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Óleo de Cristina Megía

viernes, 24 de agosto de 2012

Constanza (2006)



I
Cada vez que a lo largo de todos estos años recordaba a Constanza, inmediatamente evocaba el perfume dulzón, a jazmines y quizás algo de vainilla, que envolvía su gesticulación nerviosa y pueril, su fingida alegría el día que intentó seducirme.
      - ¡Hola!, ¿Cómo te llamas?, ¿De dónde eres? ¡Te lo pregunto antes de que tú me lo preguntes a mí!.
Constanza era entonces una joven casi de mi misma edad aunque de aspecto aniñado, quizás por ello resultaba un tanto inquietante el desparpajo con el que se movía entre los hombres maduros de aquel local. Recuerdo con ternura su sonrisa de fresa y esa especie de aleteo que realizaba con sus manos, mientras se ponía de puntillas, con un gesto entre coqueto y nervioso.
Yo estuve aquel día tan azorado que apenas farfullé una excusa para librarme de ella, ni siquiera retuve su nombre, y si no fuera por Pep, amigo del alma y guía infalible en asuntos mundanos, especialmente en los femeninos, no hubiera vuelto a relacionar aquel nombre de condesa italiana del Quattrocento con la joven de mirada ambarina.
Pep pertenecía a una familia con posibles y pese a su condición de estudiante sempiterno, cinco años en la universidad y aún estaba en el segundo curso,  podía llevar una vida holgada que incluía una visita mensual a esos lugares de gráciles mujeres. No es que fuera un libertino, tenía novia formal y matrimonio concertado para cuando acabase la carrera, pero una vez al mes sentía la necesidad de vivir su otra vida, ésa que no estaba regida por las convenciones de una familia burguesa ni por los imperativos mercantiles de los negocios paternos. Llevar adelante dos vidas, alternando una y otra, le parecía el mínimo indispensable para que un agnóstico pudiera soportar la existencia.
Mi amigo me había invitado en muchas ocasiones a acompañarlo “por los siete círculos del cielo”, comprometiéndose a ser mi Virgilio en busca de la Beatrice de una noche; hasta aquel día yo me había resistido por razones de esas que habitan en la penumbra que separa la moral de la timidez, sin embargo, aquella tarde había cedido mi resistencia. La euforia provocada por la concesión de una pequeña beca de investigación me había impulsado a traspasar aquel límite que hasta entonces me parecía infranqueable. La beca era de una cuantía ridícula pero suponía cierto desahogo económico para mis dos últimos años de carrera e incluso me permitiría dejar de vestirme como un quinqui, expresión que repetía Pep, mientras festejaba su ocurrencia con unas risotadas destempladas y estentóreas.
Pero de aquellas hermosas mujeres, tan dócilmente dispuestas a cumplir mis fantasías, sólo me quedó el recuerdo de Constanza y el leve roce de su beso de despedida, que hizo menos humillante mi apresurada huída de aquel local.
II
Volví al Donatello dos años más tarde, esta vez solo, una vez acabados mis estudios de Historia del Arte y ya embarcado en una tesis doctoral sobre la cultura de masas y la estética del Kitsch. La excusa era volver a contemplar, y si acaso fotografiar, el David fabricado con tubos de neón rosa que decoraba el falso pórtico que daba paso al salón principal. Me preguntaba cómo el grácil cuerpo juvenil esculpido en bronce por Donatello había podido inspirar la decoración y el nombre de un negocio donde rivalizaban la vulgaridad y la falta de sutileza. Sin embargo era justamente aquel cuerpo grácil y andrógino el que me había atraído de nuevo a ese lugar, o al menos eso me decía a mi mismo.
La escultura de fluorescentes rosados me había provocado, la primera vez que la vi, un extraño desconcierto. Todos los elementos que hacían del original una declaración de belleza sublime se convertían, en su reproducción de neón, en una provocación de fealdad. El delicado adolescente desnudo, a excepción del  sombrero y las calzas de piel, se había transfigurado en un torpe adefesio que apoyaba su pie izquierdo en un amasijo de tubos que debían representar la cabeza de Goliat vencido. Por si todo ello no fuera suficiente, el tubo que representaba la espada que el David sostenía con su mano derecha, parpadeaba, desequilibrando la figura los instantes que permanecía apagado. Mientras tanto, yo mantenía fija mi mirada en aquella espada de feria, obsesionado, notando como se  acentuaba mi desasosiego.
A veces he pensado que quizás no me encontraba ante un falso David sino tan sólo ante un David fingido, como fingidos eran los sentimientos de los que allí estaban, por profesión o por afición. Pep, que seguía siendo cliente habitual de la universidad y de aquel negocio, pretendía convencerme de que no era fingimiento, porque el fingimiento comporta engaño y allí no había tal, se trataba  más bien – insistía mi crapuloso amigo – de un simulacro, en el que todos los actuantes se comportaban como si fuera real lo que tan sólo era simulado; tampoco es real el cine, y todos nos emocionamos con él, insistía Pep, incluso la propia vida que todos consideramos como real, no es más que mero simulacro de sí misma, remataba sentencioso.
Vista así, la escultura se encontraba en un escenario ideal, su desnudez anticipaba la de las sílfides que atendían solícitas a los varones de miradas penetrantes, su impostura cuadraba bien con la de los rufianes ataviados con traje oscuro y pajarita que te trataban de caballero, pero que no hubieran dudado en dejarte medio muerto de una paliza si hubieras intentado dejar de pagar una copa o cualquier otra consumición; en fin, aquella decoración con maderas oscuras y tejidos cálidos, que simulaba  la biblioteca de un nuevo rico al que los libros le parecerían algo innecesario, encontraba en el David de neón toda una declaración de principios.
Pregunté por Constanza en cuanto hube pasado a donde las chicas, al principio tímidamente, fingiendo un interés menor, interesándome por una jovencita delgada, de pelo rubio ondulado, que trabajaba allí hacía algún tiempo. La hilaridad de sus compañeras acompañó a la respuesta de Johana, una rubia de aspecto eslavo y mirada acuosa.
      - Carihno, aquí todas somos jóvenes, rubias y hermosas.
Mi referencia a su acento melodioso, probablemente caribeño, iluminó el rostro de una de las jóvenes que me rodeaban mientras  pronunciaba el nombre de mi condesita, ese que yo había callado por un miedo irracional a que al entrar en contacto con el aire se desvaneciera su recuerdo y que no había  vuelto a escuchar desde que Pep, al día siguiente de mi huida de aquel antro dos años atrás, me espetó entre risotadas:
      - Chico, parece que la Constanza te dejó k.o.
Aquella noche anduve con algo más de aplomo por el local, invité a unas copas a un par de chicas sexys, de esas con escotes que conducen directamente al purgatorio,  y pude saber que Constanza había dejado el negocio meses atrás, que ahora vivía sola en un apartamento en la Gran Vía y que allí atendía exclusivamente a “clientes importantes“ que le enviaba Gabriel, el dueño del local. También me dieron el nombre de un gran centro comercial donde al parecer le gustaba ir los sábados por la tarde, muy temprano, de compras.
Antes de salir del local pregunté a uno de los cancerberos de traje oscuro y pajarita si podía fotografiar al David fluorescente, éste me miró aquilatando en partes iguales el desprecio y la amenaza, me ayudó con cierta contundencia a ponerme el abrigo y con un leve empujón, del que no se me escapó su significado, me sacó del local con un “buenas noches caballero“ por toda respuesta a mi pretensión.
III
No he vuelto al Donatello nunca más; a partir de aquella noche decidí que mi investigación universitaria precisaba la localización de “iconos del arte kitsch” en los nuevos templos de la postmodernidad, los grandes locales comerciales,  así que, siguiendo la indicación de la compañera de Constanza, todos los sábados a primera hora de la tarde me paseaba por las zapaterías, las perfumerías o las tiendas de ropa interior femenina del centro comercial, buscando el objeto de mi deseo .
También aquí tuve problemas; mi insistencia en mirar lo que los clientes habituales no miran, la decoración del local (en busca de representaciones de arte clásico en plexiglás)  y a las clientas del local (en busca de Constanza), provocó la desconfianza de sus dependientes y la estricta vigilancia de unos guardias de seguridad.
Aquel verano vi por segunda en mi vida vez a la condesita; estaba en la terraza al aire libre que había en la azotea del centro comercial, bellísima, de pie, ponderadamente erguida, firmemente apoyada en la pierna derecha, la izquierda comenzando la ascensión de un escalón, la leve inclinación de la cadera que provocaba este movimiento se compensaba con el movimiento contrapuesto del tórax, en la mano izquierda una sombrilla que apoyaba en el suelo y la mirada fija en algún punto indeterminado de éste, de modo que la sombra que proyectaba su sombrero le velaba el rostro.
Yo había paseado durante algunas semanas por el centro comercial con la esperanza de verla de nuevo, pero no había previsto nada para el caso de encontrarme frente a ella, así que me limité a sonreír mientras tímidamente buscaba sus ojos; cuando ella alzó lentamente la cabeza, su mirada se cruzó con la mía, quizá pensó que yo era un antiguo cliente que la miraba con descaro, acabó de subir el escalón y tras un mohín algo infantil, se encogió ligeramente de hombros y mirando hacia atrás, elevó unos centímetros sus talones del suelo, un gesto de coquetería que reconocí inmediatamente; luego, se cogió del brazo del hombre corpulento y barbudo que la acompañaba y abandonaron la terraza por la puerta opuesta a la que yo me encontraba.
IV
A principios de aquel otoño viajé a Berlín, donde permanecí casi dos años completando mi tesis y estudiando la crítica a la cultura en la Bauhaus, con objeto de completar mi tesis doctoral que pensaba titular “Narrativas maestras y el fin del Arte“. Durante ese tiempo la imagen de Constanza en mi memoria fue desdibujando sus perfiles a la vez que su recuerdo me llenaba de melancolía.
Por eso, cuando la vi sentada en el aula  magna de mi antigua Universidad, atenta a la presentación que el decano Puerta Vílchez hacía de mí, el profesor invitado que debía disertar sobre “El modernismo y la crítica del arte puro” en una de las conferencias del ciclo organizado para celebrar el aniversario de la publicación del libro de Umberto Eco “Apocalípticos e integrados”, reviví inmediatamente su perfume dulzón y aquel nervioso aleteo de sus manos, como las de un pequeño pingüino.
Los años habían aportado serenidad a Constanza, su melena ondulada estaba más corta, realzando el rostro y la profundidad de su mirada, aunque mantenía un rictus irónico cuando apretaba con fuerza sus labios, mientras se concentraba en las explicaciones que daban desde la tarima.
Mientras mi colega y amigo hacía una desproporcionada alabanza de mis méritos académicos, busqué en el ordenador que iba a utilizar para proyectar diapositivas la imagen del David de neón de Donatello. La fotografía la había conseguido el infalible Pep, que había hecho valer su condición de cliente antiguo y expuesto al encargado del local una teoría sobre mi fetichismo con las imágenes de adolescentes desnudos, la cual debió parecerles mucho más conveniente que mis entrecortadas explicaciones sobre el interés artístico de la imagen.
Comencé mi conferencia comentando el desnudo del adolescente de luces rosáceas, ese objeto fascinante, forma vacía de contenido, que sintetizaba el éxtasis de la realidad social, llevada al paroxismo del simulacro. Verdaderamente esta vez conseguí sorprender a Constanza,  pude observar cómo  miraba fascinada el icono del Donatello, y me devolvió la sonrisa varias veces que crucé mi mirada con la suya. Al finalizar la exposición, Constanza permaneció sentada mientras un par de alumnos, que competían por acreditar su falta de talento, hicieron unas preguntas propias de la superlativa mediocridad de nuestra Universidad, respondí de mala gana, quizás incluso un tanto grosero, porque estaba ansioso de ver y hablar con Constanza. Al finalizar, entre las felicitaciones y el alboroto del público que pretendía salir del aula, como en una estampida,  sólo pude ver cómo, otra vez, mi condesita se marchaba, ahora por la puerta de la sala que había a la izquierda de la mesa de conferencias. Apenas vislumbré  su silueta perdiéndose por el pasillo, hacia las escaleras.
V
La última vez que vi a Constanza fue en el aeropuerto de Barajas, yo esperaba en la cafetería de la terminal internacional un vuelo que venía con retraso y que debía de llevarme a Filadelfia, donde pensaba permanecer, en principio, un semestre como profesor invitado; Constanza se acercó a mí, por segunda vez en ocho años, y me dijo:
      -¡Hola!, escuché tu conferencia, ¿puedo sentarme?
Había ganado madurez, ya no se ponía de puntillas ni aleteaba con sus manos como el primer día que la vi, y aunque su perfume era más sofisticado, seguía predominando en él la vainilla y los jazmines que a mí me evocaban al Caribe.
Se sentó frente a mí y, sin más preámbulo, comenzó a explicarme su vida desde que se marchó del Donatello. Al principio trabajó para clientes “importantes” que seleccionaba Gabriel, su jefe, el hombre  gordo y barbado que la acompañaba en el Centro Comercial, luego vivió con él durante algunos años, lo que le permitió matricularse en la Universidad y licenciarse en Historia del Arte, y ahora se marchaba a Colombia, su país de origen, donde con los ahorros que había conseguido pensaba poner algún negocio, quizás una galería de arte.
Me recordaba en el Centro Comercial, pues había adquirido fama entre las dependientas y clientas habituales cierto joven sospechoso que paseaba todas las tardes de los sábados a primera hora con intenciones poco claras. Pero fue en la conferencia donde pudo trazar la línea que unía al joven balbuceante que casi huyó de ella en el Donatello, al sospechoso del centro comercial y al erudito profesor que disertaba sobre un David fluorescente.
Hace dos meses - continuó Constanza - apareció Gabriel muerto, decapitado, la policía me ha interrogado varias veces y al final me han exculpado totalmente, relacionan su muerte con las mafias de la droga y la prostitución.
Durante años estuve esperando volver a ver a Constanza para poder decirle cómo su imagen estaba fijada indeleblemente en lo más hondo de mí, y cuando por fin lo conseguí, ella estaba a punto de coger un vuelo a Bogotá.
VI
Ahora, mientras escribo estos recuerdos en la endeble mesilla que se despliega desde el respaldo del asiento que hay delante del mío, estoy volando hacia la capital de Colombia. He pasado los últimos diez años en Estados Unidos, viajando por distintas universidades y ahora que tengo un año sabático he decidido buscar, entre las galerías de arte de  la ciudad andina, una cabellera de oro, una mirada de ámbar y una sonrisa de fresa.

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