I
Cada vez que a lo
largo de todos estos años recordaba a Constanza, inmediatamente evocaba el
perfume dulzón, a jazmines y quizás algo de vainilla, que envolvía su
gesticulación nerviosa y pueril, su fingida alegría el día que intentó
seducirme.
- ¡Hola!, ¿Cómo te
llamas?, ¿De dónde eres? ¡Te lo pregunto antes de que tú me lo preguntes a mí!.
Constanza era entonces
una joven casi de mi misma edad aunque de aspecto aniñado, quizás por ello
resultaba un tanto inquietante el desparpajo con el que se movía entre los
hombres maduros de aquel local. Recuerdo con ternura su sonrisa de fresa y esa
especie de aleteo que realizaba con sus manos, mientras se ponía de puntillas,
con un gesto entre coqueto y nervioso.
Yo estuve aquel día
tan azorado que apenas farfullé una excusa para librarme de ella, ni siquiera
retuve su nombre, y si no fuera por Pep, amigo del alma y guía infalible en
asuntos mundanos, especialmente en los femeninos, no hubiera vuelto a
relacionar aquel nombre de condesa italiana del Quattrocento con la
joven de mirada ambarina.
Pep pertenecía a una
familia con posibles y pese a su condición de estudiante sempiterno, cinco años
en la universidad y aún estaba en el segundo curso, podía llevar una vida holgada que incluía una visita mensual
a esos lugares de gráciles mujeres. No es que fuera un libertino, tenía novia
formal y matrimonio concertado para cuando acabase la carrera, pero una vez al
mes sentía la necesidad de vivir su otra vida, ésa que no estaba regida por las
convenciones de una familia burguesa ni por los imperativos mercantiles de los
negocios paternos. Llevar adelante dos vidas, alternando una y otra, le parecía
el mínimo indispensable para que un agnóstico pudiera soportar la existencia.
Mi amigo me había
invitado en muchas ocasiones a acompañarlo “por los siete círculos del cielo”,
comprometiéndose a ser mi Virgilio en busca de la Beatrice de una noche;
hasta aquel día yo me había resistido por razones de esas que habitan en la
penumbra que separa la moral de la timidez, sin embargo, aquella tarde había
cedido mi resistencia. La euforia provocada por la concesión de una pequeña
beca de investigación me había impulsado a traspasar aquel límite que hasta
entonces me parecía infranqueable. La beca era de una cuantía ridícula pero
suponía cierto desahogo económico para mis dos últimos años de carrera e
incluso me permitiría dejar de vestirme como un quinqui, expresión que
repetía Pep, mientras festejaba su ocurrencia con unas risotadas destempladas y
estentóreas.
Pero de aquellas hermosas
mujeres, tan dócilmente dispuestas a cumplir mis fantasías, sólo me quedó el
recuerdo de Constanza y el leve roce de su beso de despedida, que hizo menos
humillante mi apresurada huída de aquel local.
II
Volví al Donatello
dos años más tarde, esta vez solo, una vez acabados mis estudios de Historia
del Arte y ya embarcado en una tesis doctoral sobre la cultura de masas y la
estética del Kitsch. La excusa era volver a contemplar, y si acaso
fotografiar, el David fabricado con tubos de neón rosa que decoraba
el falso pórtico que daba paso al salón principal. Me preguntaba cómo el grácil
cuerpo juvenil esculpido en bronce por Donatello había podido inspirar la
decoración y el nombre de un negocio donde rivalizaban la vulgaridad y la falta
de sutileza. Sin embargo era justamente aquel cuerpo grácil y andrógino el que
me había atraído de nuevo a ese lugar, o al menos eso me decía a mi mismo.
La escultura de
fluorescentes rosados me había provocado, la primera vez que la vi, un extraño
desconcierto. Todos los elementos que hacían del original una declaración de
belleza sublime se convertían, en su reproducción de neón, en una provocación
de fealdad. El delicado adolescente desnudo, a excepción del sombrero y las calzas de piel, se había
transfigurado en un torpe adefesio que apoyaba su pie izquierdo en un amasijo
de tubos que debían representar la cabeza de Goliat vencido. Por si todo ello
no fuera suficiente, el tubo que representaba la espada que el David sostenía
con su mano derecha, parpadeaba, desequilibrando la figura los instantes que
permanecía apagado. Mientras tanto, yo mantenía fija mi mirada en aquella
espada de feria, obsesionado, notando como se acentuaba mi desasosiego.
A veces he pensado que
quizás no me encontraba ante un falso David sino tan sólo ante un
David fingido, como fingidos eran los sentimientos de los que allí estaban,
por profesión o por afición. Pep, que seguía siendo cliente habitual de la
universidad y de aquel negocio, pretendía convencerme de que no era
fingimiento, porque el fingimiento comporta engaño y allí no había tal, se
trataba más bien – insistía mi
crapuloso amigo – de un simulacro, en el que todos los actuantes se comportaban
como si fuera real lo que tan sólo era simulado; tampoco es real el cine, y
todos nos emocionamos con él, insistía Pep, incluso la propia vida que todos
consideramos como real, no es más que mero simulacro de sí misma, remataba
sentencioso.
Vista así, la
escultura se encontraba en un escenario ideal, su desnudez anticipaba la de las
sílfides que atendían solícitas a los varones de miradas penetrantes, su
impostura cuadraba bien con la de los rufianes ataviados con traje oscuro y
pajarita que te trataban de caballero, pero que no hubieran dudado en dejarte
medio muerto de una paliza si hubieras intentado dejar de pagar una copa o
cualquier otra consumición; en fin, aquella decoración con maderas oscuras y
tejidos cálidos, que simulaba la
biblioteca de un nuevo rico al que los libros le parecerían algo innecesario,
encontraba en el David de neón toda una declaración de principios.
Pregunté por Constanza
en cuanto hube pasado a donde las chicas, al principio tímidamente, fingiendo
un interés menor, interesándome por una jovencita delgada, de pelo rubio
ondulado, que trabajaba allí hacía algún tiempo. La hilaridad de sus compañeras
acompañó a la respuesta de Johana, una rubia de aspecto eslavo y mirada acuosa.
- Carihno,
aquí todas somos jóvenes, rubias y hermosas.
Mi referencia a su
acento melodioso, probablemente caribeño, iluminó el rostro de una de las
jóvenes que me rodeaban mientras
pronunciaba el nombre de mi condesita, ese que yo había callado por un
miedo irracional a que al entrar en contacto con el aire se desvaneciera su
recuerdo y que no había vuelto a
escuchar desde que Pep, al día siguiente de mi huida de aquel antro dos años
atrás, me espetó entre risotadas:
- Chico,
parece que la Constanza te dejó k.o.
Aquella noche anduve
con algo más de aplomo por el local, invité a unas copas a un par de chicas
sexys, de esas con escotes que conducen directamente al purgatorio, y pude saber que Constanza había dejado
el negocio meses atrás, que ahora vivía sola en un apartamento en la Gran Vía y
que allí atendía exclusivamente a “clientes importantes“ que le enviaba
Gabriel, el dueño del local. También me dieron el nombre de un gran centro
comercial donde al parecer le gustaba ir los sábados por la tarde, muy
temprano, de compras.
Antes de salir del
local pregunté a uno de los cancerberos de traje oscuro y pajarita si podía
fotografiar al David fluorescente, éste me miró aquilatando en partes
iguales el desprecio y la amenaza, me ayudó con cierta contundencia a ponerme
el abrigo y con un leve empujón, del que no se me escapó su significado, me
sacó del local con un “buenas noches caballero“ por toda respuesta a mi
pretensión.
III
No he vuelto al Donatello
nunca más; a partir de aquella noche decidí que mi investigación
universitaria precisaba la localización de “iconos del arte kitsch” en
los nuevos templos de la postmodernidad, los grandes locales comerciales, así que, siguiendo la indicación de la
compañera de Constanza, todos los sábados a primera hora de la tarde me paseaba
por las zapaterías, las perfumerías o las tiendas de ropa interior femenina del
centro comercial, buscando el objeto de mi deseo .
También aquí tuve
problemas; mi insistencia en mirar lo que los clientes habituales no miran, la
decoración del local (en busca de representaciones de arte clásico en
plexiglás) y a las clientas del
local (en busca de Constanza), provocó la desconfianza de sus dependientes y la
estricta vigilancia de unos guardias de seguridad.
Aquel verano vi por
segunda en mi vida vez a la condesita; estaba en la terraza al aire
libre que había en la azotea del centro comercial, bellísima, de pie,
ponderadamente erguida, firmemente apoyada en la pierna derecha, la izquierda
comenzando la ascensión de un escalón, la leve inclinación de la cadera que
provocaba este movimiento se compensaba con el movimiento contrapuesto del
tórax, en la mano izquierda una sombrilla que apoyaba en el suelo y la mirada
fija en algún punto indeterminado de éste, de modo que la sombra que proyectaba
su sombrero le velaba el rostro.
Yo había paseado
durante algunas semanas por el centro comercial con la esperanza de verla de
nuevo, pero no había previsto nada para el caso de encontrarme frente a ella,
así que me limité a sonreír mientras tímidamente buscaba sus ojos; cuando ella
alzó lentamente la cabeza, su mirada se cruzó con la mía, quizá pensó que yo
era un antiguo cliente que la miraba con descaro, acabó de subir el escalón y
tras un mohín algo infantil, se encogió ligeramente de hombros y mirando hacia
atrás, elevó unos centímetros sus talones del suelo, un gesto de coquetería que
reconocí inmediatamente; luego, se cogió del brazo del hombre corpulento y
barbudo que la acompañaba y abandonaron la terraza por la puerta opuesta a la
que yo me encontraba.
IV
A principios de aquel
otoño viajé a Berlín, donde permanecí casi dos años completando mi tesis y
estudiando la crítica a la cultura en la Bauhaus, con objeto de completar mi
tesis doctoral que pensaba titular “Narrativas maestras y el fin del Arte“.
Durante ese tiempo la imagen de Constanza en mi memoria fue desdibujando sus
perfiles a la vez que su recuerdo me llenaba de melancolía.
Por eso, cuando la vi
sentada en el aula magna de mi
antigua Universidad, atenta a la presentación que el decano Puerta Vílchez
hacía de mí, el profesor invitado que debía disertar sobre “El modernismo y la
crítica del arte puro” en una de las conferencias del ciclo organizado para
celebrar el aniversario de la publicación del libro de Umberto Eco
“Apocalípticos e integrados”, reviví inmediatamente su perfume dulzón y aquel
nervioso aleteo de sus manos, como las de un pequeño pingüino.
Los años habían
aportado serenidad a Constanza, su melena ondulada estaba más corta, realzando
el rostro y la profundidad de su mirada, aunque mantenía un rictus irónico
cuando apretaba con fuerza sus labios, mientras se concentraba en las
explicaciones que daban desde la tarima.
Mientras mi colega y
amigo hacía una desproporcionada alabanza de mis méritos académicos, busqué en
el ordenador que iba a utilizar para proyectar diapositivas la imagen del David
de neón de Donatello. La fotografía la había conseguido el infalible Pep, que
había hecho valer su condición de cliente antiguo y expuesto al encargado del
local una teoría sobre mi fetichismo con las imágenes de adolescentes desnudos,
la cual debió parecerles mucho más conveniente que mis entrecortadas explicaciones
sobre el interés artístico de la imagen.
Comencé mi conferencia
comentando el desnudo del adolescente de luces rosáceas, ese objeto fascinante,
forma vacía de contenido, que sintetizaba el éxtasis de la realidad social,
llevada al paroxismo del simulacro. Verdaderamente esta vez conseguí sorprender
a Constanza, pude observar
cómo miraba fascinada el icono del
Donatello, y me devolvió la sonrisa varias veces que crucé mi mirada con
la suya. Al finalizar la exposición, Constanza permaneció sentada mientras un
par de alumnos, que competían por acreditar su falta de talento, hicieron unas
preguntas propias de la superlativa mediocridad de nuestra Universidad,
respondí de mala gana, quizás incluso un tanto grosero, porque estaba ansioso
de ver y hablar con Constanza. Al finalizar, entre las felicitaciones y el
alboroto del público que pretendía salir del aula, como en una estampida, sólo pude ver cómo, otra vez, mi condesita
se marchaba, ahora por la puerta de la sala que había a la izquierda de la mesa
de conferencias. Apenas vislumbré
su silueta perdiéndose por el pasillo, hacia las escaleras.
V
La última vez que vi a
Constanza fue en el aeropuerto de Barajas, yo esperaba en la cafetería de la
terminal internacional un vuelo que venía con retraso y que debía de llevarme a
Filadelfia, donde pensaba permanecer, en principio, un semestre como profesor
invitado; Constanza se acercó a mí, por segunda vez en ocho años, y me dijo:
-¡Hola!, escuché
tu conferencia, ¿puedo sentarme?
Había ganado madurez,
ya no se ponía de puntillas ni aleteaba con sus manos como el primer día que la
vi, y aunque su perfume era más sofisticado, seguía predominando en él la
vainilla y los jazmines que a mí me evocaban al Caribe.
Se sentó frente a mí
y, sin más preámbulo, comenzó a explicarme su vida desde que se marchó del Donatello.
Al principio trabajó para clientes “importantes” que seleccionaba Gabriel, su
jefe, el hombre gordo y barbado
que la acompañaba en el Centro Comercial, luego vivió con él durante algunos años,
lo que le permitió matricularse en la Universidad y licenciarse en Historia del
Arte, y ahora se marchaba a Colombia, su país de origen, donde con los ahorros
que había conseguido pensaba poner algún negocio, quizás una galería de arte.
Me recordaba en el
Centro Comercial, pues había adquirido fama entre las dependientas y clientas
habituales cierto joven sospechoso que paseaba todas las tardes de los sábados
a primera hora con intenciones poco claras. Pero fue en la conferencia donde
pudo trazar la línea que unía al joven balbuceante que casi huyó de ella en el Donatello,
al sospechoso del centro comercial y al erudito profesor que disertaba sobre un
David fluorescente.
Hace dos meses -
continuó Constanza - apareció Gabriel muerto, decapitado, la policía me ha
interrogado varias veces y al final me han exculpado totalmente, relacionan su
muerte con las mafias de la droga y la prostitución.
Durante años estuve
esperando volver a ver a Constanza para poder decirle cómo su imagen estaba
fijada indeleblemente en lo más hondo de mí, y cuando por fin lo conseguí, ella
estaba a punto de coger un vuelo a Bogotá.
VI
Ahora, mientras
escribo estos recuerdos en la endeble mesilla que se despliega desde el
respaldo del asiento que hay delante del mío, estoy volando hacia la capital de
Colombia. He pasado los últimos diez años en Estados Unidos, viajando por
distintas universidades y ahora que tengo un año sabático he decidido buscar,
entre las galerías de arte de la
ciudad andina, una cabellera de oro, una mirada de ámbar y una sonrisa de
fresa.
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