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Óleo de Cristina Megía

viernes, 24 de agosto de 2012

La muerte y la doncella (2007)



David pasea absorto por el parque, parece preocupado, a veces mira atentamente la punta de sus zapatos y otras, con pose de futbolista, golpea una piedrecilla que se encuentra en el camino. Todo esto lo hace sin distraerse, sin disminuir su concentración, como si a cada golpeo confirmara una idea o afirmara una intuición.
La tierra que pisa es parduzca, descolorida y se encuentra apelmazada por el paso del tiempo, no obstante ha cubierto los zapatos del joven con una fina capa plomiza, casi transparente. Discurre el camino paralelo al cauce seco del río, flanqueado a la izquierda por una barandilla oxidada, en la que sólo un observador atento puede apreciar los restos de pintura verde que antaño la cubrieron, aunque en algunos tramos la barandilla ya no existe, debieron derrumbarse los muretes que la sujetaban y ahora, en esos trechos, el río se abre sin pudor a la ciudad. A la derecha del camino unos parterres de boje  albergan en su interior árboles centenarios y flores mustias, el boje también se encuentra cubierto por el polvo grisáceo y está muy descuidado, con numerosos claros.
Abril es un mes de temperaturas cambiantes, se alternan los días cálidos que preludian un verano inminente con fríos invernales que resisten a la primavera. Al salir de casa unos nublos en el cielo auguraron a David una tarde fresca, pero ahora que el sol se impone a las titubeantes nubes le obliga a realizar un itinerario tortuoso, caminando en busca de la sombra de los árboles.
Sentimientos contradictorios pugnan por la hegemonía del espíritu de David, de un lado una pena profunda, agarrada en lo más hondo de su ser, que debiera abatirlo si no fuera porque a su vez esta desolación destila una especie de placer enfermizo, excitante, como si se hubiera atiborrado de estimulantes, piensa que está embriagado de infelicidad y eso lo  turba.
Esta mañana, mientras caminaba por el centro de la ciudad en busca de una librería de viejo en busca de un libro de poesía largamente buscado, vio a Inma abrazada a otro. Su acompañante, considerablemente más alto que ella, le echaba el brazo por la espalda y con la mano recogía su hombro, apretándola contra sí. La escena no ofrecía dudas, ni la identidad de ella, con su coqueta melena rubia y rizada, ni la actitud amorosa de ambos.
Un río de lava surgió desde su estómago y ascendió hasta la garganta, el corazón comenzó a latirle desesperado, pero en cambio, su mente, y este fue el primero de los extraños sucesos que vendrían después, no sintió la punzada de los celos, sino que se limitó a observar y analizar a la desgarbada pareja, la desmedida altura del acompañante y la incomodidad con que ella caminaba, esforzándose por mantener sus piernas perpendiculares al suelo mientras su tronco no podía resistir la fuerte atracción que el individuo ejercía con su abrazo.
David e Inma se habían conocido seis meses antes y desde el primer día se sintieron, o eso al menos pensaba él hasta esa mañana, enamorados el uno del otro. Aunque sus relaciones eran bastante libres, sin demasiadas preguntas o ataduras, en nada permitían lo que con toda evidencia aparecía ante sus ojos. Además a David le irritó, nuevamente su mente discurriendo por caminos intrascendentes, que ella llevara la blusa con dibujos de cachemira, una prenda pasada de moda que habían rescatado de su ropero y convertido en un símbolo de su relación, -¡oh, a fashionless delight!-, le decía David cada vez que ella aparecía vestida con la blusa, Inma  siempre se reía con la pedantería y bromeaba diciéndole –vaya pareja de cursis, tú y tu querida Emili Dickinson.
No se acercó a ellos, ni se dejó ver, simplemente los observó a cierta distancia, perplejo, y permitió que se perdieran entre el gentío que abarrotaba una de las calles principales de la ciudad.
Esta tarde ha salido pronto de casa para no recibir la llamada de Inma y ahora, mientras pasea por el camino paralelo al río, reflexiona sobre la importancia del azar en la vida, si no hubiera ido esta mañana en busca de Tristia, el libro de poesía que un amigo había visto en la librería Praga, no habría visto a Inma con ese jayán que parecía un jugador de baloncesto y ahora estaría con ella, quizás en la terraza de su casa tomando un té inundados por la transparente luz de abril.
Aunque sufre la afrenta del engaño y el dolor de la ruptura, su pensamiento está dominado por el descubrimiento de haber estado viviendo una ficción, de que la vida que se representaba en su mente era muy diferente de la que se desplegaba en la realidad, y que sólo una mera casualidad, un momento de caprichoso azar, ha puesto en evidencia la impostura. Siente como brota de su interior una extraña felicidad, un extraño placer, y al analizarlo descubre que procede no tanto del alivio de haber descubierto el engaño, como de la tranquilidad de haber puesto en concordancia su mente y la realidad.
El camino conduce a la biblioteca pública, aunque no sabe si entrar en ella. Es el mismo itinerario que recorrió esa mañana para ir al centro de la ciudad y recuerda ahora, con cierta ironía, como justo a esta misma altura del camino, dos muchachas se plantaron ante él y le pidieron fuego mirándolo con enorme descaro. David recuerda como, azorado, hizo el  gesto apresurado de buscar en los bolsillos, pese a que sabía que nunca llevaba mechero o cerillas, mientras respondía “lo siento” y continuaba su camino. Unos metros más adelante las jóvenes repitieron la pregunta a otro viandante menos atolondrado, y éste, tras un breve intercambio de palabras, se giró y acompañó a las sílfides entre risas, en dirección contraria a la que llevaba David. Nuevamente el azar abriendo y cerrando caminos.
Este recuerdo lo anima a entrar en la biblioteca con intención de pasar el tiempo, despejar su mente de todos los acontecimientos recientes y volver a examinar la realidad de un modo transparente. Por la puerta principal se accede directamente a la sala de lectura, tiene ésta una planta rectangular y un techo de bóveda de medio cañón que descansa directamente sobre pilares que cierran el edificio. La sala está dividida longitudinalmente en dos mitades simétricas por unas librerías a media altura repletas de viejos volúmenes, los dos laterales están acristalados, con ventanas que dan a los jardincillos que acompañan al río, por lo que resulta muy luminosa. El edificio fue hace muchos años un salón de baile, así que su adecuación como biblioteca resulto algo forzada, aunque le otorga un aire pintoresco y decadente.
David, al entrar, siente cierta repulsión por el olor rancio que desprenden los libros que llevan mucho tiempo sin abrir. Un funcionario, desde una tarima considerablemente alta, vigila la sala de lectura y comprueba la documentación de quien entra. El joven cruza el umbral y se dirige al ala derecha, por la que todavía entran algunos rayos de sol. No ha pensado en ningún  libro en concreto, por ello se limita a coger de las estanterías un volumen cualquiera del Grove Dictionary of Music and Musicians y lo abre al azar por la voz  Death and the Maiden, en la que se comenta el conocido cuarteto de Shubert
Como es Lunes Santo la Biblioteca está casi vacía, sólo hay dos personas además del par de funcionarios habituales, un viejo que parece dormitar sobre el periódico y una joven situada en el otro extremo de la sala, justo enfrente de donde se coloca David. Al anciano lo ve de espaldas, debe pasar de los setenta años, es enjuto, de pelo ralo y amarillento, y gasta una americana a cuadros bastante ajada; al pasar junto a él observa que tiene abierto el periódico local por las páginas necrológicas. La joven ubicada junto a la puerta de entrada rondará los veinte, un par de años más que David, su pelo es de color negro intenso y está cortado de un modo aparentemente descuidado, su mirada incisiva transmite inteligencia y su boca sensualidad. David no es capaz de mantenerle la mirada, y a partir de ese momento sólo es capaz de observarla de reojo un par de veces. Le sorprende que esté sentada en la Biblioteca sin un libro, ni periódico, ni papel delante.
Tras unos instantes sobre el volumen de la enciclopedia en los que no logra concentrarse, David decide salir afuera, sus conocimientos de inglés son más bien pobres y la lectura se hace lenta y entrecortada, lo perturban los hechos de la mañana y la mirada de la joven que no lee. La Muerte y la Doncella piensa mientras observa de pasada a los dos personajes que se quedan en la sala.
La Biblioteca tiene a la salida de la puerta principal una pequeña  balconada de superficie semicircular que domina una glorieta ajardinada. Apoyado en la balaustrada David oye deslizarse la puerta giratoria de la sala de lectura, la joven de la melena azabache se apoya a su lado, suficientemente cerca como para que David pudiera aspirar el aroma a lavanda que se desprendía de su pelo, el corazón se le dispara  como si se hubiera pisado a fondo el acelerador de las emociones.
          - ¿Tú tienes sentimientos de culpa?, le pregunta ella sin más preámbulo.
David aprieta los labios y frunce el entrecejo con una expresión que quiere mostrar profunda meditación, mientras tanto su mente busca rápidamente una respuesta breve e ingeniosa que esté a la altura de la belleza de su interrogadora. Pero antes de que ésta haya fraguado la muchacha ya ha desaparecido, sólo tiene tiempo de contemplarla a lo lejos mientras atraviesa apresuradamente los jardines.
A la mañana siguiente David está presa de un intenso desasosiego, supone que Inma, al no encontrarlo la tarde anterior, lo llamará esa mañana, él tiene preparada toda una estrategia, en primer lugar preguntará a bocajarro: “¿Dónde estuviste ayer por la mañana?” y antes de que a elle le dé tiempo a urdir una mentira le recriminará “No intentes mentirme, te vi abrazada a un gigantón por el centro”. Algo melodramático, piensa, pero pocas veces tiene uno la oportunidad de mostrarse como un personaje exageradamente sentimental y no va a desaprovechar una ocasión que verdaderamente lo merece. También la serenidad está ensayada, cierta ira contenida, procurando mostrar desprecio por la traición a la vez que respeto por la traidora, en fin, todo un repertorio teatral… Sin embargo Inma tampoco llama esa mañana.
Al mediodía, tras la tensa espera de toda la mañana el personaje se había desmoronado totalmente y poco antes del almuerzo dijo a su familia que si llamaba su novia, nunca había empleado esa palabra para referirse a Inma, pero ahora que todo estaba terminado no le importa hacerlo, le dijeran que había ido a comer a casa de un amigo, no se sentía capaz de enfrentarse a ella sin la máscara arduamente trabajada durante el insomnio de la noche. Después de almorzar volvió a la Biblioteca, en la sala de lectura dormitaba el mismo anciano de la tarde anterior, en la misma mesa, en idéntica posición, incluso el “boletín oficial de difuntos” de la ciudad está abierto por las mismas páginas en la que destacaba la enorme esquela de un conocido cirujano, profesor emérito de la Facultad de Medicina. Esta vez David observa que la cabeza posee una extraña inclinación hacia delante, que su barbilla girada no apoya sobre el pecho sino que queda un poco colgante, como si los músculos del cuello no hubieran permitido una extensión total. Durante un instante piensa que puede estar muerto, pero rechaza la idea de que un cadáver hubiera podido permanecer en la Biblioteca dos días sin que nadie se percatara de ello. Busca la mirada cómplice de los bibliotecarios, con la esperanza de que con una sonrisa o un encogimiento de hombros certificaran que es un habitual que viene a echar la siesta en el ala más templada de la sala, pero estos parecen distraídos en otras ocupaciones. La sala, al igual que el día anterior, permanece semivacía
Esta tarde no está la joven de la melena despeinada, él ha pensado sobre el sentimiento de culpa, ha leído sobre su origen hebreo y ha reflexionado sobre los problemas del reproche moral. Tiene preparado un discurso breve, cree que bien fundamentado, -brillante pero alejado de toda pedantería-, piensa con orgullo. Se imagina una amigable charla con la joven en uno de los bancos de la glorieta y durante un par de horas repasa, con todos los matices, las distintas versiones: una breve por si ella muestra hastío, una más documentada por si se interesa especialmente o discuten alguna cuestión, algunos apuntes irónicos para mostrar sentido del humor y hasta algunas expresiones nihilistas para hacerse el interesante si ve que el asunto promete… en fin todo un repertorio que pasadas dos horas arroja a la papelera de las ilusiones perdidas. El sol se está poniendo y regresa a casa dando un considerable rodeo con la intención de no llegar pronto.
Esta noche sigue sin saber como enfrentarse a Inma, pero la decepción de la tarde le ha hecho fuerte, se siente invulnerable porque piensa que la situación ya no puede ir a peor. Su novia lo ha traicionado, la joven por la que se había sentido inesperadamente atraído lo ha despreciado, pero pese a todo ello le domina la impresión de que está a punto de encontrar una solución totalmente satisfactoria a sus dilemas o, al menos, hallar un equilibrio sereno para sus tormentas interiores.
A la mañana siguiente, mientras desayuna, escucha por la radio el descubrimiento del cadáver de un anciano en el río. Un excursionista relata como esa mañana, mientras paseaba por su cauce seco, observó como su perro ladraba insistentemente a unos matorrales, al acercarse observó ocultos entre ellos una manta de la que salían dos pies, uno descalzo y otro calzado con un zapato negro. La policía había acudido de inmediato al lugar y realizaba las correspondientes investigaciones a la espera de que llegara el juez de instrucción y ordenara el levantamiento del cadáver. El cuerpo había sido encontrado junto al muro del río, a la atura de la biblioteca pública. Al oír la noticia David quedó paralizado, imagina, o mejor aún, recrea con total nitidez, como si su mente proyectara a gran velocidad una película de cine negro, el asesinato del viejo, la colocación del cadáver en la biblioteca, las maquinaciones de la joven de la melena y los bibliotecarios, y por fin, como entre los tres arrojan el cadáver al río. Reacciona sobresaltado, se pone en pie, se viste rápidamente y corre hacia el lugar del crimen. Al llegar allí hay mucha gente agolpada junto a la barandilla y no le permiten ver como se iza el cuerpo y se introduce en un furgón mortuorio. Decide no acercarse a la policía, prefiere alejarse del lugar, sentarse en un banco de los jardines que discurren paralelos a la ribera del río y tratar de recomponer las piezas del puzzle.
El muerto bien podría ser el anciano de la Biblioteca, reflexiona, en ese caso los bibliotecarios deberían ser cómplices, pues el cadáver habría permanecido en la sala de lectura al menos cuarenta y ocho horas. Quizás tenían intención de arrojarlo al río el primer día, pero su llegada se lo impidió, la joven, obviamente, debía ser cómplice y al salir pretendió distraerlo para permitir el transporte del cadáver. Por otro lado, su pregunta sobre la culpa encajaba perfectamente y hasta la apertura de la enciclopedia por el cuarteto de Shubert no fue sino una premonición. Dios mío -exclamó en voz alta- cuando pensó en la broma macabra de la apertura del periódico por la sección de necrológicas, que no dudó en atribuir a la joven. ¿Cómo había podido estar tan ciego?
No obstante, era difícil ir a la policía con pruebas tan endebles. Ni siquiera podría identificar al cadáver y reconocer en él al anciano de la biblioteca, pues ahora su imagen se le hacía difusa. No era capaz de recordar si su nariz era prominente o chata, si llevaba o no gafas, si las patillas en las que acababa su cabello eran largas o cortas, sólo recordaba el pelo cano y la piel arrugada, lo que no es decir mucho de una persona de esa edad, tampoco podía recordar con precisión el color de la chaqueta, sólo recordaba que tenía cuadros y que era muy vieja. Estaba muy alterado, parecía estar inmerso en una novela  de género policiaco, pero en ellas los protagonistas son hombres decididos, que no dudan y casi nunca hierran. En las novelas, reflexiona David, el autor controla la situación y el personaje siempre resulta digno, en su caso, piensa, podría resultar bastante patético comparecer en la Comisaría y decir que quizás el muerto estuviera dos días en la biblioteca ya cadáver ante la mirada cómplice de los bibliotecarios y una joven de mirada irresistible. Se imagina a un policía preguntándole con sarcasmo si había leído recientemente El nombre de la rosa, -donde el bibliotecario, curiosamente, resultaba ser el asesino-. David dista mucho de ser Guillermo de Baskerville, por lo que decide aguardar hasta que su ánimo se serene y pueda ver las cosas con más claridad. Verdaderamente, piensa, la situación sí podía empeorar.
La mañana del jueves amanece sin que David haya podido conciliar el sueño más que en breves intervalos en los que tuvo pesadillas. Inma, el cadáver del río, la hermosa y misteriosa joven de la biblioteca y la música de Shubert sonando incesante en su mente. Sale temprano a comprar el periódico y de repente el cielo de sus presentimientos comienza a despejarse, en las páginas interiores volvía a tratarse del cadáver del río, el forense había situado la muerte en la madrugada del sábado al domingo, a causa de una “insuficiencia hepática aguda grave de carácter fulminante”, la policía, continuaba el diario, había interrogado a unos vagabundos compañeros de fatiga del difunto quienes reconocieron que lo envolvieron en su manta y lo lanzaron al cauce seco del río por no saber qué hacer con él y no tener que dar demasiadas explicaciones si aparecía muerto en el lugar donde ellos se reunían al atardecer con unas botellas de cerveza y unos cartones de vino.
Así pues lo del crimen de la biblioteca no fue más que pura invención, como su relación con Inma, ambas historias compartían elementos reales, pero colocados por su mente en una falsa disposición. En ese momento comprendió que su relación con Inma había sido como un relato vulgar, lleno de tópicos, desarrollado apresuradamente por vías muy distintas de aquellas por las que transita la realidad. Esta certeza le otorgó el valor suficiente para llamarla y decidle que no quería verla más, lo hizo esa misma tarde, Inma requirió alguna explicación, pero sin demasiado empeño.
La mañana siguiente amanece soleada y David puede, por fin , ir a la librería y comprar el volumen de Tristia que tanto tiempo llevaba buscando. Por la tarde acude a los jardines que rodean la Biblioteca, a través de sus ventanales puede observar como el anciano del ala derecha sigue dormitando sobre su periódico abierto, se sienta en unos de los bancos de la glorieta, en uno de aquellos que durante la noche son ocupados por los vagabundos que arrojaron el cadáver al río, y espera a la muchacha de la melena triscada, pero ella tampoco aparece esta vez.
Abre el poemario con la esperanza de que el amor, en cualquier momento, aparezca disfrazado de cita ocasional. En los bancos de enfrente, al otro lado de la fuente situada en el centro de la glorieta, observa entre risas a las dos jóvenes que el lunes le habían pedido fuego, estaban en disposición amorosa con otros dos muchachos, acaso uno de ellos fuera el que se ofreció a acompañarlas aquella mañana. David mete la mano en el bolsillo del pantalón y comprueba que esta vez si lleva una cajetilla de cerillas, por si acaso fuera preciso responder a otra petición de fuego:
no vamos a negar nuestro destino
ahora.

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