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Óleo de Cristina Megía

miércoles, 22 de agosto de 2012

Olvidos y mentiras (2001)




Ciertamente al principio no lo conocí, ni siquiera más tarde, cuando después de los titubeos iniciales me dijo su nombre y me habló plenamente convencido de haber permanecido entre mis recuerdos como al parecer permanecía yo entre los suyos.

-¿Eres Amparo, verdad? - preguntó, pero más que una pregunta fue una aseveración, una afirmación exultante, impregnada de ostensible alegría y certeza; algo así como la exclamación de un científico al hallar la demostración de una teoría largamente intuida.

Yo no lo reconocí en ese momento y aún cuando me dijo su nombre y las circunstancias en que nos conocimos, hace más de veinte años en el Instituto de bachillerato de Cartuja, no se me apareció más que como una figura borrosa, como un leve recuerdo alojado en algún pliegue de mi memoria. Sin embargo, quizás por vergüenza de mi desmemoria y acaso por un poco de lástima, fingí recordarlo casi tan bien como él parecía recordarme a mí. En escasos minutos, y sin apenas dejarme más que asentir con la cabeza, me resumió su vida durante los últimos veintidós años; sus estudios de medicina, su trabajo en un hospital como cardiólogo, su brillante currículum, que incluía un año de estancia en USA (eso dijo: USA, no Estados Unidos ni América, dijo USA y ahora juraría que lo pronunció incluso con un acento ligeramente inglés, como lo hubiera dicho un estadounidense que no hablara correctamente castellano) y, por último, de su matrimonio sin hijos  con una colega americana. Llegado a este punto, y abrumada por su  locuacidad, comencé a temer que la conversación derivara hacia el relato de posibles desavenencias conyugales, táctica al parecer irrenunciable del club de patéticos seductores al que había quedado adscrita, con más resignación que indocilidad, mi vida amorosa en los últimos tiempos, pero afortunadamente cambió de tercio y de improviso preguntó:

-       Pero dime, ¿qué es de tu vida?

-       Ah!, ahora me va muy bien, apenas acerté a decir yo, todavía esforzándome en recordarlo.

Entonces fue cuando él comenzó a contarme que ni un solo día de estos veintidós años había podido olvidarse de mí, cómo recordaba el aroma del perfume que yo usaba, - “debía ser el olor a jabón”-, le advertí, -“porque a esa edad yo ,aún,  no usaba ningún perfume”- , sin embargo no pareció oírme y me aseguró que cada vez que se cruzaba en la calle, en unos grandes almacenes o en cualquier sitio público con una mujer que llevara un perfume semejante al que, supuestamente, utilizaba yo a mis dieciséis años, inmediatamente renacía en él mi recuerdo, y que era entonces cuando más me añoraba.

Luego rememoró anécdotas de nuestros viajes en el autobús escolar de la empresa Bonal con el que atravesábamos toda la ciudad, desde el Instituto en Cartuja hasta nuestro barrio del Zaidín, recordaba incluso al conductor, un hombre bajito y dicharachero que, al parecer, hacía bromas sobre nosotros como pareja y sobretodo, exclamó con un entusiasmo que me pareció un poco infantil, el suplicio de una  eterna cassette de boleros con la que Paco, que hasta el nombre del conductor recordaba, amenizó nuestros viajes durante aquel año de 1979. Yo ciertamente, acuciando a mi frágil memoria, conseguía evocar algo de aquel ambiente en penumbra del autobús en las tardes de invierno, de los largos viajes atravesando una ciudad oscurecida por una estación, excepcionalmente lluviosa aquel año, y a un compañero de viaje que siempre procuraba sentarse a mi lado y que a veces, incluso, se pegaba demasiado a mí, pero poco más. Antes de acabar el curso me mudé de ciudad y no volví a ella hasta bastantes años más tarde.

En la primavera de 1980 abandonamos Granada mi madre, mi hermana y yo  un tanto precipitadamente tras la separación de mis padres y nos fuimos a vivir a Málaga, ciudad en la que residía parte de mi familia materna, y donde existían algunas posibilidades de trabajo para mi madre en el sector de la hostelería. Mi padre quedó en Granada y en los veinte años que transcurrrieron entre nuestra marcha y su fallecimiento, hace ahora dos años, apenas lo vi media docena de veces, quizás por eso mi recuerdo de esta ciudad está ligado a él, y tiene los tintes ocres de su personalidad obsesiva y dominante. Mientras él vivió fue impensable que yo me estableciera en Granada, que sigue siendo la ciudad de su familia, con la que no tengo prácticamente ningún tipo de relación y que aún ven en mí, pese a la edad y al tiempo transcurrido, al retrato de mi madre recién casada, a la que nunca perdonaron su personalidad independiente y su modo de vida poco acorde con los usos de una burguesía granadina que, aún hoy, apenas acaba de salir del siglo XIX.

Aún así volví, hace ahora apenas seis meses, aceptando un trabajo como encargada de recepciones y catering de una empresa multinacional porque, casi siempre, las reuniones y congresos que organiza son para forasteros y se celabran en el Palacio de Exposiciones o en alguno de los hoteles con grandes salones de actos, por lo que puedo trabajar en un mundo aparte, distinguido por la falta de personalidad común a todos los encuentros internacionales y, sobretodo, me permite vivir ajena a la ciudad y a su aire, a veces, difícilmente respirable.

Al principio me sentí desconcertada, era la primera vez que encontraba a alguien relacionado con mi anterior vida en Granada y en menos de cinco minutos me había declarado un amor adolescente que se había conservado hibernado durante más de veinte años; no puedo negar que, aunque algo incrédula, también me sentí  halagada por haber permanecido entre los recuerdos de una persona a la que, por otra parte, yo prácticamente había olvidado. Sin embargo, pronto advertí que no era a mí a quien él evocaba, sino a la jovencita de dieciséis años que un día fui, y al encontrarme frente ella, guardada en su memoria como en un potente congelador que mantuviera a las personas sin envejecer, sentí un escalofrío, no sólo porque ya no me reconocía en aquella adolescente algo alocada e irresponsable que ahora reaparecía ante mí, sino porque de repente descubrí que deliberadamente también a ella la había borrado de mi memoria, y junto a ella a todo un periodo de mi vida ligado a esta ciudad y al recuerdo de mi padre; advertí en ese momento que vivía como si mi vida fuera un continuo presente, despojada de todo pasado.

No obstante, una vez instalada en una espiral de recuerdos y mentiras que a la vez me divertía y me asustaba, atendí al relato completo de sus recuerdos asintiendo a todos ellos, fingiendo no sólo que recordaba cada uno de los detalles que me relataba, sino también aparentando que éstos habían permanecido  tan frescos en mi memoria como sin duda lo estaban en la suya.  Llegué incluso a mentir , aún hoy no me explico por qué, afirmando que yo también lo recordaba a él con cierta ternura, si bien me apresuré a matizar, asustada por el alcance que pudieran tener mis palabras, - “no son más que recuerdos de juventud”-.

Quizás animada por el éxito de mis primeras mentiras fingí más tarde que me encontraba en aquel Congreso acompañando a mi marido, “un cirujano francés” inventé, en lugar de advertirle que era la encargada de supervisar el catering que servía mi empresa y que no tenía marido, ni hijos, ni siquiera amantes, en fin, que poseía una vida poco convencional a fuer de aburrida.

Después de este breve encuentro me pidió, más bien me rogó, que le diera un número de teléfono donde localizarme, deseaba otro encuentro “más informal”, como si aquel hubiera estado revestido de algún protocolo, y yo no fui capaz de resistir su petición.

          - setecientos cincuenta y ocho, cuatros cientos cinco, ciento uno - dije, y el lo anotó diligentemente en su agenda electrónica.

Aún hoy sigo sin saber por qué le di un número de teléfono falso, o quizás no fuera falso, sino solamente tan improbable como mis recuerdos de él. 

1 comentario:

  1. Felicidades! Me alegra ver todos tus cuentos juntos. Espero que el blog siga creciendo año tras año, con la misma frescura que hasta hoy, de forma tan incierta y tan cotidiana.

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