esta suave tristeza insoportable
con la que no contábamos.
Ángeles Mora
Estoy tumbada sobre la playa,
las olas rompen cerca y la brisa les arranca minúsculas gotas que deposita
sobre mi cuerpo. Miguel dormita a mi lado, un calor sofocante nos impide incorporarnos
y nos inmoviliza sobre la arena, sólo a ras de suelo la temperatura es
soportable.
Parece feliz y relajado,
nuestro repentino encuentro, me ha dicho, le ha devuelto la frescura y el
desenfado de su primera juventud. Yo, en cambio, no logro encontrar dentro de mí
más que retazos de melancolía y siento un extraño ahogo cuando pienso en
nosotros.
Después de diez años de
ausencia vuelvo a estar junto al único hombre al que creo haber amado y, sin embargo, soy incapaz de
sentir todo lo que en el transcurso de estos años he imaginado que sentiría al
volver a verlo. Es como si durante este tiempo me hubiera convertido en otra
mujer, incapaz de reconocerse en su propia memoria y dudo, incluso, si todos
mis recuerdos de él no sean más que una invención de este otro yo, ahora
desconcertado, que ve cómo se desmorona su propia autobiografía ante la
repentina reaparición del pasado.
La brisa cesa
lentamente; mientras, la canícula impone su vestimenta de hierro y un calor
asfixiante me impide pensar con claridad, parece como si las ideas se espesaran
con la calina y se adhirieran a la calcinada arena, los recuerdos se vuelven difusos
y parecen un absurdo álbum de fotografías mal enfocadas; la angustia hace que me
broten lágrimas que parecen de otra...
***
Encontré a Julia al cabo
de diez años, por casualidad, mientras ambos hacíamos cola ante una caja en
unos grandes almacenes; estaba muy hermosa y pese al tiempo transcurrido su
rostro mantenía intactos los rasgos con que yo la recordaba, es como si las
facciones de las personas conocidas a las que no vemos durante algún tiempo
maduraran en nuestra memoria, de tal modo que al volver a verlas no nos
sorprendiera que fueran idénticas a como las recordábamos. Su voz mantenía ese desgarro
que me recordaba a las cantantes
de cabarets de entreguerras y sus gestos conservaban la delicadeza y la armonía
de los toreros artistas, yo siempre bromeaba diciéndole que era un híbrido de Marlene
Dietrich y Chicuelo.
No la
había vuelto a ver desde el final de mi primer curso en la universidad,
entonces ella desapareció súbitamente, sin dejar más noticias que el ruego de su mejor amiga de que
no hiciera nada por encontrarla. Pese a todo, no siento dolor por el
reencuentro, durante años le estuve escribiendo imaginarias cartas repletas de
reproches, recreando el momento del reencuentro como la escena de un vodevil,
cultivando, en fin, el dolor de su ausencia como quien cuida de una orquídea
delicada, manteniéndola viva hasta el momento de volver a verla. No obstante,
cuando la tuve ante mí, en lugar del rencor que con tanto primor había
alimentado, surgió de lo más profundo de mi memoria el afecto, quizás incluso
el amor, de un tiempo que creía remoto.
Ha aceptado mi invitación
para almorzar este miércoles, su día libre me dijo, en el Mont Blanc, un restaurante
suizo que es lo más parecido a la cocina francesa que he encontrado en la
ciudad; quiero impresionarla con cierto aire entre distinguido y cosmopolita,
fingiendo que su recuerdo no ha estado clavado en mi alma como una astilla
envenenada, sino que es un recuerdo remoto, vagamente agradable, mientras
almorzamos quiche lorraine y ancas de
rana. Nunca he podido ocultarle mis sentimientos, y tampoco creo que hoy lo
logre, pero resulta divertido interpretar este papel que los dos sabemos
impostado.
No pienso interrogarla
sobre los motivos por los que me dejó hace diez años, ni inquirirla sobre su
vida pasada o presente, sólo pretendo disfrutar de su presencia, mientras sea
posible, como disfruto contemplando una obra de arte sin preguntarme por las
penalidades o miserias del autor que la creó. De repente, en el murmullo del
restaurante se hace un pequeño oasis de silencio y, aunque estoy de espaldas a
la puerta, sé que ella ha entrado...
***
Miguel ha cumplido su
promesa y durante estas semanas no me ha preguntado por el motivo de mi súbita
e impulsiva desaparición hace casi una década, tampoco ha insistido cuando le
he dicho que sólo puede llamarme al móvil, que en mi trabajo en la inmobiliaria
no permiten llamadas personales y que casi siempre estoy en la calle enseñando
pisos a los clientes. No ha insistido pero tampoco me ha creído, sin embargo sé
que aquel pacto tácito que mantuvimos durante el último año de nuestra relación,
por el que yo mentía sin excesiva convicción y él me creía frente a toda
evidencia, no puede renovarse.
Con el declive del sol los
pensamientos vuelven a ser claros y ordenados, el frescor vespertino permite,
como si se tratara de la proyección hacia atrás de una película que hubiera
rodado el derrumbe de un edificio, que se recompongan las ideas, y de repente me
parece inconcebible no haber advertido antes lo que ahora me parece tan
evidente, esa suave tristeza insoportable, con la que no contábamos.
Miguel ha ido a comprar
unos helados al pueblo, al despertarse me ha visto silenciosa, algo ajena, y ha
recordado que para mí el chocolate siempre ha sido un antidepresivo eficaz.
Creo que no se sorprenderá demasiado cuando a la vuelta no me encuentre,
incluso es posible que haya ido a por los helados para facilitar mi huida,
siempre ha sido muy condescendiente con mis pequeñas e incluso con mis grandes
infamias. Él sabe que lo quiero, pero once años trabajando en un burdel de lujo
es una carga que ni siquiera Miguel sería capaz de sobrellevar.
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