El inspector Auster se
encontró aquella mañana sobre la mesa los informes de tres casos, con una nota
del comisario en la que le indicaba que abandonara todo lo demás y se dedicara
en exclusiva a ellos.
Los tres casos presentaban
similitudes, mujeres de mediana edad, en torno a los cincuenta años, del mismo
barrio, habían aparecido muertas sin aparentes signos de violencia
exterior. Todo parecía indicar que
se habían suicidado: una arrojándose a las vías del metro al paso de un convoy, otra saltando desde
un quinto piso al patio interior del edificio de vecinos donde residía y la
tercera atiborrándose de aspirinas, lo que le produjo una úlcera y la
inevitable hemorragia que la desangró.
El inspector leyó los
informes de la policía científica y del forense, no había nada que indicase la
participación de un tercero en aquellas muertes, pero su instinto le decía que
no podía ser casualidad.
Acudió al instituto forense
para examinar los cadáveres en busca de alguna pista que hubiera pasado
desapercibida hasta ese momento y descubrió una coincidencia asombrosa. Las
tres mujeres parecían recién salidas de la peluquería.
En el barrio donde vivían las
víctimas había varias peluquerías, pero después de algunas discretas
indagaciones averiguó que las tres eran clientas de la peluquería Tokio.
Se anunciaba como un salón de
manicura, estética y relajación, pero al entrar el local el inspector tuvo la
impresión de que no era más que una modesta peluquería de barrio. Al frente de
la misma había sólo una persona, Nuria, una peluquera de unos treinta años, no
muy alta, morena y con el pelo corto pero muy cuidado. Su mirada era penetrante
y su voz tenía un extraño acento extranjero que el inspector no supo
identificar.
Auster se hizo pasar por un
cliente y preguntó si le podía hacer la manicura y cortarle el pelo. Ella
respondió con una amabilidad que al inspector le pareció fingida.
—
¡Cómo no!
Mientras le enjabonaba la
cabeza la peluquera comenzó a hablar del sol que declina y de una misteriosa
niebla negra que inundaba las tardes en algunas ciudades. El inspector sintió
algo de desasosiego, pero la animó a continuar. Nuria continuó hablando con voz
despaciosa y casi susurrante. Auster comenzó a sentir que el desasosiego se
convertía en un abatimiento profundo y cuando Nuria pronunció la frase “ya no
humano” el inspector decidió salir de la peluquería prácticamente huyendo, tambaleante, apenas balbuceando una
excusa, dejó un billete de veinte euros sobre el mostrador.
Al salir a la calle vio
acercarse a un camión, de esos que transportan combustible, y sintió el deseo
de arrojarse bajo sus ruedas. Su mente estaba envuelta en una densa niebla
negra, la luz del sol había declinado completamente y ya no se sentía humano.
Cerró los ojos y se dispuso a lanzarse, en ese momento una mano sujetó con
fuerza su brazo.
—
¡No, tú no!, dijo la peluquera.
Auster abrió los ojos, y
vio su cara a uso centímetros de la suya. Y en ese momento tuvo que decidir
sobre el dilema más importante de su vida, besar los labios que le ofrecían o
sacar las esposas.
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