David pasea absorto por el
parque, parece preocupado, a veces mira atentamente la punta de sus zapatos y
otras, con pose de futbolista, golpea una piedrecilla que se encuentra en el
camino. Todo esto lo hace sin distraerse, sin disminuir su concentración, como
si a cada golpeo confirmara una idea o afirmara una intuición.
La tierra que pisa es
parduzca, descolorida y se encuentra apelmazada por el paso del tiempo, no
obstante ha cubierto los zapatos del joven con una fina capa plomiza, casi
transparente. Discurre el camino paralelo al cauce seco del río, flanqueado a
la izquierda por una barandilla oxidada, en la que sólo un observador atento
puede apreciar los restos de pintura verde que antaño la cubrieron, aunque en
algunos tramos la barandilla ya no existe, debieron derrumbarse los muretes que
la sujetaban y ahora, en esos trechos, el río se abre sin pudor a la ciudad. A
la derecha del camino unos parterres de boje albergan en su interior árboles centenarios y flores
mustias, el boje también se encuentra cubierto por el polvo grisáceo y está muy
descuidado, con numerosos claros.
Abril es un mes de
temperaturas cambiantes, se alternan los días cálidos que preludian un verano
inminente con fríos invernales que resisten a la primavera. Al salir de casa
unos nublos en el cielo auguraron a David una tarde fresca, pero ahora que el
sol se impone a las titubeantes nubes le obliga a realizar un itinerario
tortuoso, caminando en busca de la sombra de los árboles.
Sentimientos contradictorios
pugnan por la hegemonía del espíritu de David, de un lado una pena profunda,
agarrada en lo más hondo de su ser, que debiera abatirlo si no fuera porque a
su vez esta desolación destila una especie de placer enfermizo, excitante, como
si se hubiera atiborrado de estimulantes, piensa que está embriagado de
infelicidad y eso lo turba.
Esta mañana, mientras
caminaba por el centro de la ciudad en busca de una librería de viejo en busca
de un libro de poesía largamente buscado, vio a Inma abrazada a otro. Su
acompañante, considerablemente más alto que ella, le echaba el brazo por la
espalda y con la mano recogía su hombro, apretándola contra sí. La escena no
ofrecía dudas, ni la identidad de ella, con su coqueta melena rubia y rizada,
ni la actitud amorosa de ambos.
Un río de lava surgió desde
su estómago y ascendió hasta la garganta, el corazón comenzó a latirle
desesperado, pero en cambio, su mente, y este fue el primero de los extraños
sucesos que vendrían después, no sintió la punzada de los celos, sino que se
limitó a observar y analizar a la desgarbada pareja, la desmedida altura del
acompañante y la incomodidad con que ella caminaba, esforzándose por mantener sus
piernas perpendiculares al suelo mientras su tronco no podía resistir la fuerte
atracción que el individuo ejercía con su abrazo.
David e Inma se habían
conocido seis meses antes y desde el primer día se sintieron, o eso al menos
pensaba él hasta esa mañana, enamorados el uno del otro. Aunque sus relaciones
eran bastante libres, sin demasiadas preguntas o ataduras, en nada permitían lo
que con toda evidencia aparecía ante sus ojos. Además a David le irritó,
nuevamente su mente discurriendo por caminos intrascendentes, que ella llevara
la blusa con dibujos de cachemira, una prenda pasada de moda que habían
rescatado de su ropero y convertido en un símbolo de su relación, -¡oh, a fashionless delight!-, le decía David cada vez que ella aparecía vestida con la blusa,
Inma siempre se reía con la
pedantería y bromeaba diciéndole –vaya pareja de cursis, tú y tu querida Emili
Dickinson.
No se acercó a ellos, ni se
dejó ver, simplemente los observó a cierta distancia, perplejo, y permitió que
se perdieran entre el gentío que abarrotaba una de las calles principales de la
ciudad.
Esta tarde ha salido pronto
de casa para no recibir la llamada de Inma y ahora, mientras pasea por el
camino paralelo al río, reflexiona sobre la importancia del azar en la vida, si
no hubiera ido esta mañana en busca de Tristia,
el libro de poesía que un amigo había visto en la librería Praga, no habría
visto a Inma con ese jayán que parecía un jugador de baloncesto y ahora estaría
con ella, quizás en la terraza de su casa tomando un té inundados por la
transparente luz de abril.
Aunque sufre la afrenta del
engaño y el dolor de la ruptura, su pensamiento está dominado por el
descubrimiento de haber estado viviendo una ficción, de que la vida que se
representaba en su mente era muy diferente de la que se desplegaba en la
realidad, y que sólo una mera casualidad, un momento de caprichoso azar, ha
puesto en evidencia la impostura. Siente como brota de su interior una extraña
felicidad, un extraño placer, y al analizarlo descubre que procede no tanto del
alivio de haber descubierto el engaño, como de la tranquilidad de haber puesto
en concordancia su mente y la realidad.
El camino conduce a la
biblioteca pública, aunque no sabe si entrar en ella. Es el mismo itinerario
que recorrió esa mañana para ir al centro de la ciudad y recuerda ahora, con
cierta ironía, como justo a esta misma altura del camino, dos muchachas se
plantaron ante él y le pidieron fuego mirándolo con enorme descaro. David
recuerda como, azorado, hizo el
gesto apresurado de buscar en los bolsillos, pese a que sabía que nunca
llevaba mechero o cerillas, mientras respondía “lo siento” y continuaba su
camino. Unos metros más adelante las jóvenes repitieron la pregunta a otro
viandante menos atolondrado, y éste, tras un breve intercambio de palabras, se
giró y acompañó a las sílfides entre risas, en dirección contraria a la que
llevaba David. Nuevamente el azar abriendo y cerrando caminos.
Este recuerdo lo anima a
entrar en la biblioteca con intención de pasar el tiempo, despejar su mente de
todos los acontecimientos recientes y volver a examinar la realidad de un modo
transparente. Por la puerta principal se accede directamente a la sala de
lectura, tiene ésta una planta rectangular y un techo de bóveda de medio cañón
que descansa directamente sobre pilares que cierran el edificio. La sala está
dividida longitudinalmente en dos mitades simétricas por unas librerías a media
altura repletas de viejos volúmenes, los dos laterales están acristalados, con
ventanas que dan a los jardincillos que acompañan al río, por lo que resulta
muy luminosa. El edificio fue hace muchos años un salón de baile, así que su
adecuación como biblioteca resulto algo forzada, aunque le otorga un aire
pintoresco y decadente.
David, al entrar, siente
cierta repulsión por el olor rancio que desprenden los libros que llevan mucho
tiempo sin abrir. Un funcionario, desde una tarima considerablemente alta,
vigila la sala de lectura y comprueba la documentación de quien entra. El joven
cruza el umbral y se dirige al ala derecha, por la que todavía entran algunos
rayos de sol. No ha pensado en ningún
libro en concreto, por ello se limita a coger de las estanterías un
volumen cualquiera del Grove Dictionary
of Music and Musicians y lo abre al azar por la voz Death
and the Maiden, en la que se comenta el conocido cuarteto de Shubert
Como es Lunes Santo la
Biblioteca está casi vacía, sólo hay dos personas además del par de
funcionarios habituales, un viejo que parece dormitar sobre el periódico y una
joven situada en el otro extremo de la sala, justo enfrente de donde se coloca
David. Al anciano lo ve de espaldas, debe pasar de los setenta años, es enjuto,
de pelo ralo y amarillento, y gasta una americana a cuadros bastante ajada; al
pasar junto a él observa que tiene abierto el periódico local por las páginas
necrológicas. La joven ubicada junto a la puerta de entrada rondará los veinte,
un par de años más que David, su pelo es de color negro intenso y está cortado
de un modo aparentemente descuidado, su mirada incisiva transmite inteligencia
y su boca sensualidad. David no es capaz de mantenerle la mirada, y a partir de
ese momento sólo es capaz de observarla de reojo un par de veces. Le sorprende
que esté sentada en la Biblioteca sin un libro, ni periódico, ni papel delante.
Tras unos instantes sobre el
volumen de la enciclopedia en los que no logra concentrarse, David decide salir
afuera, sus conocimientos de inglés son más bien pobres y la lectura se hace
lenta y entrecortada, lo perturban los hechos de la mañana y la mirada de la
joven que no lee. La Muerte y la Doncella
piensa mientras observa de pasada a los dos personajes que se quedan en la
sala.
La Biblioteca tiene a la
salida de la puerta principal una pequeña
balconada de superficie semicircular que domina una glorieta ajardinada.
Apoyado en la balaustrada David oye deslizarse la puerta giratoria de la sala
de lectura, la joven de la melena azabache se apoya a su lado, suficientemente
cerca como para que David pudiera aspirar el aroma a lavanda que se desprendía
de su pelo, el corazón se le dispara
como si se hubiera pisado a fondo el acelerador de las emociones.
- ¿Tú tienes
sentimientos de culpa?, le pregunta ella sin más preámbulo.
David aprieta los labios y
frunce el entrecejo con una expresión que quiere mostrar profunda meditación,
mientras tanto su mente busca rápidamente una respuesta breve e ingeniosa que
esté a la altura de la belleza de su interrogadora. Pero antes de que ésta haya
fraguado la muchacha ya ha desaparecido, sólo tiene tiempo de contemplarla a lo
lejos mientras atraviesa apresuradamente los jardines.
A la mañana siguiente David
está presa de un intenso desasosiego, supone que Inma, al no encontrarlo la
tarde anterior, lo llamará esa mañana, él tiene preparada toda una estrategia,
en primer lugar preguntará a bocajarro: “¿Dónde estuviste ayer por la mañana?”
y antes de que a elle le dé tiempo a urdir una mentira le recriminará “No
intentes mentirme, te vi abrazada a un gigantón por el centro”. Algo
melodramático, piensa, pero pocas veces tiene uno la oportunidad de mostrarse
como un personaje exageradamente sentimental y no va a desaprovechar una
ocasión que verdaderamente lo merece. También la serenidad está ensayada,
cierta ira contenida, procurando mostrar desprecio por la traición a la vez que
respeto por la traidora, en fin, todo un repertorio teatral… Sin embargo Inma
tampoco llama esa mañana.
Al mediodía, tras la tensa
espera de toda la mañana el personaje se había desmoronado totalmente y poco
antes del almuerzo dijo a su familia que si llamaba su novia, nunca había
empleado esa palabra para referirse a Inma, pero ahora que todo estaba
terminado no le importa hacerlo, le dijeran que había ido a comer a casa de un
amigo, no se sentía capaz de enfrentarse a ella sin la máscara arduamente
trabajada durante el insomnio de la noche. Después de almorzar volvió a la
Biblioteca, en la sala de lectura dormitaba el mismo anciano de la tarde
anterior, en la misma mesa, en idéntica posición, incluso el “boletín oficial
de difuntos” de la ciudad está abierto por las mismas páginas en la que
destacaba la enorme esquela de un conocido cirujano, profesor emérito de la
Facultad de Medicina. Esta vez David observa que la cabeza posee una extraña
inclinación hacia delante, que su barbilla girada no apoya sobre el pecho sino
que queda un poco colgante, como si los músculos del cuello no hubieran
permitido una extensión total. Durante un instante piensa que puede estar
muerto, pero rechaza la idea de que un cadáver hubiera podido permanecer en la
Biblioteca dos días sin que nadie se percatara de ello. Busca la mirada
cómplice de los bibliotecarios, con la esperanza de que con una sonrisa o un
encogimiento de hombros certificaran que es un habitual que viene a echar la
siesta en el ala más templada de la sala, pero estos parecen distraídos en
otras ocupaciones. La sala, al igual que el día anterior, permanece semivacía
Esta tarde no está la joven
de la melena despeinada, él ha pensado sobre el sentimiento de culpa, ha leído
sobre su origen hebreo y ha reflexionado sobre los problemas del reproche
moral. Tiene preparado un discurso breve, cree que bien fundamentado,
-brillante pero alejado de toda pedantería-, piensa con orgullo. Se imagina una
amigable charla con la joven en uno de los bancos de la glorieta y durante un
par de horas repasa, con todos los matices, las distintas versiones: una breve
por si ella muestra hastío, una más documentada por si se interesa
especialmente o discuten alguna cuestión, algunos apuntes irónicos para mostrar
sentido del humor y hasta algunas expresiones nihilistas para hacerse el
interesante si ve que el asunto promete… en fin todo un repertorio que pasadas
dos horas arroja a la papelera de las ilusiones perdidas. El sol se está
poniendo y regresa a casa dando un considerable rodeo con la intención de no
llegar pronto.
Esta noche sigue sin saber como
enfrentarse a Inma, pero la decepción de la tarde le ha hecho fuerte, se siente
invulnerable porque piensa que la situación ya no puede ir a peor. Su novia lo
ha traicionado, la joven por la que se había sentido inesperadamente atraído lo
ha despreciado, pero pese a todo ello le domina la impresión de que está a
punto de encontrar una solución totalmente satisfactoria a sus dilemas o, al
menos, hallar un equilibrio sereno para sus tormentas interiores.
A la mañana siguiente,
mientras desayuna, escucha por la radio el descubrimiento del cadáver de un
anciano en el río. Un excursionista relata como esa mañana, mientras paseaba
por su cauce seco, observó como su perro ladraba insistentemente a unos
matorrales, al acercarse observó ocultos entre ellos una manta de la que salían
dos pies, uno descalzo y otro calzado con un zapato negro. La policía había
acudido de inmediato al lugar y realizaba las correspondientes investigaciones
a la espera de que llegara el juez de instrucción y ordenara el levantamiento
del cadáver. El cuerpo había sido encontrado junto al muro del río, a la atura
de la biblioteca pública. Al oír la noticia David quedó paralizado, imagina, o
mejor aún, recrea con total nitidez, como si su mente proyectara a gran
velocidad una película de cine negro, el asesinato del viejo, la colocación del
cadáver en la biblioteca, las maquinaciones de la joven de la melena y los
bibliotecarios, y por fin, como entre los tres arrojan el cadáver al río.
Reacciona sobresaltado, se pone en pie, se viste rápidamente y corre hacia el
lugar del crimen. Al llegar allí hay mucha gente agolpada junto a la barandilla
y no le permiten ver como se iza el cuerpo y se introduce en un furgón mortuorio.
Decide no acercarse a la policía, prefiere alejarse del lugar, sentarse en un
banco de los jardines que discurren paralelos a la ribera del río y tratar de
recomponer las piezas del puzzle.
El muerto bien podría ser el
anciano de la Biblioteca, reflexiona, en ese caso los bibliotecarios deberían
ser cómplices, pues el cadáver habría permanecido en la sala de lectura al
menos cuarenta y ocho horas. Quizás tenían intención de arrojarlo al río el
primer día, pero su llegada se lo impidió, la joven, obviamente, debía ser
cómplice y al salir pretendió distraerlo para permitir el transporte del
cadáver. Por otro lado, su pregunta sobre la culpa encajaba perfectamente y
hasta la apertura de la enciclopedia por el cuarteto de Shubert no fue sino una
premonición. Dios mío -exclamó en voz alta- cuando pensó en la broma macabra de
la apertura del periódico por la sección de necrológicas, que no dudó en
atribuir a la joven. ¿Cómo había podido estar tan ciego?
No obstante, era difícil ir a
la policía con pruebas tan endebles. Ni siquiera podría identificar al cadáver
y reconocer en él al anciano de la biblioteca, pues ahora su imagen se le hacía
difusa. No era capaz de recordar si su nariz era prominente o chata, si llevaba
o no gafas, si las patillas en las que acababa su cabello eran largas o cortas,
sólo recordaba el pelo cano y la piel arrugada, lo que no es decir mucho de una
persona de esa edad, tampoco podía recordar con precisión el color de la
chaqueta, sólo recordaba que tenía cuadros y que era muy vieja. Estaba muy alterado,
parecía estar inmerso en una novela
de género policiaco, pero en ellas los protagonistas son hombres
decididos, que no dudan y casi nunca hierran. En las novelas, reflexiona David,
el autor controla la situación y el personaje siempre resulta digno, en su
caso, piensa, podría resultar bastante patético comparecer en la Comisaría y
decir que quizás el muerto estuviera dos días en la biblioteca ya cadáver ante
la mirada cómplice de los bibliotecarios y una joven de mirada irresistible. Se
imagina a un policía preguntándole con sarcasmo si había leído recientemente El
nombre de la rosa, -donde el bibliotecario, curiosamente, resultaba ser el
asesino-. David dista mucho de ser Guillermo de Baskerville, por lo que decide
aguardar hasta que su ánimo se serene y pueda ver las cosas con más claridad.
Verdaderamente, piensa, la situación sí podía empeorar.
La mañana del jueves amanece
sin que David haya podido conciliar el sueño más que en breves intervalos en
los que tuvo pesadillas. Inma, el cadáver del río, la hermosa y misteriosa
joven de la biblioteca y la música de Shubert sonando incesante en su mente.
Sale temprano a comprar el periódico y de repente el cielo de sus
presentimientos comienza a despejarse, en las páginas interiores volvía a
tratarse del cadáver del río, el forense había situado la muerte en la
madrugada del sábado al domingo, a causa de una “insuficiencia hepática aguda
grave de carácter fulminante”, la policía, continuaba el diario, había
interrogado a unos vagabundos compañeros de fatiga del difunto quienes
reconocieron que lo envolvieron en su manta y lo lanzaron al cauce seco del río
por no saber qué hacer con él y no tener que dar demasiadas explicaciones si
aparecía muerto en el lugar donde ellos se reunían al atardecer con unas botellas
de cerveza y unos cartones de vino.
Así pues lo del crimen de la
biblioteca no fue más que pura invención, como su relación con Inma, ambas
historias compartían elementos reales, pero colocados por su mente en una falsa
disposición. En ese momento comprendió que su relación con Inma había sido como
un relato vulgar, lleno de tópicos, desarrollado apresuradamente por vías muy
distintas de aquellas por las que transita la realidad. Esta certeza le otorgó
el valor suficiente para llamarla y decidle que no quería verla más, lo hizo
esa misma tarde, Inma requirió alguna explicación, pero sin demasiado empeño.
La mañana siguiente amanece
soleada y David puede, por fin , ir a la librería y comprar el volumen de Tristia que tanto tiempo llevaba
buscando. Por la tarde acude a los jardines que rodean la Biblioteca, a través
de sus ventanales puede observar como el anciano del ala derecha sigue
dormitando sobre su periódico abierto, se sienta en unos de los bancos de la
glorieta, en uno de aquellos que durante la noche son ocupados por los
vagabundos que arrojaron el cadáver al río, y espera a la muchacha de la melena
triscada, pero ella tampoco aparece esta vez.
Abre el poemario con la
esperanza de que el amor, en cualquier momento, aparezca disfrazado de cita ocasional.
En los bancos de enfrente, al otro lado de la fuente situada en el centro de la
glorieta, observa entre risas a las dos jóvenes que el lunes le habían pedido
fuego, estaban en disposición amorosa con otros dos muchachos, acaso uno de
ellos fuera el que se ofreció a acompañarlas aquella mañana. David mete la mano
en el bolsillo del pantalón y comprueba que esta vez si lleva una cajetilla de cerillas,
por si acaso fuera preciso responder a otra petición de fuego:
no vamos a negar nuestro
destino
ahora.
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