Tendríamos unos doce años el curso en que apareció en
nuestra clase Olzowski, un nuevo alumno algo misterioso, pues mezclaba su
apellido de origen polaco, según él mismo aseguraba, con un habla atravesada
por un hondo acento andaluz. Su carácter hosco y huraño no nos permitió
adivinar mucho más de las circunstancias en las que se produjo tan sorprendente
combinación.
No recuerdo su nombre de pila, en nuestro colegio nos nombrábamos
por los apellidos, pero sí su aspecto desaliñado, su piel cetrina, el pelo
siempre alborotado y una voz metálica, algo bronca y a veces chirriante; pero
la imagen más arraigada en mi memoria es, sin duda, la de su mirada fría,
intimidatoria, que sostenía desafiante augurando lo peor para quien osara
mantenerla.
Olzowski era camorrista y un pésimo estudiante, por eso,
quizás, el padre José Manuel decidió sentarlo junto a mí en clase, yo era su
polo opuesto, un alumno aplicado y tímido, jamás me peleé con nadie y
probablemente nunca estuve a menos de diez metros de cualquier bronca.
Lo recuerdo sentado a mi
derecha, en uno de aquellos pupitres para dos, de tapa gris y asientos
abatibles, escribiendo con su letra de párvulo, sin saber dividir y mezclando
en su libreta de anillas las hojas cuadriculadas, garabateadas con ejercicios
de las diferentes asignaturas, sin ningún orden.
No puedo decir que llegáramos
a hacernos amigos, pero sí a profesar un sincero afecto el uno por el otro, yo
intentaba ayudarle con los ejercicios de clase y lo dejaba copiarse en los exámenes,
él, por su parte, ejercía sobre mí una especie de protección, bien es cierto
que yo no solía tener problemas con los demás niños del colegio, pero desde que
Olzowski se sentó a mi lado yo me sentía invulnerable.
Mi compañero de pupitre no
volvió al curso siguiente y nadie supo dar noticias de él, pero hubo algo que
lo hizo permanecer en la memoria de todos nosotros, algo que nunca falta en las
conversaciones de los antiguos alumnos cuando a veces nos encontramos, incluso
ahora, casi treinta años después; eso que ha fijado a Olzowski en la memoria de
todos nosotros fue la irrupción de su madre en nuestro aula durante una mañana
de invierno.
Ella sólo fue una vez al
colegio, probablemente alertada por los padres escolapios del comportamiento y
los malos resultados académicos de su hijo, llamó educadamente a la puerta de
la clase y entró; altísima, delgada, envuelta en un abrigo que debió dejar
maltrecha a una buena parte de la fauna siberiana y un magnífico gorro de piel
blanca; iba maquillada y andaba con una elegancia animal, como flotando en el
aire, envuelta en una luminosidad que no parecía proceder del tímido sol de
diciembre sino que emanaba de ella misma, su voz era despaciosa y sofisticada,
procurando una dicción clara pese a su evidente acento eslavo. Los niños no lo
dudamos, se trataba de una duquesa rusa; cómo Olzowski podía ser hijo de la
nobleza no era más que otro de los inexplicables misterios de nuestra infancia,
pero la imagen de la madre de Olzowski, tan distinta a nuestras madres,
entrando como una diosa en nuestra clase es algo que nunca olvidaremos.
Hace un par de años, paseando con mi hija pequeña
por el centro de la ciudad, nos detuvimos ante el escaparate de una librería,
allí un rey Gaspar muy poco convincente repartía caramelos entre los niños, sus
ropajes estaban ajados y colocados con poca gracia, como si le hubieran caído
desde un segundo piso, su barba rizosa, de un algodón desteñido, dejaba ver
parte del mentón y colgaba de sus orejas por medio de unas gomas demasiado
visibles, la corona caía sobre su cabeza de medio lado, como el sombrero de un
cowboy, pero, ciertamente, lo que hacía totalmente increíble al supuesto Mago
de Oriente era su mirada helada, desprovista de cualquier afecto, que al
cruzarse con la mía se volvió desafiante y justo cuando yo estaba a punto de
bajar los ojos para evitar una posible pendencia, una voz metálica y algo
bronca dijo:
- ¿Quieres
un caramelo, niña?
Su mirar se dulcificó
por un momento y su boca esbozó una sonrisa que se me antoja fue la primera en
mucho tiempo. Reconocer a Olzowski bajo aquel atuendo, después de casi treinta
años, fue mi mejor regalo de Navidad aquel año. No puedo asegurar que él me
reconociera a mí, pero quiero pensar que aquella sonrisa se la arrancó el
recuerdo de aquel curso de 1975.
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