Afuera
el invierno impone sus tonos grises sobre la plaza, el frío se presiente a
través de los cristales de la única ventana de la habitación y la tímida
iluminación navideña apenas si consigue crear un halo amarillo alrededor de las
guirnaldas.
Seya
abre el armario y coge del fondo una caja de madera que albergó, hace ya muchos
años, un pedido de guantes para un antiguo comercio familiar. De su interior
extrae un puñado de cuartillas amarillentas, de un papel muy fino que con el
tiempo se ha vuelto quebradizo, Seya las toma con sumo cuidado y las coloca
sobre la mesa que hay junto a la ventana. La luz plomiza de la tarde ilumina
una letra de caligrafía pulcra y redondeada, dibujada con una tinta a la que
los años ha extraído tonos violáceos. En la primera cuartilla puede leerse, con esmerada letra de
perfil gótico, “CUENTO DE NAVIDAD”.
Este
manuscrito es un legado de la abuela a la que no conoció, lo encontró por azar
hace ahora cinco años, al vaciar una alacena de la vieja casa familiar en
Huéscar; a Seya le gusta pensar que la abuela lo guardó justamente allí poco
antes de morir, para que muchos años después, la nieta que estaba a punto de
nacer lo encontrara. El cuento está fechado en la Navidad de 1926 y es un
relato ingenuo, una historia de pastorcillos que probablemente proceda de la
tradición oral, una de aquellas historias que se transmitían de generación en
generación por las mujeres de la familia, mientras elaboraban los mantecados en
las espaciosas cocinas de las casas de pueblo.
Sea
cual fuere su origen, la abuela había dejado por escrito la historia de Abel,
un pastorcillo que deseaba llevar un poema al Niño recién nacido en la vecina
aldea de Belén, al que muchos de sus amigos le habían llevado otros presentes;
pero su padre, que trabajaba para un rico comerciante con buenas relaciones con
las autoridades, no se lo permitió, por eso Abel, resignado, salía al patio de
su casa y leía su poema en voz alta, bajo un cielo en el que una estrella
errante, que brillaba con especial luminosidad, se detenía unos segundos sobre
su cabeza.
Desde
que lo encontró, cada Navidad, Seya saca el manuscrito de la abuela de su caja
de guantes y lo lee atentamente, se imagina a la abuela con catorce años, dos
menos de los que ella tiene ahora, escribiéndolo sobre la mesa de la cocina, al
calor de las últimas brasas del hogar, en silencio, con miedo a ser descubierta
por su padre. Sus tías le han contado que este cuento de Navidad fue el único
escrito de la abuela que se salvó de la ira de su padre, el bisabuelo Emérito,
desatada cuando descubrió la afición literaria de la hija. El padre de la
abuela era analfabeto y aunque consintió que una maestra enseñara “las letras”
a su hija, no le pareció que escribir historias fuera una tarea propia de una
mujer decente.
Después
de la lectura, Seya introduce nuevamente el manuscrito de la abuela en la caja,
lo hace con mucho cuidado, más como un ritual que por la fragilidad de las
hojas, lo coloca justo debajo de
unos relatos escritos por ella misma y que recientemente le fueron devueltos
por la editorial a la que los envió con la esperanza de que fueran publicados.
La respuesta del editor fue una
atenta carta en la que lamentaba la imposibilidad de publicarlos, pese a la
“evidente calidad literaria de los mismos” porque sus relatos no cumplían el
requisito de “promocionar los valores que la Comunidad Autónoma exige para
subvencionar la publicación”, al parecer sin subvención no es posible su
publicación y los relatos no debían ser políticamente correctos, al fin y al
cabo eran sólo literatura.
Al
depositarlos en la caja, piensa que una delgada línea une al pastorcillo Abel,
a su abuela y a ella misma, aunque sus relatos no hayan sido condenados al
fuego como fueron los de la abuela. Afortunadamente ahora son otros tiempos.
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