Portada

Portada
Óleo de Cristina Megía

jueves, 23 de agosto de 2012

Julia (2002)




esta suave tristeza insoportable 
con la que no contábamos.
                           Ángeles Mora

Estoy tumbada sobre la playa, las olas rompen cerca y la brisa les arranca minúsculas gotas que deposita sobre mi cuerpo. Miguel dormita a mi lado, un calor sofocante nos impide incorporarnos y nos inmoviliza sobre la arena, sólo a ras de suelo la temperatura es soportable.
Parece feliz y relajado, nuestro repentino encuentro, me ha dicho, le ha devuelto la frescura y el desenfado de su primera juventud. Yo, en cambio, no logro encontrar dentro de mí más que retazos de melancolía y siento un extraño ahogo cuando pienso en nosotros.
Después de diez años de ausencia vuelvo a estar junto al único hombre al que creo haber  amado y, sin embargo, soy incapaz de sentir todo lo que en el transcurso de estos años he imaginado que sentiría al volver a verlo. Es como si durante este tiempo me hubiera convertido en otra mujer, incapaz de reconocerse en su propia memoria y dudo, incluso, si todos mis recuerdos de él no sean más que una invención de este otro yo, ahora desconcertado, que ve cómo se desmorona su propia autobiografía ante la repentina reaparición del pasado.
La brisa cesa lentamente; mientras, la canícula impone su vestimenta de hierro y un calor asfixiante me impide pensar con claridad, parece como si las ideas se espesaran con la calina y se adhirieran a la calcinada arena, los recuerdos se vuelven difusos y parecen un absurdo álbum de fotografías mal enfocadas; la angustia hace que me broten lágrimas que parecen de otra...  
***
Encontré a Julia al cabo de diez años, por casualidad, mientras ambos hacíamos cola ante una caja en unos grandes almacenes; estaba muy hermosa y pese al tiempo transcurrido su rostro mantenía intactos los rasgos con que yo la recordaba, es como si las facciones de las personas conocidas a las que no vemos durante algún tiempo maduraran en nuestra memoria, de tal modo que al volver a verlas no nos sorprendiera que fueran idénticas a como las recordábamos. Su voz mantenía ese desgarro que me recordaba a  las cantantes de cabarets de entreguerras y sus gestos conservaban la delicadeza y la armonía de los toreros artistas, yo siempre bromeaba diciéndole que era un híbrido de Marlene Dietrich y Chicuelo.
No la había vuelto a ver desde el final de mi primer curso en la universidad, entonces ella desapareció súbitamente, sin dejar más noticias  que el ruego de su mejor amiga de que no hiciera nada por encontrarla. Pese a todo, no siento dolor por el reencuentro, durante años le estuve escribiendo imaginarias cartas repletas de reproches, recreando el momento del reencuentro como la escena de un vodevil, cultivando, en fin, el dolor de su ausencia como quien cuida de una orquídea delicada, manteniéndola viva hasta el momento de volver a verla. No obstante, cuando la tuve ante mí, en lugar del rencor que con tanto primor había alimentado, surgió de lo más profundo de mi memoria el afecto, quizás incluso el amor, de un tiempo que creía remoto.
Ha aceptado mi invitación para almorzar este miércoles, su día libre me dijo, en el Mont Blanc, un restaurante suizo que es lo más parecido a la cocina francesa que he encontrado en la ciudad; quiero impresionarla con cierto aire entre distinguido y cosmopolita, fingiendo que su recuerdo no ha estado clavado en mi alma como una astilla envenenada, sino que es un recuerdo remoto, vagamente agradable, mientras almorzamos quiche lorraine y ancas de rana. Nunca he podido ocultarle mis sentimientos, y tampoco creo que hoy lo logre, pero resulta divertido interpretar este papel que los dos sabemos impostado.
No pienso interrogarla sobre los motivos por los que me dejó hace diez años, ni inquirirla sobre su vida pasada o presente, sólo pretendo disfrutar de su presencia, mientras sea posible, como disfruto contemplando una obra de arte sin preguntarme por las penalidades o miserias del autor que la creó. De repente, en el murmullo del restaurante se hace un pequeño oasis de silencio y, aunque estoy de espaldas a la puerta, sé que ella ha entrado...
***
Miguel ha cumplido su promesa y durante estas semanas no me ha preguntado por el motivo de mi súbita e impulsiva desaparición hace casi una década, tampoco ha insistido cuando le he dicho que sólo puede llamarme al móvil, que en mi trabajo en la inmobiliaria no permiten llamadas personales y que casi siempre estoy en la calle enseñando pisos a los clientes. No ha insistido pero tampoco me ha creído, sin embargo sé que aquel pacto tácito que mantuvimos durante el último año de nuestra relación, por el que yo mentía sin excesiva convicción y él me creía frente a toda evidencia, no puede renovarse.
Con el declive del sol los pensamientos vuelven a ser claros y ordenados, el frescor vespertino permite, como si se tratara de la proyección hacia atrás de una película que hubiera rodado el derrumbe de un edificio, que se recompongan las ideas, y de repente me parece inconcebible no haber advertido antes lo que ahora me parece tan evidente, esa suave tristeza insoportable, con la que no contábamos.
Miguel ha ido a comprar unos helados al pueblo, al despertarse me ha visto silenciosa, algo ajena, y ha recordado que para mí el chocolate siempre ha sido un antidepresivo eficaz. Creo que no se sorprenderá demasiado cuando a la vuelta no me encuentre, incluso es posible que haya ido a por los helados para facilitar mi huida, siempre ha sido muy condescendiente con mis pequeñas e incluso con mis grandes infamias. Él sabe que lo quiero, pero once años trabajando en un burdel de lujo es una carga que ni siquiera Miguel sería capaz de sobrellevar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario