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Óleo de Cristina Megía

viernes, 24 de agosto de 2012

La mula (Navidad 2008)



Los concejales se presentaron puntuales en el ayuntamiento, ante la mirada atónita de los funcionarios municipales que jamás habían visto a ninguno de ellos a tan temprana hora. Por lo general los más madrugadores aparecían por la casa consistorial a eso de las nueve, los tenientes de alcalde un poco antes de las diez y el alcalde siempre pasada esta hora. Su orden de entrada respetaba una jerarquía implícita, de modo que un concejal de menor rango nunca llegaba después que otro de mayor grado o posición. La sorpresa era no sólo por ver a tantos concejales a las ocho de la mañana, sino porque el alcalde hubiera convocado la junta de gobierno para cuando apenas despuntaba el sol.
 Los ediles desconocían la razón por la que el alcalde los había citado a tan intempestiva hora  y se preguntaban por el misterioso enunciado del orden del día, en el que se convocaba sesión extraordinaria y urgente con un único punto: “Hurto de símbolo navideño”.
Mientras debatían estos pormenores entró en la sala el secretario municipal, circunspecto y envarado les dirigió un displicente saludo y se dirigió con largas zancadas a su asiento habitual. Nadie osó a preguntarle por el obligado madrugón o por el contenido de la sesión, pues aquella mañana traía cara de pocos amigos y ya conocían su previsible respuesta: “Pregúntenles a su señoría”. El secretario se refería normalmente al alcalde por su nombre de pila, pero cuando la situación se ponía tensa lo llamaba por su cargo, “el señor alcalde” y si verdaderamente pintaban bastos, como parecía aquella mañana, se refería a él con el tratamiento de “su señoría”, al que tenía derecho según las normas del protocolo municipal.
Su señoría entró hosco, con expresión avinagrada y paso rápido. Sin mediar explicación se sentó en su sillón y solicitó, más bien ordenó, que todos tomaran asiento. Con voz solemne relató el objeto de aquella junta de gobierno:
 ─ Ayer por la tarde, el jefe de mantenimiento, al desembalar las figuras del  Nacimiento, descubrió que una de las cajas estaba vacía. Algún desaprensivo ha robado la mula del pesebre. En estas circunstancias, ─ continuó compungido ─, es imposible montar el portal de Belén en la plaza, tal y como hemos venido haciendo desde que soy alcalde.
Terminada su breve alocución guardó silencio y miró con fijeza a sus concejales. Éstos permanecieron inmóviles, con la vista gacha, sin atreverse a dirigirse la mirada entre ellos o fijarla en los brillosos ojos del alcalde. Algunos, de soslayo, dirigieron una disimulada mirada al secretario, pero éste, que no en vano tenía ya varios lustros de experiencia profesional, supo mantener cara de póquer, como hacía siempre ante cualquier asunto que se debatiera en pleno o comisión, por disparatado que éste fuese.
Pasados unos segundos la concejala de asuntos sociales propuso, ingenuamente, que se comprara otra mula. El alcalde le respondió de malos modos porque, al parecer, el interventor municipal ya le había advertido que no existía presupuesto para comprar mulas. Además, ─ continuó el primer edil en un tono fronterizo a la indignación ─ ¡el problema no es la ausencia de la mula, sino lo simbólico del robo!
Nuevamente un espeso silencio inundó la sala, sólo se oía el rayado de la pluma del secretario que impertérrito levantaba acta de lo que allí se decía. Los concejales esperaban que el alcalde revelara el valor simbólico del robo, pero ante su mutismo la mayoría decidió aplicar la regla de oro de la política en época de tribulaciones: callar y esperar a que escampe.
El silencio lo rompió, al cabo de un tiempo que pareció interminable, el concejal de urbanismo, que en su condición de primer teniente de alcalde y hombre fuerte del ayuntamiento se consideró en la obligación de tomar las riendas del asunto. Se trataba de un tipo duro, acostumbrado a negociar con promotores y otra gente de dudosa reputación, al que no le temblaba el brazo en los duros pulsos especulativo-inmobiliarios. Propuso lo que él denominó “una recalificación de los equipamientos no lucrativos del portal de Belén”, sustituyendo a la mula y el buey por elementos no figurativos de acero o metacrilato, dando así un toque postmoderno a la Natividad. Una mirada fulminante del alcalde bastó para comprender que la experiencia urbanística no es siempre trasladable, como tan a menudo piensan los ediles del ramo.
Esto dio la oportunidad de intervenir al concejal de economía, quien aprovechó la ocasión para convencer a sus compañeros que la mula simbolizaba la bondad desinteresada y el fervor ecológico, exponiendo a continuación con todo detalle su plan. Con maquiavélicos propósitos los alcaldes suelen encomendar la delegación de economía a los concejales más ingenuos o quizás a los más pretenciosos; éstos, al inicio de su mandato, se creen el centro del mundo y toman con gesto severo el mando de las responsabilidades financieras del ayuntamiento, sin embargo pronto comprenden que la escasez de recursos convierte su trabajo en un sinfín de sinsabores, presiones y problemas para los que disponen de escaso margen de maniobra. Añadan a esto que sus pocas ideas innovadoras son sistemáticamente cercenadas, sin piedad alguna, por la guadaña que el interventor municipal reserva para estas ocasiones y que emplea con gran solemnidad no exenta de cierto placer sádico. Todo esto suele convertir a los concejales de economía en seres maliciosos.
Tras oír la idea del prócer de economía, a su señoría se le iluminó la cara, pero se limitó a decir con sequedad: “De acuerdo, se adopta la propuesta por unanimidad. Tome nota señor secretario”.
A la mañana siguiente Luisito, acompañado de su abuelo, esperaba el primero de la cola para visitar el Nacimiento municipal. Cuando el policía local abrió sus puertas, el niño quedó fascinado por las hermosas construcciones que se iluminaban desde el interior, por la majestuosidad de los camellos que movían su cuello arriba y abajo, y por el río de agua cristalina que bajaba desde la cumbre de las montañas. Pero al acercarse al portal donde se resguardaban María y José con el Niño,  Luisito quedó perplejo.
¡Abuelo, abuelo!, exclamó tirando de la manga de su acompañante: ─ ¿Qué hace la foto de ese hombre en el lugar de la mula? ─ En efecto, una fotografía de un sonriente alcalde ocupaba el lugar simbólico y material de la mula hurtada.

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