Mi
relación con los evanescentes tiene mucho que ver con mi afición a la lectura y
mi aversión a la nochevieja, una filia y una fobia que en este caso han forjado
una extraña alianza. Todo comenzó, hace ahora cuatro años, mientras hojeaba una
revistilla de ocultismo en una barbería de barrio a la que acudo para cortarme
el pelo desde que tenía quince años. Debo decir que yo soy un lector voraz y
compulsivo, leo todo lo que está a mi alcance, desde los prospectos de los
medicamentos hasta los carteles pegados en la calle anunciando conferencias
esotéricas o conciertos de rock, me intereso por las falaces hojas informativas
que editan los ayuntamientos e incluso pierdo el tiempo con esos diarios
infames que se reparten gratuitamente por doquier. Lo leo todo, con excepción
de los best seller, no es que yo sea
un tipo muy exigente, claro que no, pero siempre que cae en mis manos uno de Follet o un Código da Vinci, cuando estoy a la altura de la página doce
comienza a salirme un sarpullido por todo el cuerpo, son pequeñas erupciones muy
molestas que escuecen y pican
insidiosamente y que sólo cesan cuando dejo el libro en un contenedor de
papel para reciclar. Esta manía mía por la lectura compulsiva y una cierta
afición literaria por los anuncios por palabras me llevó a detenerme en el que
se publicitaba el doctor Duerf Wittgenstein, quien decía ser reconocido experto
en psicolenguaje y metanálisis, procedente, nada menos, que de la prestigiosa
Escuela de Viena. El doctor ofrecía la posibilidad, con la adecuada hipnosis,
de convertirte en invisible.
Han
de saber que yo siempre he detestado las reuniones familiares en general, desde
niño me han fastidiado las bodas,
bautizos y cumpleaños, todos encadenados como una fatídica secuencia. Pero de
todas las celebraciones, si hay una que me resulta verdaderamente insufrible
esa es la nochevieja, particularmente por el asunto ese de las uvas, tener que
comerse cinco o seis uvas al ritmo de unas campanadas, el resto procuro
arrojarlas disimuladamente bajo la mesa, es de las cosas más humillantes que he
tenido que hacer a lo largo de mi vida. En esas ocasiones, entre parientes
achispados e incomprensiblemente eufóricos tras los sones que nos hacen un año
más viejos, siempre he deseado
hacerme invisible, y eso justamente es lo que me prometía el doctor
Duerf Wittgenstein.
Sé
que cualquier persona sensata hubiera considerado ese anuncio como una
paparrucha y un tosco intento de estafar a ignaros, pero la cercanía de la
Navidad aumentó mi pánico y por ello, justificándome con un “no tienes nada que
perder”, decidí visitarlo. Las sesiones de hipnosis fueron caras, pero tras
algunas de ellas ya conseguía desvanecerme y que no quedara de mí más que un
polvillo dorado flotando en el aire. Aunque el doctor Duerf Wittgenstein
insistía en que nadie lo notaría, yo preferí no intentarlo en esa nochevieja y
esperar a la siguiente, cuando tuviera más depurado el manejo de la
invisibilidad.
Como
soy perseverante, continué con las visitas al doctor vienés, tras haber
conseguido convencer al director de mi banco de lo lucrativo que sería para él
una tercera hipoteca sobre mi piso de setenta metros cuadrados. La nochevieja
del año siguiente conseguí hacerme totalmente invisible ante la sopa de besugo
sin que nadie se percatara de ello. La técnica consistía en permanecer con la
mirada fija en un punto más allá de la cabeza de mi cuñada, una mueca que
simulara una sonrisa y un silencio místico. Al cabo de unos minutos nadie te
veía, aunque lo más prodigioso del sistema del doctor Duerf Wittgenstein es que
nadie se percataba de tu ausencia, incluso al día siguiente algunos creían
recordar una participación tuya en
alguna discusión trascendental sobre las aventuras sexuales de no sé quien.
Al
año siguiente continué con las sesiones de hipnosis, tras pedir a mi hermano un
anticipo a cuenta de la herencia paterna, y pude lograr lo que los expertos en
la materia denominan el pase a la quinta dimensión, aquella que te permite
encontrarte con los que transitan en tu mismo estado de invisibilidad. El
doctor Duerf Wittgenstein me aseguró que hay quienes incluso se han encontrado
en esta dimensión con el gato de Schrödinger. Animado, pues, por la verborrea
lógico-espiritista de mi querido doctor la nochevieja del año siguiente, ya
invisible, deambulé por las regiones espectrales en las que hallé a Saned
Racle, prestigioso plumilla local con el que había coincidido en algún jurado
literario-gastronómico. Él me confesó que llevaba más de diez años haciéndose
invisible en nocheviejas, actos sociales y consejos de redacción, y me aseguró
que éramos muchos los iniciados en esta disciplina. Citó el caso de un
prestigioso especialista en cáncer que se desvanecía dejando solamente en el
aire la huella sonrosada que marcaba su cara y, aún así, nunca nadie se había
percatado de ello. Todos los invisibles que se encontraban en este estado se
llamaban entre sí “los evanescentes” y solían reunirse el día de nochevieja
para comentar sus andanzas en ese mundo intermedio entre el ser en sí y el ser
para sí. Las reuniones se convirtieron en citas obligadas los años siguientes e
incluso, desde hace dos, organizan lo que llaman cenas de nochevieja
alternativas, con sus uvitas ectoplasmáticas y todo.
Ahora,
sin embargo, cuando se acerca una nueva Navidad no sé si mi situación realmente
ha mejorado, pues este año tengo dos cenas de nochevieja, la de la familia y la
de los evanescentes, entre los que se encuentra, por cierto, un cuñado mío,
habitual de las cenas familiares que me confesó que él se hacía invisible desde
mucho antes que yo, sin que, tampoco en su caso nadie hubiéramos advertido su
ausencia.
Creo
que con el nuevo año volveré a las sesiones del doctor Duerf Wittgenstein para
intentar conseguir el pase a la sexta dimensión, esa en la que a uno le
garantizan que no encontrará ni periodistas, ni oncólogos, ni cuñados, aunque
para ello tenga que vender las joyas que mi madre pensaba dejarme en herencia.
Todo sea por pasar una nochevieja en paz.
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