En las largas caminatas que dábamos
entre el Instituto y el campus de la Universidad, David me confesó en varias
ocasiones: “A veces creo que estoy a punto de comprenderlo todo. Pero no.”
Como ninguno de los dos
éramos muy habladores, la mayor parte de nuestros paseos transcurrían en
silencio, de vez en cuando alguno realizaba un comentario o una observación,
pero sin esperar respuesta del otro. No había conversaciones en sentido propio,
sino más bien un intercambio inconexo de ideas, a veces de meras ocurrencias, sólo
cuando nos sentábamos a descansar en la sala del Instituto, frente a la gran chimenea,
la conversación fluía con cierta naturalidad.
Uno de nuestros recorridos
preferidos era el que discurría entre el edificio de Matemáticas y las casas en
las que se alojan los profesores, aquél por el que transitaron frecuentemente,
hace ahora medio siglo, el físico Albert Einstein y el matemático Kart Gödel.
Este sendero, con piso de grava y sombreado por grandes árboles, lo recorríamos
en completo silencio, sobrecogidos, como si transitáramos por un lugar sagrado,
quizás con la vana esperanza de que algo del genio de sus antiguos caminantes
hubiera quedado flotando en el ambiente y pudiera ser absorbido por nosotros.
David era un joven matemático
chileno que trabajaba como miembro visitante en el Instituto de Estudios
Avanzados en problemas relacionados con la hipótesis de Riemann. Era
investigador en el mismo centro en que lo fueron Einstein y Gödel, aunque él, pese a su admiración por
ambos genios, no le daba mucha importancia a esta coincidencia. A David sólo
había dos cosas que le apasionaran: la hipótesis de Riemann y Marta. Yo por mi
parte tenía una humilde beca posdoctoral en la cercana Universidad de Princeton,
donde investigaba las conexiones entre la mecánica cuántica y la teoría general
de la relatividad, y no tenía ninguna Marta que me agitara el alma.
Mi amigo tenía una mente
excepcional y a diferencia de mí, que no pasaba de ser un esforzado y poco
brillante estudiante posdoctoral, él tenía un don para transitar por los
caminos más difíciles de las matemáticas y alcanzar, con sorprendente
facilidad, cimas hasta ese momento inaccesibles para los demás.
David llegó a Princeton desde
Santiago de Chile el mismo año que yo aterricé procedente de Madrid, pronto
hicimos amistad unidos por el idioma y la afición al fútbol. Él era entusiasta
del Colo Colo y yo del Real Madrid, lo que motivó largas y apasionadas
discusiones. De entre todas ellas recuerdo una en la que él, con la cara congestionada,
relataba con énfasis y entonación afectada el legendario partido del 22 de agosto de 2003, en el que los caciques
vencieron a los merengues por 2-0, estando yo presente ¾ declamaba David con voz engolada ¾ en las gradas del Estadio
Monumental de Chile. Aquel partido ha quedado en el imaginario de mi amigo y en
el de muchos futboleros chilenos, no sólo por la victoria santiaguina, sino
porque en aquel año lideraba al Real Madrid Iván Zamorano, probablemente el
mejor jugador andino de la historia.
Marta, “la que duele” como él
la llamaba, era una novia que dejó para irse a EE.UU. o quizás fuera ella quien
rompió la relación antes de que él partiera hacia Norteamérica, nunca he sabido
quien abandonó a quien, ni las causas de la separación, lo único cierto es que
el dolor por la pérdida de Marta no lo abandonó en los dos cuatrimestres que
compartimos caminatas y amistad. En los momentos de mayor melancolía David
ponía en su pequeño reproductor de música el aria M'appari tutt' amor cantada por un desconocido (y pésimo) tenor y
lloraba con gruesas lágrimas.
Su antigua novia era una
fuente inagotable de desdichas para David, las desventuras pasadas con ella y
sus innumerables traiciones no parecían tener fin en los relatos que el chileno
hacía de su vida en Santiago. David
me decía que no la comprendía pero que la amaba con toda su alma, yo le
reprendía diciéndole que era un adicto al dolor y que necesitaba a Marta para
mantener un elevado nivel de desgracia vital.
Un día, muy de mañana, me llamó
por teléfono y me contó entusiasmado que había hecho un importante descubrimiento
sobre la función zeta de Riemann, algo relacionado con el papel de los ceros de
la función. Era un paso decisivo en la demostración de la famosa hipótesis, probablemente
el logro más importante de los últimos veinte años, me dijo. Quedamos en vernos
esa tarde en el sendero de los genios, pero David no apareció.
En el Instituto me
comunicaron que había abandonado su habitación a media mañana y comunicado que
dispusieran de ella, pues no tenía intención de volver. Me dejó una copia de su
demostración, con indicaciones precisas para que no intentara publicarla ni
comunicarla a nadie. Nada más, ningún comentario sobre los motivos de su marcha
o su destino.
Tardé tres años en saber de
él. Un día, estando ya de vuelta en Madrid, localicé su nombre en Internet en una
famosa red social, pero todos mis intentos de comunicarme con él fracasaron, pues
no respondió a ninguno de mis intentos de comunicación.
Hace ahora justamente un año,
cuando se cumplían cinco desde nuestra última conversación telefónica en
Princeton, David me envió un correo electrónico. Mi dirección no es difícil de
encontrar, pues la página Web de la Universidad madrileña en la que trabajo
publica las direcciones de sus profesores, por lo que mi nombre es fácilmente
localizable con cualquier buscador.
En el correo no hacía ninguna
mención a su desaparición del Instituto de Estudios Avanzados o a su
descubrimiento matemático, simplemente contenía algunos comentarios sobre
Aristóteles y la “música de los números primos”, así como algunas referencias
al clima de Santiago de Chile. Era como en aquellas conversaciones por los
senderos de Princeton, deslavazadas e inconexas, pero que precisaban de la compañía
del otro.
Yo le relaté mi fracaso con
la teoría de cuerdas y mi apacible trabajo como profesor de Fundamentos de la
Física a alumnos poco interesados de la Escuela Politécnica, pero no le
pregunté sobre su precipitada salida del Instituto americano.
Llevamos un año enviándonos
correos el día cinco de cada mes, invariablemente él me los envía a la una de
la tarde, hora santiaguera, y yo le respondo dos horas después, a las nueve,
hora de Madrid. Hablamos de fútbol, de mecánica cuántica, de filosofía, de
tenores wagnerianos o de cómo cocinar el arroz graneado, pero nunca de la
hipótesis de Riemann ni de Marta.
Marta llegó a Princeton un
poco después de que él se marchara, al parecer le había avisado de su inminente
llegada mediante un mensaje al teléfono móvil. David debió recibirlo la misma mañana en que me comunicó su descubrimiento, aquel
mensaje provocó, sin duda, su precipitada huida.
Cuando supo de su marcha, Marta
se sintió decepcionada, aunque no muy sorprendida. Había conseguido un trabajo
en Nueva York para estar cerca de David y él, como en otras ocasiones, según me
confesó ella, no tuvo el valor de enfrentarse a su inestable relación.
Durante unos días le hice
compañía a Marta, luego ella se marchó a
trabajar en el estudio de un afamado escultor español. En tren no se
tardan más de dos horas desde Princeton a Nueva York, por lo que nos hicimos
frecuentes visitas durante el tiempo en que ella vivió en aquel apartamento de
Brooklyn. De aquellos días recuerdo, sobre todo, la impaciencia del viaje y los atardeceres en Prospect Park.
Ahora Marta y yo vivimos juntos en Madrid.
Nosotros nunca hablamos de
David, hay un silencio tácito respecto a su persona que me inquieta, pero me
falta el valor necesario para afrontar el tema. Temo que se desborde un caudal
de sentimientos que no pueda contener, por eso ella no sabe de mi
correspondencia con él, ni él de mi vida con ella.
Unos japoneses publicaron hace
un par de años una demostración muy semejante a la de David sobre la función z
de Riemann, la comunidad científica no parece ponerse de acuerdo sobre su
validez, pero cada día que pasa parece confirmarse que aquel no era el camino.
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