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Óleo de Cristina Megía

domingo, 22 de noviembre de 2020

Dilemas

Hay veces en que la vida nos pone ante dilemas inconmensurables, como en aquella ocasión en que la mala fortuna hizo que coincidieran la semifinal de un campeonato de fútbol, a la que la selección española había llegado tras décadas de intentos, con el concierto de un gran pianista en mi ciudad. Ambos acontecimientos eran únicos y probablemente no volverían a repetirse en mi vida, así que, puesto que ambos se celebraban a la misma hora, me vi obligado a sacrificar uno de ellos.

Después de ardua deliberación, con análisis de los pros y las contras, opté por acudir al concierto y confiar en que España llegase a la final, en cuyo caso, no haber asistido al partido previo no tendría mucha importancia. Por otra parte, si no asistía al concierto y además España perdía, no me perdonaría haber desaprovechado la oportunidad de escuchar a un virtuoso excepcional por asistir a una derrota deportiva. 

Así que, con esa buena predisposición de ánimo, me encaminé por las escarpadas colinas que llevan al auditorio. La sala de conciertos estaba razonablemente llena, aunque no al completo, lo que atribuí a la desafortunada coincidencia con el evento deportivo. Había en el ambiente una gran expectación por ver a la legendaria figura del teclado que, tras años de ausencia de los escenarios, había vuelto a las salas de concierto. El público se diferenciaba claramente en dos franjas de edad, los mayores, más o menos coetáneos del músico, que lo habíamos oído tocar en nuestra juventud y del que recordábamos su rebeldía y originalidad; y un público veinteañero, ansioso quizá por conocer a una leyenda viva.

El pianista apareció por un lateral del escenario, me impresionó verlo tan avejentado: su complexión fuerte, el pelo cano, casi rapado, y su andar algo encorvado le daba el aspecto de un viejo estibador. Realmente solo era unos años mayor que yo, pero mis recuerdos visuales de él se remontaban a cuando era un joven y brillante concertista que, aunque no se prodigó mucho con las grabaciones discográficas, dejó algunas inolvidables para la Deutsche Grammophon, en cuyas carátulas aparecía como un jovenzuelo de pelo alborotado y mirada desafiante. Luego, cuando estaba en lo mas alto de su carrera, por razones personales, dejó de grabar e interpretar en público, hasta ahora que, tras más de dos décadas de silencio, había vuelto, no a los circuitos de primer nivel, pero sí a salas de ciudades más pequeñas, que se llenaban a partes iguales de aficionados a la música y forofos del pianista, pues en su época desató pasiones que iban más allá de lo puramente musical. Creo que fuimos los de más edad, los que aplaudimos con más entusiasmo cuando el intérprete saludó desde el proscenio.

Una vez sentado ante el teclado, la suspicacia por el tiempo transcurrido desapareció y sonaron las notas con su manera personal e inconfundible, como hace veinte o treinta años. El lento pulsado del teclado, su estilo arcaico, pero a la vez rotundo y percusivo, apasionado a veces, delicado otras, hizo renacer en mí el espíritu de otro tiempo, la lejana juventud, en la que nos creíamos capaces de hacer aflorar otro mundo.

Finalizada la primera parte del recital, desconecté lo más rápido que pude de las emociones musicales y bajé raudo las escaleras que conducen a la cafetería, pedí una cerveza en el mostrador y me dispuse a ver, aunque fueran solo unos minutos, el partido de fútbol. Pero con tan mala fortuna que, justo en ese momento, el árbitro pitó el final de la primera parte. Cabizbajo, con el botellín de Alhambra en la mano, me dirigí a la terraza aledaña, desde la que se contempla la ciudad y la vega que la circunda, con la esperanza de que las hermosas vistas calmaran mi pequeña frustración.

Junto a mí, en la balconada, se colocó una joven que venía hablando por su telefonillo, lamentándose ante su interlocutor de la fatal coincidencia de Beethoven y fútbol. Aunque casi le doblaba la edad y era bastante atractiva, algo que en otras circunstancias me hubieran disuadido de dirigirle la palabra, quizás todavía embriagado por la música o acaso por las cenizas de la juventud que ésta había removido, inicié tímidamente una conversación con ella. En contra de lo esperado, ella se mostró locuaz y charlamos durante varios minutos de música, del hermoso paisaje que se desplegaba ante nosotros, del urbanismo desgarrado de nuestra ciudad, mientras el atardecer difuminaba lentamente el horizonte. Hubo un momento de descanso en la conservación y durante unos segundos nos complacimos con el canto vespertino de los pájaros y el rumor que subía de la urbe, como una marea susurrante y pertinaz. Pero súbitamente el silencio nos alarmó como un mal presagio, como en esos instantes en que la naturaleza calla absolutamente porque va a producirse un cataclismo. Miramos a nuestro alrededor y observamos con desasosiego que no había nadie en la terraza, ni en la cafetería, ni en los alrededores, desde luego no habíamos oído los avisos de reanudación del concierto, así que, sin decir palabra, arrancamos a correr hacia la sala y justo cuando entramos en el vestíbulo, oímos los acordes iniciales del Presto con fuoco de la balada número 3 de Chopin. Cada uno en un extremo del recibidor, pues nuestras entradas a la sala estaban en lugares opuestos, supimos que nos habíamos perdido irremisiblemente la segunda parte. No habría ocasión para entrar de nuevo, pues el pianista interpretaba, una tras otra, las obras del programa sin solución de continuidad, como nos recordó la encargada de la sala ante nuestros repetidos ruegos de que nos permitiera entrar en el breve descanso que había entre pieza y pieza.

Desanimados y silenciosos bajamos por el arbolado paseo que comunicaba la colina del auditorio con la ciudad. Por las ventanas y balcones abiertos se oía la retransmisión de la segunda parte del partido de fútbol, pero ninguno de los dos tenía el ánimo para entrar en un bar a ver el desenlace deportivo. Durante varios minutos ninguno pronunció palabra alguna, anduvimos cabizbajos y desconsolados, como un minúsculo cortejo fúnebre; hasta que, de repente, como un estallido de la atmósfera luctuosa que habíamos creado, ella comenzó a reírse sin motivo aparente, con una risita entrecortada que fue en crescendo hasta que ambos rompimos a carcajadas, burlándonos de nosotros mismos, de nuestra torpeza y del abatimiento que arrastrábamos. 

Roto el hechizo que nos mantenía tan apesadumbrados, al llegar a la plaza en la que desembocaba la cuesta, decidimos sentamos sobre el pretil de un puente, justo donde el río desaparece como por encantamiento, allí se emboveda y recorre la ciudad bajo tierra, para resurgir solo en el momento de su desembocadura en el otro río, el que, con porte de río mayor, cruza la ciudad al descubierto: los dos ríos que bajan de la nieve al trigo. Ella, que resultó ser pianista, aunque no profesional, me comentó cómo de niña, nuestro concertista de hoy era un ídolo juvenil entre las estudiantes de piano y guardaban en sus carpetas colegiales fotografías y recortes de revistas de él, como otras preadolescentes hacían con los cantantes de música pop o los actores de series juveniles. También le asombró los destrozos de la edad, aunque a ella no tanto como a mí, porque había estado más atenta a su carrera desde que la reinició hacía unos años. 

Yo me sentía muy bien con ella, pese a la diferencia de edad, que se difuminaba con una conversación que fluía sin cesar. Pude darme cuenta de que, quizás, no era tan joven como aparentaba su desenfadada vestimenta, pero, en todo caso, lo suficiente para que alguna mirada indiscreta se posara sobre nosotros.

Conforme el cielo se iba tiñendo de malva y las luces del alumbrado público colorearon con su luz amarillenta las fachadas de los edificios, las sombras fueron adueñándose del paisaje. Se hizo entonces entre nosotros un silencio envuelto en la luz cálida del vapor de sodio, unos segundos larguísimos, como los que transcurrían entre los acordes de nuestro pianista, en los que nos miramos, sin atrevernos del todo a fijar la mirada en los ojos. –Será mejor que me vaya, dijo ella. Creo que sí, apenas acerté a responder yo. De un salto bajó del poyo y comenzó a andar siguiendo el curso el río enterrado, mientras yo la observaba, de espaldas, con su andar titubeante. A un par de metros se detuvo, esperó un instante, volvió la vista y me dijo, con una sonrisa apenas esbozada: –En todo caso, ha merecido la pena perderme medio concierto y el partido de fútbol.