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Óleo de Cristina Megía

viernes, 24 de agosto de 2012

Marta y la hipótesis de Riemann (2010)



En las largas caminatas que dábamos entre el Instituto y el campus de la Universidad, David me confesó en varias ocasiones: “A veces creo que estoy a punto de comprenderlo todo. Pero no.”
Como ninguno de los dos éramos muy habladores, la mayor parte de nuestros paseos transcurrían en silencio, de vez en cuando alguno realizaba un comentario o una observación, pero sin esperar respuesta del otro. No había conversaciones en sentido propio, sino más bien un intercambio inconexo de ideas, a veces de meras ocurrencias, sólo cuando nos sentábamos a descansar en la sala del Instituto, frente a la gran chimenea, la conversación fluía con cierta naturalidad.
Uno de nuestros recorridos preferidos era el que discurría entre el edificio de Matemáticas y las casas en las que se alojan los profesores, aquél por el que transitaron frecuentemente, hace ahora medio siglo, el físico Albert Einstein y el matemático Kart Gödel. Este sendero, con piso de grava y sombreado por grandes árboles, lo recorríamos en completo silencio, sobrecogidos, como si transitáramos por un lugar sagrado, quizás con la vana esperanza de que algo del genio de sus antiguos caminantes hubiera quedado flotando en el ambiente y pudiera ser absorbido por nosotros.
David era un joven matemático chileno que trabajaba como miembro visitante en el Instituto de Estudios Avanzados en problemas relacionados con la hipótesis de Riemann. Era investigador en el mismo centro en que lo fueron Einstein y Gödel,  aunque él, pese a su admiración por ambos genios, no le daba mucha importancia a esta coincidencia. A David sólo había dos cosas que le apasionaran: la hipótesis de Riemann y Marta. Yo por mi parte tenía una humilde beca posdoctoral en la cercana Universidad de Princeton, donde investigaba las conexiones entre la mecánica cuántica y la teoría general de la relatividad, y no tenía ninguna Marta que me agitara el alma.
Mi amigo tenía una mente excepcional y a diferencia de mí, que no pasaba de ser un esforzado y poco brillante estudiante posdoctoral, él tenía un don para transitar por los caminos más difíciles de las matemáticas y alcanzar, con sorprendente facilidad, cimas hasta ese momento inaccesibles para los demás.
David llegó a Princeton desde Santiago de Chile el mismo año que yo aterricé procedente de Madrid, pronto hicimos amistad unidos por el idioma y la afición al fútbol. Él era entusiasta del Colo Colo y yo del Real Madrid, lo que motivó largas y apasionadas discusiones. De entre todas ellas recuerdo una en la que él, con la cara congestionada, relataba con énfasis y entonación afectada el legendario partido del 22 de agosto de 2003, en el que los caciques vencieron a los merengues por 2-0, estando yo presente ¾ declamaba David con voz engolada ¾  en las gradas del Estadio Monumental de Chile. Aquel partido ha quedado en el imaginario de mi amigo y en el de muchos futboleros chilenos, no sólo por la victoria santiaguina, sino porque en aquel año lideraba al Real Madrid Iván Zamorano, probablemente el mejor jugador andino de la historia.
Marta, “la que duele” como él la llamaba, era una novia que dejó para irse a EE.UU. o quizás fuera ella quien rompió la relación antes de que él partiera hacia Norteamérica, nunca he sabido quien abandonó a quien, ni las causas de la separación, lo único cierto es que el dolor por la pérdida de Marta no lo abandonó en los dos cuatrimestres que compartimos caminatas y amistad. En los momentos de mayor melancolía David ponía en su pequeño reproductor de música el aria M'appari tutt' amor cantada por un desconocido (y pésimo) tenor y lloraba con gruesas lágrimas.
Su antigua novia era una fuente inagotable de desdichas para David, las desventuras pasadas con ella y sus innumerables traiciones no parecían tener fin en los relatos que el chileno hacía de su vida en Santiago.  David me decía que no la comprendía pero que la amaba con toda su alma, yo le reprendía diciéndole que era un adicto al dolor y que necesitaba a Marta para mantener un elevado nivel de desgracia vital.
Un día, muy de mañana, me llamó por teléfono y me contó entusiasmado que había hecho un importante descubrimiento sobre la función zeta de Riemann, algo relacionado con el papel de los ceros de la función. Era un paso decisivo en la demostración de la famosa hipótesis, probablemente el logro más importante de los últimos veinte años, me dijo. Quedamos en vernos esa tarde en el sendero de los genios, pero David no apareció.
En el Instituto me comunicaron que había abandonado su habitación a media mañana y comunicado que dispusieran de ella, pues no tenía intención de volver. Me dejó una copia de su demostración, con indicaciones precisas para que no intentara publicarla ni comunicarla a nadie. Nada más, ningún comentario sobre los motivos de su marcha o su destino.
Tardé tres años en saber de él. Un día, estando ya de vuelta en Madrid, localicé su nombre en Internet en una famosa red social, pero todos mis intentos de comunicarme con él fracasaron, pues no respondió a ninguno de mis intentos de comunicación.
Hace ahora justamente un año, cuando se cumplían cinco desde nuestra última conversación telefónica en Princeton, David me envió un correo electrónico. Mi dirección no es difícil de encontrar, pues la página Web de la Universidad madrileña en la que trabajo publica las direcciones de sus profesores, por lo que mi nombre es fácilmente localizable con cualquier buscador.
En el correo no hacía ninguna mención a su desaparición del Instituto de Estudios Avanzados o a su descubrimiento matemático, simplemente contenía algunos comentarios sobre Aristóteles y la “música de los números primos”, así como algunas referencias al clima de Santiago de Chile. Era como en aquellas conversaciones por los senderos de Princeton, deslavazadas e inconexas, pero que precisaban de la compañía del otro.
Yo le relaté mi fracaso con la teoría de cuerdas y mi apacible trabajo como profesor de Fundamentos de la Física a alumnos poco interesados de la Escuela Politécnica, pero no le pregunté sobre su precipitada salida del Instituto americano.
Llevamos un año enviándonos correos el día cinco de cada mes, invariablemente él me los envía a la una de la tarde, hora santiaguera, y yo le respondo dos horas después, a las nueve, hora de Madrid. Hablamos de fútbol, de mecánica cuántica, de filosofía, de tenores wagnerianos o de cómo cocinar el arroz graneado, pero nunca de la hipótesis de Riemann ni de Marta.
Marta llegó a Princeton un poco después de que él se marchara, al parecer le había avisado de su inminente llegada mediante un mensaje al teléfono móvil.  David debió recibirlo  la misma mañana en que me comunicó su descubrimiento, aquel mensaje provocó, sin duda, su precipitada huida.
Cuando supo de su marcha, Marta se sintió decepcionada, aunque no muy sorprendida. Había conseguido un trabajo en Nueva York para estar cerca de David y él, como en otras ocasiones, según me confesó ella, no tuvo el valor de enfrentarse a su inestable relación.
Durante unos días le hice compañía a Marta, luego ella se marchó a  trabajar en el estudio de un afamado escultor español. En tren no se tardan más de dos horas desde Princeton a Nueva York, por lo que nos hicimos frecuentes visitas durante el tiempo en que ella vivió en aquel apartamento de Brooklyn. De aquellos días recuerdo, sobre todo,  la impaciencia del viaje y los atardeceres en Prospect Park. Ahora Marta y yo vivimos juntos en Madrid.
Nosotros nunca hablamos de David, hay un silencio tácito respecto a su persona que me inquieta, pero me falta el valor necesario para afrontar el tema. Temo que se desborde un caudal de sentimientos que no pueda contener, por eso ella no sabe de mi correspondencia con él, ni él de mi vida con ella.
Unos japoneses publicaron hace un par de años una demostración muy semejante a la de David sobre la función z de Riemann, la comunidad científica no parece ponerse de acuerdo sobre su validez, pero cada día que pasa parece confirmarse que aquel no era el camino.

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