Portada

Portada
Óleo de Cristina Megía

lunes, 2 de octubre de 2023

Amistad

La primera vez que vi a Úrsula León fue en la presentación de su poemario, ella publicaba su poesía en un blog del que yo era seguidor, pero había decidido dar el paso al papel impreso. Eligió para ello una pequeña editorial que producía libros cuidadosamente editados; el editor y la autora presentaban esa tarde el libro.
Por aquella época ella debía andar por los cincuenta, aunque, por su complexión delgada y su carácter vital, aparentaba una década menos; sin embargo, pequeños surcos que aparecían en el extremo de los ojos cuando sonreía y algunas pálidas manchas en las manos, delataban una edad que ella nunca me reveló.
Me puse el último en la cola y, mientras me dedicaba el libro, le pregunté si al terminar podríamos tomar un café o una cerveza, —es una hora imprecisa, aduje. Yo estaba listo para su negativa, porque ante mi pregunta no levantó la vista de la hoja de cortesía en la que escribía la dedicatoria, pero una vez rubricada, me entregó el libro con un gesto firme y me respondió —¿por qué no?
Nos sentamos en un bar concurrido por gente variopinta, muchos de aspecto estrambótico, de modo que nosotros dos, con nuestra indumentaria convencional y sin tatuajes a la vista, desentonábamos un poco.
—Parecemos madre e hijo que se toman un refrigerio después de ir de compras, —dijo ella con socarronería.
Yo, por aquel entonces, acababa de presentar mi tesis sobre la poesía popular en la blogosfera, así que había entre nosotros una brecha generacional de un cuarto de siglo.
Cuando le mostré mi extrañeza por no haber encontrado datos de ella en Internet, me reveló que Úrsula León era un alias, que no quería que trasluciera su condición de poeta en su entorno familiar y que el seudónimo le permitía expresar sus ideas y sentimientos sin tener que dar a nadie explicaciones sobre su sentido último. Intuí la existencia de un marido despreciativo y celoso, pero nunca tuve certeza de ello.
Sus poemas eran breves, una sola estrofa de cuatro o cinco versos, normalmente pentasílabos o heptasílabos, recordaban a los haikus, pero con una métrica mucho más libre. Su contenido estaba relacionado con la observación de la vida desde las profundidades del alma; a veces no eran fáciles de entender, parecían escritos en una clave que solo ella conocía.
Después de aquella tarde, en la que hablamos de poesía y de nuestras aficiones literarias, quedamos en mantener una correspondencia electrónica. Me dio una dirección de correo y comenzamos una relación epistolar que ha durado hasta hoy, casi quince años. Yo contestaba a sus correos al cabo de tres o cuatro semanas de recibirlos, necesitaba ese tiempo para meditar mi respuesta, pero ella, mucho más espontanea, me respondía casi de inmediato.
Durante todo este tiempo creo que llegué a conocerla muy a fondo, a comprender los entresijos de su espíritu, pese a que nunca me reveló su dirección, ni nada sobre su vida familiar o profesional. Ni siquiera su nombre auténtico. Argumentó que deseaba mantener dos vidas separadas: la real, que era la que compartía con la poesía y conmigo, y la impostada, que era por la que discurría el común de sus días. No insistí, me sentí afortunado por compartir la vida auténtica de Úrsula. 
Al poco tiempo de conocerla me mudé a una ciudad centroeuropea, en cuya universidad había obtenido, primero, un puesto como lector, y más tarde uno de profesor, por lo que solo nos encontramos físicamente una decena de veces, siempre en su ciudad. En estas ocasiones almorzamos juntos cuando fue posible, compartimos un par de cenas, fuimos al cine y una vez al teatro, para ver Historia de una escalera, visitamos una exposición sobre La Tour y, siempre que el tiempo lo permitió, incluimos en nuestra cita un paseo por un parque. Ella tenía que volver a casa a una hora determinada y nunca avanzamos en una intimidad física más allá de fugaz beso en los labios que me dio una noche, tras escuchar una pieza de jazz que la conmovió especialmente.
No me parecía una mujer infeliz, al menos nunca se quejaba de su otra vida, ni de sus jefes (si es que los había), ni de su familia o su entorno social. Su interés estaba centrado en entender el mundo, no como una mera pretensión intelectual, sino comprender para absorber, para interiorizar.
—No ser en el mundo, sino ser el mundo —ese era su lema vital. 
A mí me reprochaba un exceso de intelectualismo. —Se puede no tener ni idea de solfeo, pero sentirse profundamente conmovida por el Winterrisse —exponía con firmeza. Yo le advertía, entonces, fingiendo reprobación, que no se pusiera maternal conmigo.
Esta mañana he recibido una carta suya, escrita con estilográfica y letra esmerada, me comunicaba el fin de nuestra relación, le ha parecido que nuestra despedida no podía hacerse por correo electrónico, que exigía la intimidad de la tinta y el papel. No me ha dado ninguna explicación, nunca lo hacía sobre nada. Dentro del sobre venía una grulla de origami, en cuyas alas había escrito: En nuestra amistad, con toda su sencillez, ha cabido una vida.