en pleno bosque de Palermo. La policía ferroviaria ha facilitado el
nombre de los fallecidos: el conductor del tren que embistió, Roberto Noble, y
los pasajeros Etelvina Telerman y sus hijos Juan y María Estrada Telerman, de
diez y doce años de edad respectivamente,...
La caja mayor, debió ser la que transportó
los discos, pues una buena parte de su volumen se encontraba vacío, en su
interior, ocupando apenas una sexta parte del cajón, encontramos una serie de
hojas escritas a máquina. Contiene exactamente 224 folios, la mayoría escritos
a dos caras, que ahora conservo yo. Se trata de reflexiones y pensamientos
mecanografiados y corregidos, pues no contienen ni borrones ni erratas, y los
temas que trata están bien alejados de los discursos sectarios y tremendistas
con los que nuestro tío nos adoctrinaba a su vuelta del exilio. Hay unos
apuntes pasados a limpio de una serie de conferencias que el entonces joven filósofo
de la ciencia Mario Bunge pronunció en Buenos Aires a finales de los
cincuenta, también una serie de pequeños ensayos sobre las
implicaciones filosóficas de los últimos descubrimientos de la mecánica
cuántica. Nuestro tío conocía bien la Interpretación
de Copenhague y, al parecer, se sentía angustiado por la posible
inexistencia de la llamada “variable oculta” propugnada por Einstein, lo que
dejaría al descubierto toda la carga paradójica de este pensamiento. Sin
embargo los escritos más abundantes, y sin duda los más sorprendentes, son los
que podríamos denominar escritos metafísicos, o mejor aún, teológicos. Nuestro
tío que marchó de España ateo y anticlerical en 1939 fue sumiéndose en
progresivas dudas conforme profundizaba en los misterios de la física de
partículas, el último de sus escritos está fechado en 1962, quizás un poco
después del accidente ferroviario, y acaba con un suplicante
- Dios mío, si estás ahí ¿por qué guardas
silencio?
El pensamiento de nuestro tío nos resulta
desconocido entre la fecha de ese último escrito y su vuelta a España, es más,
realmente ignoramos (y mi primo y yo hemos discutido mucho sobre esto) si lo
que manifestaba a la vuelta del exilio era su verdadero pensar, que había
vuelto a las raíces de su juventud, o una mera impostura.
Lo cierto es que decidimos que no pondríamos
en circulación sus escritos hasta que no hubieran muerto sus parientes más
cercanos, es decir, sus hermanos y sus sobrinos. Nuestras madres, la de mi
primo y la mía, fallecieron hace ahora casi un año, murieron como vivieron, de
modo casi simultáneo, como si se hubieran puesto de acuerdo para abandonar a la
vez este mundo ante la imposibilidad de vivir la una sin la otra. Los hermanos
del tío, la abuela Jacinta y el tío Samuel, nos dejaron hace ya muchos años y
al tío Miguel acabamos de enterrarlo. Por eso me he puesto, nada más volver del
cementerio, a redactar estas líneas con las que dar a conocer el extraño ciclo
vital del tío Gabriel e intentar publicar en revistas de pensamiento alguno de
sus artículos. En particular uno de ellos, un pequeño ensayo titulado “El mono
cuántico”, inspirado en la Paradoja del
gato de Schrödinger y en un relato de Borges, es de auténtica calidad
literaria y solidez intelectual.
Sabemos que estas líneas no desvelan el
pensamiento del tío Gabriel, ni su asombroso testamento. Es posible que tampoco
aclare las razones por las que hemos mantenido ocultos sus papeles hasta ahora;
quizás el comportamiento humano no pueda conocerse con precisión, acaso sea
como el de esas partículas subatómicas que tanto obsesionaron a nuestro tío y
de las que sólo se puede conocer la probabilidad de estar en un determinado
estado.
Nunca sabremos a ciencia cierta si el tío
Gabriel fue un héroe, un loco o un farsante, o un poco de todo, o a veces una
cosa y a veces otra, o quizás, como en la física cuántica, sólo existan estados
de probabilidad de que fuera una cosa u otra....
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