Cada otoño el joven escribía un relato, lo comenzaba el día de Todos
los Santos y lo finalizaba el de la Inmaculada. Aunque lo redactaba
prácticamente de un tirón, posteriormente lo revisaba y lo corregía una y otra
vez, así hasta el día en que finalizaba el plazo para presentarlo a un concurso
literario que organizaba un diario local. Todas sus narraciones tenían el mismo
argumento, un joven salía la mañana del día de Nochebuena a pasear y, siempre
de modo parecido, encontraba a una chica de la que quedaba inmediatamente
enamorado.
Un año, el protagonista del relato entró en una
librería y preguntó: —¿Tienen Too Much Happiness?. —Claro que sí,
la colección de relatos de Alice Munro, respondió la joven librera, —¿la
quieres en inglés o en castellano, en tapa dura o en edición de bolsillo?. Mientras
pagaba, ambos intercambiaban ingeniosas ocurrencias literarias, descubrían
afinidades y quedaban para tomar un café después del cierre de la librería.
En otro relato un joven entraba en una
peluquería, se sentaba en un sillón libre y, mirando fijamente a la peluquera a
través del espejo, le pedía que le dejara un flequillo como el de Jeremy Irons
en Retorno a Brideshead, ella respondía que le encantaba esa
serie, que la tenía en DVD y la había visto infinidad de veces. Mientras ella
le cortaba el pelo hablaban de sus actores británicos preferidos, de Kenneth
Branagh, del cine francés, de la Nouvelle vague... Antes de marcharse se citaban para el siguiente sábado por
la tarde para ver una película del ciclo de Éric Rohmer que proyectaban en la
Filmoteca.
El joven escritor
esperaba al día de Nochebuena y, entonces, imitando a su personaje, salía a la
calle y procuraba que sucediera en su vida lo que había escrito en su relato.
El año de la joven librera estuvo a punto de desistir, porque al frente de las librerías
sólo encontraba hombres o mujeres demasiado mayores. Al final entró en una gran
librería, de esas con mucho personal todos vestidos con idéntica indumentaria. —¿Tienen
la última novela de John Connolly?, preguntó a la dependienta que le pareció
mas atractiva, ella se dio la vuelta y sin dirigirle una palabra se alejó
diligente hacia unos anaqueles cercanos, cogió un libro y se lo ofreció. —Esta
es de Michael Connelly, dijo apesadumbrado el joven mientras examinaba el
ejemplar. —¿Y no es el mismo?, repuso la joven, y con cierta altivez le
amonestó: pues le advierto una cosa, este tío es de los que más venden. El
joven le devolvió el libro, le dio unas mustias gracias y se marchó abatido.
El año de la
peluquera no fue mucho mejor, se dirigió a un rutilante negocio del centro, de
esas que te cobran por un corte de pelo como si el mismo Brancusi esculpiera
uno de sus pájaros en tu cabeza. A la peluquera le pidió que le dejara el
cabello ondulado, como el de Tadzio en Muerte en Venecia. —Es que
esta noche tengo un concierto de Malher, dijo el joven intentando parecer
ingenioso —¡Males y muerte en no sé dónde!, este tío no está bien de la
cabeza, oyó el joven murmurar a la peluquera mientras ella se dirigía a un
apartado. Una señora con aire de autoridad se acercó al joven y, amablemente
pero con firmeza, le indicó que esa mañana estaban muy cargados de trabajo y
que, lamentándolo mucho, no podrían atenderle.
Por eso, después de
varios años de desengaño decidió cambiar su estrategia literario-seductora.
Este año fue a una papelería especializada en diversos tipos de papel y se
compró un pliego de tamaño A4 en papel verjurado de 100 gramos. Era su papel
preferido para escribir con la estilográfica, la tinta era absorbida con
delicadeza dejando aparecer una caligrafía nítida y bella. Al llegar a casa lo
introdujo en la carpeta donde tenía guardados los relatos de años anteriores
tal y como lo había comprado, sin un solo trazo. Ese sería su relato este año,
una hoja en blanco. —Relato en blanco sobre papel blanco, el nuevo Malevich
de la literatura, exclamó el joven bromeando consigo mismo.
La mañana del día de
Nochebuena salió como era su costumbre, pero esta vez sin guión establecido.
Paseó sorteando la nieve que había caído la noche anterior, eligiendo las calles
al azar, y a eso del mediodía se sentó a leer un nuevo libro en una terraza con
estufas en la calle, junto al Jardín Botánico.
De la cafetería
salió una chica joven para atenderlo, se acercó y le tendió la mano. —Hola,
me llamo Clara. El joven pensó que quizás en ese momento comenzaba su historia
no escrita. El libro que aún no había comenzado a leer era Ocho Noches Blancas.
Me ha gustado mucho este relato otoñal
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