El
niño está en la cama con una pierna escayolada, no
es nada grave, sólo una lesión producida mientras jugaba al fútbol. El extremo
contrario corría por la banda como un demonio y él, imaginándose Roberto
Carlos, cerró los ojos y cruzó su pierna sobre la previsible trayectoria del
balón. Su ímpetu, o más bien su poca destreza, le hizo lanzarse demasiado
pronto y al número siete del equipo rival no le costó demasiado saltar la
pierna del defensa, llevándose el balón bien pegado a sus pies. El protagonista
de nuestro relato cayó mal, se provocó un esguince y acabó en el dispensario.
Él es del Real Madrid, aunque también
del equipo de su localidad, pero cuando juega al fútbol, aunque sea en un
descampado o en una calle con poco tránsito, siempre se imagina que viste la
camiseta merengue con el número tres a la espalda.
Debido
a su lesión, su madre le prodiga mimos a los que él no estaba ya acostumbrado.
Al principio le parecía que alguien con doce años, ya casi trece, no debería
ser tratado como un niño pequeño, pero la tarde anterior, tras contemplar la
cara y los gestos de envidia de su compañeros de clase, cambió de opinión. La
enfermera-madre, como él cariñosamente la llamaba, había preparado limonada y
pastelillos para todos, pero a él se los sirvió en una bandeja, para que no
tuviera que levantarse de la cama. A sus colegas les pareció que vivía como un
sultán.
Nuestro
protagonista se llama Nayib y vive en Jenin, en Palestina. Su vida es como la
de cualquier niño de su edad en la Cisjordania ocupada, va a la escuela y a la
mezquita, siente terror las noches
en que los aviones del ejército israelí pasan con vuelos rasantes sobre su
barrio y una vez, durante la segunda Intifada,
vio, escondido entre las ruinas de una casa destruida, cómo sus primos lanzaban
piedras contra una tanqueta del ejército hebreo y escuchó el fuego real con el
que los soldados respondieron.
O
acaso nuestro protagonista se llame Ben Zvi y viva Nahariyya, la ciudad más al
norte de Israel. Su vida es como la de cualquier niño de su país, va a la
escuela y a la sinagoga, siente pánico cuando oye que un terrorista suicida ha
hecho explotar una bomba, quizás en un mercado como al que va su madre todas
las semanas, y una vez vio los restos calcinados de un autobús en el que se
había inmolado un terrorista de Hamas.
A
Nayib, sus primos, dos o tres años mayores que él, le dicen que ellos son de la
Yihad, que en cuanto tengan edad
suficiente se convertirán en mártires para expulsar al infiel de sus tierras y
que Alá los premiará en el Paraíso con un harén de huríes. A Nayib le gustaría decirles a sus primos que él de mayor
quisiera ser médico, vestir una bata blanca con un fonendoscopio al cuello e ir, al menos una vez en la
vida, al Santiago Bernabéu. Pero le da vergüenza que lo consideren un blasfemo,
o lo que es peor, un cobarde. Por eso les dice que él también es de la Yihad.
A
Ben Zvi, en cambio, le gustaría ser ingeniero y construir puentes y carreteras,
incluso para los palestinos. Pero eso no lo dice nunca cuando está delante su
tío Benjamín, porque éste, con su voz de trueno, siempre está recordando cómo
los árabes, en 1967, decidieron destruir el estado de Israel y arrojar a los
judíos "que quedasen vivos" al mar. Su mirada se pierde en el
infinito cuando recuerda cómo ellos, el heroico ejército israelí, los
derrotaron en sólo seis días. Benjamín Herzl, en esa guerra, era cabo primero
de intendencia, responsable de una panadería a cientos de kilómetros del
frente, pero hablaba como si hubiera sido el mismísimo Moshen Dayan.
Nayib
observa su mundo, un país pobre, devastado por la guerra, donde los edificios y
las carreteras se destruyen y reconstruyen para ser de nuevo destruidas, en el
que la muerte ejerce su cotidiana labor a cara descubierta y donde los más
exaltados reaccionan, en una espiral continua de violencia, llamando a la
guerra santa. Pero él no siente rencor hacia los judíos y desearía construir
una nueva Palestina, como si el pasado no hubiera existido. Nunca lo dice, pero
admira a los israelíes por como fueron capaces, en medio del desierto, de hacer
un país nuevo y próspero, donde es posible una vida agradable. Imagina que a
los niños del país vecino no les debe ser difícil conseguir una camiseta
auténtica del Real Madrid.
Ben
Zvi cree que no se puede vivir en permanente estado de guerra con los árabes,
que el Holocausto sucedió hace mucho tiempo y que ahora hay que afrontar un
futuro de convivencia con sus vecinos. Él cree, aunque esto no se lo diga a
nadie, que habría que devolver los territorios ocupados a los palestinos y
vivir ambos en paz. Sueña con un gran estadio de fútbol en Jerusalén, donde
pudieran jugar tanto el equipo árabe como el equipo hebreo de la ciudad, y
donde, quizás, algún día vendría a jugar el Real Madrid, el mejor equipo del
mundo.
Nuestro
protagonista, tanto da que se llame Nayib como Ben Zvi, se ha levantado de la
cama al oír un gran estruendo a lo lejos. Va saltando sobre la pierna sana
porque el médico le ha prohibido que apoye la escayolada. Asomado a la ventana,
mientras recupera el ritmo de la respiración alterado por el esfuerzo, ve
desvanecerse la nube blanca de una explosión y piensa que cuando él sea mayor
estas cosas ya no ocurrirán.
Este
invierno quizá pueda hacer el viaje prometido por sus padres a la ciudad de
Belén, en la escuela le han hablado de Jesús de Nazaret, que nació allí hace
dos mil años. Presiente que en ese lugar encontrará la inspiración sobre cómo
arreglar las disputas con sus vecinos.
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