Carmela
Iraberri, septuagenaria, se balancea en su mecedora; su memoria reciente se
encuentra deshilvanada, cubierta por un tupido manto de penumbra y horadada por
profundos pozos donde se pierde en ocasiones hasta el nombre de su hija o el
suyo propio, pero recuerda con perfecta nitidez la tarde del 12 de junio de
1924 cuando Florentino Duarte se mató por amor frente a la balconada de su
casa.
Carmela
Iraberri, aún hoy, puede sentir la brisa fresca de aquel atardecer traspasando
la celosía frente a la que pasaba las tardes, en compañía de su hermana,
bordando su ajuar hasta el declinar del sol. La campana de la iglesia de la
Inmaculada Concepción llamaba a los oficios de las ocho y algunas mujeres
rezagadas, con sus cabezas cubiertas por velos, cruzaban con premura la calle
Mayor para acudir a la última misa del día.
Su hija
Josefina le trae la merienda, café con leche muy caliente, casi hirviendo, y un
trozo de pan para hacer sopas, desde que tiene uso de razón su madre siempre ha
merendado lo mismo, aunque ahora que la enfermedad hace naufragar su mente en
un mar insondable apenas si lo recuerda, y a veces pregunta “¿qué me traes,
niña?”. Josefina, al principio, sujetaba las lágrimas y no contestaba para que
su madre no le notara la voz entrecortada, pero ahora se ha acostumbrado y
repite resignada “es lo de todas las tardes, madre, pan migado en café con
leche”.
Carmela, a
veces, no recuerda que significa café con leche, pero puede ver con toda
claridad a Florentino Duarte atravesando la calle Mayor con las últimas
campanadas de las ocho, su traje de los domingos de color gris oscuro a rayas,
la camisa blanca abotonada hasta el cuello, sin corbata, los botines negros
relucientes de betún; evoca, como si lo tuviera ante sí, su paso decidido hasta
pararse frente al balcón de su casa. Probablemente entonces no se percató, pero
la memoria posee licencia para reconstruir los hechos y ahora advierte que el
bolsillo derecho de la chaqueta está deformado por el peso del revolver.
A la abuela la saca su nieta a pasear
después de merendar, al atardecer, pero no más allá de las nueve, porque a esa
hora empiezan a merodear por el parque los macarras y las prostitutas más
tempraneras. Viven en un barrio de las afueras de la ciudad donde, con la caía
del sol, aparecen como desde el fondo de una caverna mujeres pálidas, de voz bronca y mirada
perdida; a Laura le dan miedo estas apariciones y vuelve a casa con su abuela
antes de que el sol se ponga. Sabe la nieta, por sus conversaciones con la
abuela durante los paseos vespertinos, que Carmela Iraberri nació en un pueblo
de la provincia de Salamanca, donde pasó la niñez y la primera juventud,
también conoce que sus bisabuelos, de origen vascongado, abandonaron con sus
dos hijas aquel pueblo repentinamente y emigraron a Granada, donde nació su
madre y ella misma, pero por algún motivo nadie ha querido contarle la causa de
aquel inesperado y largo viaje. No obstante, Laura, por conversaciones oídas a
hurtadillas y los elocuentes silencios que se producen en las conversaciones de
los mayores cuando ella aparece, ha podido deducir que la mudanza a las tierras
del sur se hizo por lo que ella llama “un idilio de la abuela”.
La nieta
siempre ha mantenido muy buena relación con la abuela y desde niña se ha
interesado por aquel extraordinario suceso que obligó al traslado de su familia
materna desde el pueblo castellano a esta ciudad, por eso, cuando no estaba
presente su madre, siempre reacia a hablar de esta historia, interrogaba a la
abuela sobre el mismo y ésta, con una sonrisa en los labios y un brillo en los
ojos que Laura sólo apreció al hacerse mayor, siempre respondía con la misma
enigmática frase: “Entonces, cuando aquello ocurrió, yo tenía quince años,
cuando tú tengas esa edad te lo contaré, porque sólo entonces podrás comprenderlo”.
Desde la primera vez que oyó esta frase, lo que Laura más ha anhelado en su
vida es cumplir quince años para conocer la misteriosa historia de la abuela.
La historia
que tanto interesa a la nieta se remonta a principios de siglo, cuando Carmela,
hija de unos agricultores acomodados que habían llegado años atrás a las
feraces tierras de la Armuña huyendo de los estragos de las guerras carlistas
en su Vizcaya natal, jugaba en la plaza de la iglesia con Florentino, el hijo
de unos aparceros de su padre. A los padres de Carmela, de ideas liberales, no
les importaba demasiado la diferencia social en el juego de los niños y habían
procurado educar a su hija con criterios poco apegados a la mojigatería social
que impregnaba la España de la Restauración. Algunos años después, cuando
Carmela tenía quince años y Florentino diecisiete, los jóvenes entraron en
relaciones; Florentino acudía todas las tardes a las ocho en punto frente al
número siete de la calle Mayor para que Carmela pudiera verlo a través de la
celosía de la habitación de la costura en la primera planta, y un día a la
semana se le permitía hablar con ella en una ventana sin rejas de la planta
baja. Pero de nada de esto se acuerda ya Carmela.
Laura, que
cumplirá mañana quince años, desde hace unos meses teme que su abuela no pueda
recordar la historia que con tanto anhelo ha esperado, la enfermedad de Alzheimer avanza
con tal rapidez que es posible que haya borrado de su memoria ese suceso
misterioso que tanta curiosidad despierta en la nieta.
Tampoco
recuerda Carmela sus días de amargo llanto cuando llegó la noticia de que
Florentino Duarte había desaparecido en la evacuación de Xauen, dispuesta por
el general Primo de Rivera durante la guerra africana para la que había sido
movilizado. Durante varios meses nada se supo de él, al principio se le dio por
desaparecido y luego por muerto.
A veces la
memoria se reconstruye trenzando los recuerdos a través de las generaciones,
por ello, estos recuerdos perdidos por la abuela los atesora la madre como si
de una pequeña joya familiar se tratara, las historias oídas a su madre a lo
largo de toda su vida, cuando la memoria y la lucidez le permitían ser una bertsolari*,
ahora forman parte de la memoria
familiar que va a ser transmitida a la nieta con motivo de su decimoquinto
cumpleaños. Josefina cuenta a Laura que tras la rendición del caudillo Abd
el-Krim a las tropas francesas se liberaron a medio centenar de prisioneros
españoles, entre ellos Florentino Duarte; pero durante el periodo que se creyó
muerto al prometido de su abuela, sus padres concertaron para ésta un
matrimonio de interés; las rentas de la tierra habían caído rápidamente en muy
poco tiempo a causa de la sequía, y para mantener un nivel de vida decoroso los padres
no encontraron mejor solución que arreglar la boda de Carmela con el hijo de un
médico de la capital, Don Víctor Burgos, un hombre acaudalado que tenía cierta
dificultad en encontrar esposa para su vástago, un pimpollo mujeriego y
juerguista, estudiante de medicina en la Universidad desde antes que asesinaran
a Canalejas. Cuando Florentino volvió
al pueblo, cuenta la madre, sus abuelos emigraron a Granada para evitar
a la hija la contrariedad de ver al prometido que creía muerto y zanjar los
pactos prematrimoniales con la familia del médico.
Carmela
Iraberri mantiene prístino en su memoria el momento en que Florentino Duarte
sacó el revolver del bolsillo de la chaqueta, lo apoyó en su sien con un
movimiento que ahora diría fue parsimonioso y murmurando el nombre de su amada
lo disparó ante el número siete de la calle Mayor. Carmela piensa contarle a su
nieta que ella ha sido la única mujer a la que el prometido se le ha muerto dos
veces, y también piensa contarle cómo esa misma tarde, justo después del
almuerzo, escapó de su casa por la puerta del corral, cómo se entregó a su
amado sobre un lecho de flores junto al río y cómo a consecuencia de aquella
pasión nació su madre, que siempre ha sobrellevado muy mal ser hija de un
suicida, pero para Carmela Iraberri esos son los únicos recuerdos de su vida
que ha merecido la pena conservar.
*
bertsolari. En euskera, cierto tipo de narrador oral
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