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Óleo de Cristina Megía

domingo, 25 de noviembre de 2012

Relato en blanco en papel blanco


Cada otoño el joven escribía un relato, lo comenzaba el día de Todos los Santos y lo finalizaba el de la Inmaculada. Aunque lo redactaba prácticamente de un tirón, posteriormente lo revisaba y lo corregía una y otra vez, así hasta el día en que finalizaba el plazo para presentarlo a un concurso literario que organizaba un diario local. Todas sus narraciones tenían el mismo argumento, un joven salía la mañana del día de Nochebuena a pasear y, siempre de modo parecido, encontraba a una chica de la que quedaba inmediatamente enamorado.
Un año, el protagonista del relato entró en una librería y preguntó: ¿Tienen Too Much Happiness?. —Claro que sí, la colección de relatos de Alice Munro, respondió la joven librera, ¿la quieres en inglés o en castellano, en tapa dura o en edición de bolsillo?. Mientras pagaba, ambos intercambiaban ingeniosas ocurrencias literarias, descubrían afinidades y quedaban para tomar un café después del cierre de la librería.
En otro relato un joven entraba en una peluquería, se sentaba en un sillón libre y, mirando fijamente a la peluquera a través del espejo, le pedía que le dejara un flequillo como el de Jeremy Irons en Retorno a Brideshead, ella respondía que le encantaba esa serie, que la tenía en DVD y la había visto infinidad de veces. Mientras ella le cortaba el pelo hablaban de sus actores británicos preferidos, de Kenneth Branagh, del cine francés, de la Nouvelle vague... Antes de marcharse se citaban para el siguiente sábado por la tarde para ver una película del ciclo de Éric Rohmer que proyectaban en la Filmoteca.
El joven escritor esperaba al día de Nochebuena y, entonces, imitando a su personaje, salía a la calle y procuraba que sucediera en su vida lo que había escrito en su relato. El año de la joven librera estuvo a punto de desistir, porque al frente de las librerías sólo encontraba hombres o mujeres demasiado mayores. Al final entró en una gran librería, de esas con mucho personal todos vestidos con idéntica indumentaria. ¿Tienen la última novela de John Connolly?, preguntó a la dependienta que le pareció mas atractiva, ella se dio la vuelta y sin dirigirle una palabra se alejó diligente hacia unos anaqueles cercanos, cogió un libro y se lo ofreció. Esta es de Michael Connelly, dijo apesadumbrado el joven mientras examinaba el ejemplar. ¿Y no es el mismo?, repuso la joven, y con cierta altivez le amonestó: pues le advierto una cosa, este tío es de los que más venden. El joven le devolvió el libro, le dio unas mustias gracias y se marchó abatido.
El año de la peluquera no fue mucho mejor, se dirigió a un rutilante negocio del centro, de esas que te cobran por un corte de pelo como si el mismo Brancusi esculpiera uno de sus pájaros en tu cabeza. A la peluquera le pidió que le dejara el cabello ondulado, como el de Tadzio en Muerte en Venecia. Es que esta noche tengo un concierto de Malher, dijo el joven intentando parecer ingenioso —¡Males y muerte en no sé dónde!, este tío no está bien de la cabeza, oyó el joven murmurar a la peluquera mientras ella se dirigía a un apartado. Una señora con aire de autoridad se acercó al joven y, amablemente pero con firmeza, le indicó que esa mañana estaban muy cargados de trabajo y que, lamentándolo mucho, no podrían atenderle.
Por eso, después de varios años de desengaño decidió cambiar su estrategia literario-seductora. Este año fue a una papelería especializada en diversos tipos de papel y se compró un pliego de tamaño A4 en papel verjurado de 100 gramos. Era su papel preferido para escribir con la estilográfica, la tinta era absorbida con delicadeza dejando aparecer una caligrafía nítida y bella. Al llegar a casa lo introdujo en la carpeta donde tenía guardados los relatos de años anteriores tal y como lo había comprado, sin un solo trazo. Ese sería su relato este año, una hoja en blanco. —Relato en blanco sobre papel blanco, el nuevo Malevich de la literatura, exclamó el joven bromeando consigo mismo.
La mañana del día de Nochebuena salió como era su costumbre, pero esta vez sin guión establecido. Paseó sorteando la nieve que había caído la noche anterior, eligiendo las calles al azar, y a eso del mediodía se sentó a leer un nuevo libro en una terraza con estufas en la calle, junto al Jardín Botánico.
De la cafetería salió una chica joven para atenderlo, se acercó y le tendió la mano. Hola, me llamo Clara. El joven pensó que quizás en ese momento comenzaba su historia no escrita. El libro que aún no había comenzado a leer era Ocho Noches Blancas.

viernes, 24 de agosto de 2012

Una historia de amor en cinco cuadros y un epílogo (2012)


I
Todas las mañanas de aquel curso la vi atravesar la calle Escuelas, yo la seguía con la mirada desde que cruzaba la plaza de la Universidad hasta que doblaba la esquina del Jardín Botánico. Procuraba siempre sentarme junto al ventanal que daba al jardín y allí, desde antes de que el profesor comenzara su explicación, ya esperaba yo su aparición. Desentendido de la lección de Economía Política, miraba atento a través de la ventana hasta que, pasados unos minutos de las diez de la mañana, ella dejaba atrás las columnas salomónicas del antiguo colegio de San Pablo y entraba en mi campo de visión.
Caminaba con paso ligero, mirando al frente, como concentrada en algún pensamiento profundo, siempre por la acera de la izquierda, siempre a la misma hora y con el mismo trayecto. Nunca la vi dirigir su mirada hacia la ventana desde la que ella sabía que yo la observaba. Su recorrido duraba apenas veinte segundos, luego giraba al llegar al final de la verja verde del Botánico y desaparecía de mi vista. Entonces yo volvía a Keynes y su demanda agregada, satisfecho de haberla visto de nuevo, acostumbrado a su indiferencia. 

II
Al acabar la licenciatura estuve varios años fuera de la ciudad realizando estudios de doctorado, no volví a verla hasta cinco años después de aquel curso. El encuentro fue durante las fiestas de la ciudad, coincidimos en el sitio más improbable, en pleno recinto ferial, en medio del gentío, inmersos en el bullicio tronante de las casetas y las atracciones de feria. A ella la acompañaba una amiga, ambas empujaban sendos carritos en los que paseaban a un par de chiquillos de poco más de un año de edad, los niños se mostraban excitados por el ambiente festivo y recibieron de mal agrado que sus madres interrumpieran el paseo. Apenas conversamos un momento en el que hicimos un somero repaso de nuestras vidas en los últimos años; ella se había casado y tenía un hijo, el cual, en ese momento, comenzaba a dejar patente con su llanto lo que pensaba de mi repentina aparición. Nos despedimos un poco atropelladamente, declarando vagas intenciones de volver a vernos, pero sin facilitarnos dirección ni número de teléfono.
Aquel día me pareció especialmente bella, con los años su rostro había ganado serenidad y su mirada se había vuelto más cálida, aunque mantenía un rasgo muy propio de su personalidad, ese gesto desafiante en la mirada durante las décimas de segundo que demoraba siempre cualquier respuesta. Curiosamente, ese recuerdo de ella ha sido el que ha permanecido en mi memoria, incluso ahora, pese al tiempo transcurrido, y tanto y tan íntimamente como nos vimos después, cuando la evoco, la imagen que me viene a la mente es la de aquel encuentro inesperado. 

III
Durante casi cinco años fuimos amantes, discontinuos pero exclusivos (al menos esto último en lo que a mí respecta). Yo era un soltero empedernido que había conseguido una plaza de profesor en la universidad, ella ejercía su profesión liberal y se había divorciado tras un matrimonio de pocos años. Solo habían tenido un hijo, aquel niño al que paseaba el día de nuestro encuentro en el ferial. Durante el tiempo que nos estuvimos viendo el niño cumplió los trece años, yo nunca lo vi personalmente en ese período, aunque sí en fotografías. No creo que él supiera de mi existencia.
Nos encontrábamos siempre en su casa, ella nunca aceptó venir a mi apartamento, ni siquiera para tomar café. Aprovechábamos las horas escolares de su hijo y la flexibilidad de mi horario de profesor universitario. Me llamaba cuando ella quería y yo acudía siempre presuroso; nunca supe con seguridad cuando sería la vez siguiente. A veces pasaban semanas sin que nos viéramos, pero en otras ocasiones, casi siempre aprovechando las vacaciones que su hijo pasaba con su padre, dormía varios días seguidos en su casa. No me dio ocasión de hacerme ilusiones.

IV
Me casé un poco mayor, pasados los cuarenta, con una mujer bastante más joven, una colega antigua alumna mía. A mi esporádica amante dejé de verla desde entonces, desde una semana antes de mi boda, para ser preciso.
Mi matrimonio duró once años, durante el cual nacieron mis dos hijas: Francesca y Norma. Ambas se fueron a vivir con su madre tras el divorcio. Una de ellas fue alumna mía en la facultad, ahora las dos viven fuera de España.
Algún año impartí clase en el aula que da al Jardín Botánico y mientras explicaba la elasticidad de la oferta o la globalización, no podía evitar que alguna mirada se escapara hacia la calle que tan intensamente observé años atrás. Durante mi tiempo de casado no me encontré con ella en ninguna ocasión, no tuve ningún contacto ni personal ni por escrito, aunque siempre permaneció en mi recuerdo y, tantas veces, cuando desde el edificio de la facultad miré a la calle Escuelas, su imagen pereció doblar la esquina de la plaza de la Universidad y dirigirse con paso apresurado hacia las calles más antiguas de la ciudad.

V
Un día, cuando me quedaban pocos años para mi jubilación, recibí un mensaje de ella a través de una red social en Internet. Fue una pequeña conmoción, un terremoto en mi ánimo provocado por la vuelta turbulenta de viejos recuerdos. La ilusión volvió a inundar mi ánimo, igual que antes, que tanto tiempo atrás, con la misma intensidad y de un modo tan imprevisto como siempre. Intercambiamos nuestros correos electrónicos y durante casi una década nos hemos estado carteando electrónicamente. Nuestra correspondencia ha sido, como toda nuestra relación, discontinua. Yo respondía siempre de inmediato a sus correos, aunque nunca sabía cuándo recibiría el suyo, ella a veces respondía en unas horas, otras tardaba varias semanas, nunca tenía certeza de cuando llegaría el siguiente. Durante ese período no nos vimos personalmente ni una sola vez. No aceptó decirme, pese a mi insistencia, en qué ciudad vivía, ni quiso utilizar la videocámara del ordenador, solo pude observarla en las fotografías que colgaba en Facebook. También me prohibió hablar del pasado: comentábamos los libros que estábamos leyendo, nos lamentábamos de los insoportables inviernos en que no llovía o nos pasábamos la última receta de cocina japonesa que habíamos probado.

Epílogo
El sábado pasado el cartero me entregó una carta certificada; qué raro se me hace ver mi nombre manuscrito en un sobre postal. La remitía su hijo, hasta ese momento no supe que se llamaba como yo, ella siempre se refería a él como “el niño”; el sobre contenía una breve nota y un viejo libro. En la nota me comunicaba la muerte de su madre, padecía un cáncer desde hacía varios años, desde que comenzó nuestra correspondencia epistolar creo yo, y le había dejado el encargo de comunicármelo cuando llegara el momento. El libro era un ejemplar de la Antolojía poética de Juan Ramón Jiménez que yo le había regalado en nuestro tiempo de estudiantes, la vieja edición de Cátedra tenía las tapas gastadas y las hojas estaban muy rozadas por el uso. Al inicio del libro había una nota manuscrita suya:
Cada día, al volver la esquina del Jardín Botánico, cuando tú dejabas de mirar por la ventana, me detenía para observarte y contemplarte absorto en tus clases de Economía.
E.

Asesinato en el consistorio (Navidad 2011)


Dedicado a mi amigo Francisco Cabrera, secretario de ayuntamiento y escritor.

El alcalde apareció muerto en su despacho el día antes de Navidad. El cuerpo lo encontró su jefa de gabinete, poco antes de las tres de la tarde, cuando entró para despedirse antes de tomarse unos días de vacaciones.
Esa mañana habían celebrado un pleno en el que la oposición había increpado al alcalde, como era habitual en ese órgano, y aunque no hubo conato de violencia ni amenaza alguna, a la jefa de gabinete no se le iba de la mente la cara congestionada del portavoz de la oposición, mientras blandía unos documentos y exigía al alcalde que justificara el destino de una subvención.
Al oír el grito de la jefa de gabinete, pronto acudieron los colaboradores más cercanos del alcalde: su secretaria, la jefa de protocolo, la jefa de prensa, el subjefe de prensa, el coordinador de presidencia, el portavoz del grupo político, el coordinador de los portavoces, el jefe de seguridad, el coordinador del gabinete y varios asesores con funciones difusas en el organigrama municipal.
Ante tanto barullo y desconcierto, el jefe de seguridad, imponiendo su autoridad,  propuso que se llamara al vicealcalde. Pertíñez apareció raudo y si bien al entrar dio algún traspié,  rápidamente se hizo cargo de la situación. Convocó a los colaboradores en un despacho adjunto —para no llenar el escenario del crimen con nuestras huellas—, advirtió, y se dirigió a ellos con voz solemne: después de sopesar la situación, he llegado a la conclusión de que lo mejor es llamar a la policía.
El inspector Morillas, recién adscrito a la brigada de homicidios, llegó en quince minutos, acompañado de un subinspector y cinco agentes. El forense ya estaba allí cuando llegó Morillas. Al inspector le pareció que examinaba el cadáver con más curiosidad que interés profesional. Morillas preguntó con la mirada y el doctor Figueras respondió de inmediato: ha recibido un fuerte golpe en la nuca, con un objeto pesado y contundente.
El inspector se dirigió al subinspector Zambrano y le apremió: llame a los sospechosos habituales. Zambrano, desconcertado, preguntó — ¿Quiénes son los sospechosos habituales en un caso como este?
Morillas, serio y seco respondió: — ¡Quienes han de ser!, pues el secretario general, el interventor y el tesorero.
El interventor estaba ese día de permiso, por lo que el subinspector creyó, con buen criterio, que la viceinterventora era la sustituta natural en la escala de sospechosos.
Ahí estaban los tres, sentados uno junto a otro en una larga mesa de la sala de reuniones de la junta de gobierno local. Enfrente de ellos el inspector Morillas los miraba fijamente, intimidatorio. De repente les espetó: el alcalde ha muerto.
Ninguno de los tres funcionarios movió un músculo de la cara, aunque al inspector no se le escapó un mal disimulado suspiro de alivio del tesorero. — Ha sido asesinado, continuó el inspector, expresándolo con mucha calma, a la espera de la reacción de los altos funcionarios. No pudo apreciar ni el más mínimo gesto, todos ellos, impertérritos, mantuvieron la mirada de su interrogador. — ¿Qué tienen que decir a esto?, gritó Morillas, que comenzaba a exasperarse por la actitud de los sospechosos.
El secretario, quizás por la antigüedad en el cuerpo, se creyó obligado a ser el primero en intervenir. En caso de ausencia, vacante, enfermedad o fallecimiento el vicealcalde sustituye al alcalde en todas sus funciones. La viceinterventora apostilló: será necesario sustituirlo cuanto antes en las cuentas bancarias del ayuntamiento. El tesorero, mucho más consciente de la gravedad de la situación, exclamó por su parte: ¡Al menos las nóminas de Navidad estaban firmadas!
El inspector Morillas admiró la templanza de estos profesionales, pero no se acababa de fiar de ninguno de ellos. Les mantuvo una tensa mirada, en busca de alguna debilidad.
En ese momento el subinspector Zambrano llamó a la puerta.  — Con su permiso, inspector ¿puede salir un momento?.
— ¿Qué ocurre?, preguntó Morillas, ya en el pasillo.
— Las cámaras de seguridad del edificio han grabado a quien entró en el despacho del alcalde. Ya ha confesado, informó el subinspector.
— ¿Quién ha sido?
— El concejal de cultura, señor.
— ¿Inquina política, quizás?, inquirió el inspector.
— No señor, —continuó el subinspector Zambrano—, al parecer el concejal, que tiene vocación literaria, le escribía los discursos al alcalde, pero éste, bastante petulante e ignorante, en opinión del concejal, a menudo le cambiaba las palabras o las expresiones. En el último pleno, en un mensaje navideño dirigido a toda la corporación, donde el concejal había escrito con objeto de evitar malentendidos, el alcalde leyó en aras de evitar una mala dinámica política.
— ¿Eso fue todo?, pregunto, sin atisbo de asombro, el inspector.
— Sí, al parecer le golpeó con un tomo del María Moliner en la cabeza, respondió Zambrano.
— Um, reflexionó el inspector. — Querido Zambrano, —dijo agarrando del brazo al subinspector mientras abandonaban el edificio consistorial—, en un ayuntamiento siempre deben considerarse sospechosos, y por este orden, al secretario, al interventor y al tesorero, pero si hay un escritor despechado, no te quepa duda mi buen amigo y colega, ése es el que tiene más papeletas para ser el asesino. 

Los cuadernos de Francesca (Navidad 2010)



Cada vez que rompía con Francesca, me compraba un cuaderno. Como han sido muchas las veces que esto ha ocurrido a lo largo de nuestros seis años de relación, resulta que he llegado a coleccionar un buen número de ellos.
En cada cuaderno iniciaba un relato o un conjunto de ellos relacionados entre sí. Mi escritura duraba lo que nuestra separación, pues cuando volvía con Francesca la intensidad de nuestra relación no me permitía volver a escribir. Cada cuaderno es, pues, una marca de mi paso por el infierno de los enamorados.
Los temas de mi escritura son heterogéneos, no así los motivos de nuestras disputas que nacían siempre de la coquetería de Francesca con otros hombres, los celos prenden fácilmente en mí y su respuesta displicente a mis recriminaciones acababan por estropearlo todo.  Sin embargo nada de esto se refleja directamente en mis relatos, mis cuadernos han sido un refugio blindado en medio de la desolación amorosa.
En el cuaderno de tapa roja narro las peripecias de un viajero que recorre la Italia del Renacimiento y en cada ciudad se encuentra con un personaje idéntico, un tipo de asombroso parecido a un conocido político italiano,  que en Florencia era uno de aquellos escribanos toscanos que imitaban el estilo de escritura auténtica de los antiguos, en Venecia un barbero mujeriego con bella voz de barítono y en Rávena un buhonero de fácil palabrería al que sus vecinos conocían como Buff.
El cuaderno verde trata de la vida de Estanislao León, miembro de la comisión que elaboró el proyecto de Constitución Federal de la República Española durante el Gobierno de Pi i Margall y que, tras una muerte accidental, se reencarnó en sucesivos canes de la familia real, y desde esta perspectiva contempla con ironía y escepticismo la Historia de España.
El cuaderno marrón contiene una conjunto de aforismos de un pensador, positivista acérrimo, que quiso pertenecer al Círculo de Viena pero que tuvo la desgracia de nacer con cincuenta años de retraso, y todo lo que piensa y escribe, ya lo había pensado y escrito otro antes que él. Su obra, inédita, se denomina, como ya habrá adivinado el lector, Tractatus.
Este material variopinto y otro contenido en diversos cuadernos, fruto todo él de la veleidades de Francesca, no fue pensado para publicarse, simplemente es el cuaderno de bitácora que describe metafóricamente el rumbo, la velocidad, las maniobras y demás accidentes de mi travesía sentimental.
Nuestras rupturas siempre se producían en sábado, pues los días de semana apenas nos veíamos brevemente, cansados por la jornada laboral y sin el ánimo o la fuerza necesaria para emprender una disputa.
Esto me obligaba a buscar los cuadernos en domingo, y no es fácil encontrar una papelería abierta ese día. Recuerdo mis paseos en las frías mañanas de invierno, con la ciudad todavía dormida y restos de nieve sucia en el suelo, buscando un negocio que abriera en festivo. Por ello la papelería-librería de Lola fue un descubrimiento, ella tiene una gran variedad de cuadernos, todos de la misma marca, con tapas de vivos colores y páginas de blanco lino.
Lola y yo hemos llegado a ser buenos amigos, a ella le  compro siempre la tinta para mi estilográfica y los lápices marca Alpine, también me guarda la revista literaria de la que soy asiduo y, por supuesto, me suministra los cuadernos, aunque éstos únicamente los domingos de desengaño. Cuando el miércoles pasado me llamó para decirme que la casa que fabrica mis cuadernos había hecho una edición limitada, de lujo, con brillantes tapas negras y el doble de páginas que los ordinarios, supe que no podía dejar pasar la oportunidad.
Francesca y yo reanudamos nuestra relación el pasado verano, pero ayer por la tarde la llamé para decirle que todo había terminado entre nosotros. Esta mañana, como tantos otros domingos, he ido en busca de Lola y he comprado el cuaderno de tapas negras. Ahora,  mientras cae la tarde y algunos copos de nieve se depositan lentamente en el alféizar de mi ventana, he comenzado la escritura de mi primera novela, cuyo prólogo lo forman estas palabras.

Marta y la hipótesis de Riemann (2010)



En las largas caminatas que dábamos entre el Instituto y el campus de la Universidad, David me confesó en varias ocasiones: “A veces creo que estoy a punto de comprenderlo todo. Pero no.”
Como ninguno de los dos éramos muy habladores, la mayor parte de nuestros paseos transcurrían en silencio, de vez en cuando alguno realizaba un comentario o una observación, pero sin esperar respuesta del otro. No había conversaciones en sentido propio, sino más bien un intercambio inconexo de ideas, a veces de meras ocurrencias, sólo cuando nos sentábamos a descansar en la sala del Instituto, frente a la gran chimenea, la conversación fluía con cierta naturalidad.
Uno de nuestros recorridos preferidos era el que discurría entre el edificio de Matemáticas y las casas en las que se alojan los profesores, aquél por el que transitaron frecuentemente, hace ahora medio siglo, el físico Albert Einstein y el matemático Kart Gödel. Este sendero, con piso de grava y sombreado por grandes árboles, lo recorríamos en completo silencio, sobrecogidos, como si transitáramos por un lugar sagrado, quizás con la vana esperanza de que algo del genio de sus antiguos caminantes hubiera quedado flotando en el ambiente y pudiera ser absorbido por nosotros.
David era un joven matemático chileno que trabajaba como miembro visitante en el Instituto de Estudios Avanzados en problemas relacionados con la hipótesis de Riemann. Era investigador en el mismo centro en que lo fueron Einstein y Gödel,  aunque él, pese a su admiración por ambos genios, no le daba mucha importancia a esta coincidencia. A David sólo había dos cosas que le apasionaran: la hipótesis de Riemann y Marta. Yo por mi parte tenía una humilde beca posdoctoral en la cercana Universidad de Princeton, donde investigaba las conexiones entre la mecánica cuántica y la teoría general de la relatividad, y no tenía ninguna Marta que me agitara el alma.
Mi amigo tenía una mente excepcional y a diferencia de mí, que no pasaba de ser un esforzado y poco brillante estudiante posdoctoral, él tenía un don para transitar por los caminos más difíciles de las matemáticas y alcanzar, con sorprendente facilidad, cimas hasta ese momento inaccesibles para los demás.
David llegó a Princeton desde Santiago de Chile el mismo año que yo aterricé procedente de Madrid, pronto hicimos amistad unidos por el idioma y la afición al fútbol. Él era entusiasta del Colo Colo y yo del Real Madrid, lo que motivó largas y apasionadas discusiones. De entre todas ellas recuerdo una en la que él, con la cara congestionada, relataba con énfasis y entonación afectada el legendario partido del 22 de agosto de 2003, en el que los caciques vencieron a los merengues por 2-0, estando yo presente ¾ declamaba David con voz engolada ¾  en las gradas del Estadio Monumental de Chile. Aquel partido ha quedado en el imaginario de mi amigo y en el de muchos futboleros chilenos, no sólo por la victoria santiaguina, sino porque en aquel año lideraba al Real Madrid Iván Zamorano, probablemente el mejor jugador andino de la historia.
Marta, “la que duele” como él la llamaba, era una novia que dejó para irse a EE.UU. o quizás fuera ella quien rompió la relación antes de que él partiera hacia Norteamérica, nunca he sabido quien abandonó a quien, ni las causas de la separación, lo único cierto es que el dolor por la pérdida de Marta no lo abandonó en los dos cuatrimestres que compartimos caminatas y amistad. En los momentos de mayor melancolía David ponía en su pequeño reproductor de música el aria M'appari tutt' amor cantada por un desconocido (y pésimo) tenor y lloraba con gruesas lágrimas.
Su antigua novia era una fuente inagotable de desdichas para David, las desventuras pasadas con ella y sus innumerables traiciones no parecían tener fin en los relatos que el chileno hacía de su vida en Santiago.  David me decía que no la comprendía pero que la amaba con toda su alma, yo le reprendía diciéndole que era un adicto al dolor y que necesitaba a Marta para mantener un elevado nivel de desgracia vital.
Un día, muy de mañana, me llamó por teléfono y me contó entusiasmado que había hecho un importante descubrimiento sobre la función zeta de Riemann, algo relacionado con el papel de los ceros de la función. Era un paso decisivo en la demostración de la famosa hipótesis, probablemente el logro más importante de los últimos veinte años, me dijo. Quedamos en vernos esa tarde en el sendero de los genios, pero David no apareció.
En el Instituto me comunicaron que había abandonado su habitación a media mañana y comunicado que dispusieran de ella, pues no tenía intención de volver. Me dejó una copia de su demostración, con indicaciones precisas para que no intentara publicarla ni comunicarla a nadie. Nada más, ningún comentario sobre los motivos de su marcha o su destino.
Tardé tres años en saber de él. Un día, estando ya de vuelta en Madrid, localicé su nombre en Internet en una famosa red social, pero todos mis intentos de comunicarme con él fracasaron, pues no respondió a ninguno de mis intentos de comunicación.
Hace ahora justamente un año, cuando se cumplían cinco desde nuestra última conversación telefónica en Princeton, David me envió un correo electrónico. Mi dirección no es difícil de encontrar, pues la página Web de la Universidad madrileña en la que trabajo publica las direcciones de sus profesores, por lo que mi nombre es fácilmente localizable con cualquier buscador.
En el correo no hacía ninguna mención a su desaparición del Instituto de Estudios Avanzados o a su descubrimiento matemático, simplemente contenía algunos comentarios sobre Aristóteles y la “música de los números primos”, así como algunas referencias al clima de Santiago de Chile. Era como en aquellas conversaciones por los senderos de Princeton, deslavazadas e inconexas, pero que precisaban de la compañía del otro.
Yo le relaté mi fracaso con la teoría de cuerdas y mi apacible trabajo como profesor de Fundamentos de la Física a alumnos poco interesados de la Escuela Politécnica, pero no le pregunté sobre su precipitada salida del Instituto americano.
Llevamos un año enviándonos correos el día cinco de cada mes, invariablemente él me los envía a la una de la tarde, hora santiaguera, y yo le respondo dos horas después, a las nueve, hora de Madrid. Hablamos de fútbol, de mecánica cuántica, de filosofía, de tenores wagnerianos o de cómo cocinar el arroz graneado, pero nunca de la hipótesis de Riemann ni de Marta.
Marta llegó a Princeton un poco después de que él se marchara, al parecer le había avisado de su inminente llegada mediante un mensaje al teléfono móvil.  David debió recibirlo  la misma mañana en que me comunicó su descubrimiento, aquel mensaje provocó, sin duda, su precipitada huida.
Cuando supo de su marcha, Marta se sintió decepcionada, aunque no muy sorprendida. Había conseguido un trabajo en Nueva York para estar cerca de David y él, como en otras ocasiones, según me confesó ella, no tuvo el valor de enfrentarse a su inestable relación.
Durante unos días le hice compañía a Marta, luego ella se marchó a  trabajar en el estudio de un afamado escultor español. En tren no se tardan más de dos horas desde Princeton a Nueva York, por lo que nos hicimos frecuentes visitas durante el tiempo en que ella vivió en aquel apartamento de Brooklyn. De aquellos días recuerdo, sobre todo,  la impaciencia del viaje y los atardeceres en Prospect Park. Ahora Marta y yo vivimos juntos en Madrid.
Nosotros nunca hablamos de David, hay un silencio tácito respecto a su persona que me inquieta, pero me falta el valor necesario para afrontar el tema. Temo que se desborde un caudal de sentimientos que no pueda contener, por eso ella no sabe de mi correspondencia con él, ni él de mi vida con ella.
Unos japoneses publicaron hace un par de años una demostración muy semejante a la de David sobre la función z de Riemann, la comunidad científica no parece ponerse de acuerdo sobre su validez, pero cada día que pasa parece confirmarse que aquel no era el camino.

Clara (Navidad 2009)



—No te enteras de nada, chica.
Clara recordaba ahora esas palabras que tan a menudo le repetía Cristina, mientras una sonrisa asomaba a sus labios. No sabía porqué, pero en los momentos más dramáticos, cuando estaba a punto de derrumbarse y derramar miles de lágrimas, a Clara le venían a la mente frases, ideas o situaciones paradójicas o simplemente ridículas, que la hacían sonreír. —Debe de ser un mecanismo de  compensación, pensaba. No era una mujer de lágrima fácil, ni solían desbordarla las situaciones o deprimirla los acontecimientos; a Clara sólo le hacían llorar las personas.
Por ejemplo, Pablo. A ella le pereció tan encantador, con ese aire de seductor tímido, incapaz apenas de mirarla a los ojos cuando le decía cosas tiernas, tan atento a su mínimo deseo, en fin, tan distinto a los otros hombres que Clara había conocido. No es que hubieran sido muchos, pero ella tenía ya treinta años, lo suficientes como para saber que éste era diferente a todos los demás.
Clara se preguntaba ahora, mientras retiraba los adornos navideños, aunque aún no había llegado siquiera nochevieja, hasta qué punto podemos conocer a los demás qué parte hay de autenticidad y qué de fingimiento en lo que se nos muestra de cada uno.
Por ejemplo, Pablo. Llegó al estudio en el que Clara trabajaba como delineante hacía cuatro meses, era un interiorista encargado de un proyecto especial, un hotel de lujo que se había encargado a “Merlo, Arquitectos Asociados”, y a todas las mujeres del estudio, incluida Marta, su jefa, les pareció guapísimo. Tenía aspecto de galán antiguo, de rasgos marcados y belleza contundente, pero con una mirada inocente y una sonrisa tímida que desbarataba toda posible arrogancia. Era, además, muy cuidadoso con su vestimenta, demasiado atildado según su amiga Cristina, pero a Clara le parecía elegante y sofisticado.
Clara a menudo se obsesionaba por comprender a las personas y la realidad que la rodeaba y analizaba los hechos una y otra vez, hasta en sus mínimos detalles para explicarse las reacciones de los demás. A veces un simple comentario o una sonrisa que le parecía despectiva o condescendiente le llevaba horas de análisis e introspección. Por eso no soportaba la mentira, no tanto por lo que comportara de engaño o deslealtad, sino porque suponía un impedimento en su intento de comprender intensamente el mundo. Era obsesiva y detestaba a los mentirosos.
Por ejemplo, Pablo. Aunque era tan amable, siempre con una palabra de halago para su nueva blusa, un comentario para su cambio de peinado o un elogio para esos zapatos tan caros que por primera vez le hizo sentir que había merecido la pena un gasto a todas luces excesivo. Clara empezó a arreglarse pensando especialmente en él y se compraba un broche de bisutería o unos pendientes esperando un comentario suyo, incluso alguna ropa especialmente descotada o ajustada que en otras circunstancias nunca se habría puesto ahora se la colocaba cuando iba al estudio.
Clara había llegado a convertirse en una buena analista de la realidad, a comprender su entorno y predecir las reacciones de los demás, por ello no era fácil engañarla ni manipularla sentimentalmente. Era muy racional y tenía muy claro lo que podía esperar de los demás, pero cuando se sentía engañada se lo tomaba como una tragedia y nunca perdonaba al farsante.
Por ejemplo, Pablo. Al cabo de llevar dos semanas en el trabajo la invitó a ir al teatro y a cenar, a Clara le pareció una consecuencia lógica de su paciente trabajo de seducción, de la dosis adicional con la que se perfumaba por las mañanas o de esas medias tan llamativas que se ponía con la minifalda. Cuando, después de salir juntos durante cincuenta y cinco días, él le propuso que se fueran a vivir juntos, ella pensó que se había completado su plan. Pablo se fue a vivir a casa de ella, pues él acababa de llegar a la ciudad y todavía no estaba totalmente instalado. Hace ahora exactamente dos semanas que apareció con sus maletas, un abeto natural y unos preciosos adornos navideños de estilo veneciano.
Clara creía haber alcanzado la madurez intelectual y la estabilidad emocional. Comprendía el mundo y tenía un hombre que la amaba y compartía su vida con ella. Es cierto que en la cama, aunque esforzado, era poco hábil,  pero ella esperaba adiestrarlo sutilmente en las técnicas del placer y, en cualquier caso, la envidia que provocaba en las demás compensaba cierta insatisfacción sexual, que por otra parte siempre era preferible a los largos periodos de abstinencia anteriores. Pero este mundo perfecto era en extremo frágil y exigía que las cosas fueran como parecían, que no hubiera en él un traidor.
Por ejemplo, Pablo. Aquella mañana Clara se había sentado ante el ordenador para consultar unas compras de ropa que había hecho por Internet y recurrió al historial del explorador para encontrar la página que había consultado la noche anterior. Allí descubrió una reciente visita a una página de homosexuales, y aunque  no había rastros de otras visitas a esa página en días anteriores, Clara sabía de informática lo suficiente como para averiguar todas las páginas abiertas en las últimas semanas. Pese a que Pablo había borrado los rastros más evidentes, no había eliminado los archivos ocultos que delataban su asiduo deambular por páginas y chats gais.
Clara metió las ropas de Pablo en una par de bolsas de viaje y las dejó junto al ordenador, encendido y conectado a una página en la que aparecían jóvenes que, bien vistos, se parecían mucho a Pablo y salió a la calle. Cuando volvió las ropas no estaban y una nota adherida a la pantalla del ordenador tenía escrito “Lo siento”. Ahora, cuando las lágrimas afloraban por primera vez mientras retiraba las bolas venecianas del árbol de Navidad, recordaba las palabras de su amiga. Lo que más le dolía no era el engaño o haber perdido a un hombre que parecía magnífico, sino la sensación de vivir en un mundo incomprensible.
—Chica, es que no te enteras de nada, pensó, mientras una sonrisa afloraba a sus labios.

Tokio (2009)



El inspector Auster se encontró aquella mañana sobre la mesa los informes de tres casos, con una nota del comisario en la que le indicaba que abandonara todo lo demás y se dedicara en exclusiva a ellos.
Los tres casos presentaban similitudes, mujeres de mediana edad, en torno a los cincuenta años, del mismo barrio, habían aparecido muertas sin aparentes signos de violencia exterior.  Todo parecía indicar que se habían suicidado: una arrojándose a las vías del metro al  paso de un convoy, otra saltando desde un quinto piso al patio interior del edificio de vecinos donde residía y la tercera atiborrándose de aspirinas, lo que le produjo una úlcera y la inevitable hemorragia que la desangró.
El inspector leyó los informes de la policía científica y del forense, no había nada que indicase la participación de un tercero en aquellas muertes, pero su instinto le decía que no podía ser casualidad.
Acudió al instituto forense para examinar los cadáveres en busca de alguna pista que hubiera pasado desapercibida hasta ese momento y descubrió una coincidencia asombrosa. Las tres mujeres parecían recién salidas de la peluquería.
En el barrio donde vivían las víctimas había varias peluquerías, pero después de algunas discretas indagaciones averiguó que las tres eran clientas de la peluquería Tokio.
Se anunciaba como un salón de manicura, estética y relajación, pero al entrar el local el inspector tuvo la impresión de que no era más que una modesta peluquería de barrio. Al frente de la misma había sólo una persona, Nuria, una peluquera de unos treinta años, no muy alta, morena y con el pelo corto pero muy cuidado. Su mirada era penetrante y su voz tenía un extraño acento extranjero que el inspector no supo identificar.
Auster se hizo pasar por un cliente y preguntó si le podía hacer la manicura y cortarle el pelo. Ella respondió con una amabilidad que al inspector le pareció fingida.
   ¡Cómo no!
Mientras le enjabonaba la cabeza la peluquera comenzó a hablar del sol que declina y de una misteriosa niebla negra que inundaba las tardes en algunas ciudades. El inspector sintió algo de desasosiego, pero la animó a continuar. Nuria continuó hablando con voz despaciosa y casi susurrante. Auster comenzó a sentir que el desasosiego se convertía en un abatimiento profundo y cuando Nuria pronunció la frase “ya no humano” el inspector decidió salir de la peluquería  prácticamente huyendo, tambaleante, apenas balbuceando una excusa, dejó un billete de veinte euros sobre el mostrador.
Al salir a la calle vio acercarse a un camión, de esos que transportan combustible, y sintió el deseo de arrojarse bajo sus ruedas. Su mente estaba envuelta en una densa niebla negra, la luz del sol había declinado completamente y ya no se sentía humano. Cerró los ojos y se dispuso a lanzarse, en ese momento una mano sujetó con fuerza su brazo.
   ¡No, tú no!, dijo la peluquera.
Auster abrió los ojos, y vio su cara a uso centímetros de la suya. Y en ese momento tuvo que decidir sobre el dilema más importante de su vida, besar los labios que le ofrecían o sacar las esposas.

La mula (Navidad 2008)



Los concejales se presentaron puntuales en el ayuntamiento, ante la mirada atónita de los funcionarios municipales que jamás habían visto a ninguno de ellos a tan temprana hora. Por lo general los más madrugadores aparecían por la casa consistorial a eso de las nueve, los tenientes de alcalde un poco antes de las diez y el alcalde siempre pasada esta hora. Su orden de entrada respetaba una jerarquía implícita, de modo que un concejal de menor rango nunca llegaba después que otro de mayor grado o posición. La sorpresa era no sólo por ver a tantos concejales a las ocho de la mañana, sino porque el alcalde hubiera convocado la junta de gobierno para cuando apenas despuntaba el sol.
 Los ediles desconocían la razón por la que el alcalde los había citado a tan intempestiva hora  y se preguntaban por el misterioso enunciado del orden del día, en el que se convocaba sesión extraordinaria y urgente con un único punto: “Hurto de símbolo navideño”.
Mientras debatían estos pormenores entró en la sala el secretario municipal, circunspecto y envarado les dirigió un displicente saludo y se dirigió con largas zancadas a su asiento habitual. Nadie osó a preguntarle por el obligado madrugón o por el contenido de la sesión, pues aquella mañana traía cara de pocos amigos y ya conocían su previsible respuesta: “Pregúntenles a su señoría”. El secretario se refería normalmente al alcalde por su nombre de pila, pero cuando la situación se ponía tensa lo llamaba por su cargo, “el señor alcalde” y si verdaderamente pintaban bastos, como parecía aquella mañana, se refería a él con el tratamiento de “su señoría”, al que tenía derecho según las normas del protocolo municipal.
Su señoría entró hosco, con expresión avinagrada y paso rápido. Sin mediar explicación se sentó en su sillón y solicitó, más bien ordenó, que todos tomaran asiento. Con voz solemne relató el objeto de aquella junta de gobierno:
 ─ Ayer por la tarde, el jefe de mantenimiento, al desembalar las figuras del  Nacimiento, descubrió que una de las cajas estaba vacía. Algún desaprensivo ha robado la mula del pesebre. En estas circunstancias, ─ continuó compungido ─, es imposible montar el portal de Belén en la plaza, tal y como hemos venido haciendo desde que soy alcalde.
Terminada su breve alocución guardó silencio y miró con fijeza a sus concejales. Éstos permanecieron inmóviles, con la vista gacha, sin atreverse a dirigirse la mirada entre ellos o fijarla en los brillosos ojos del alcalde. Algunos, de soslayo, dirigieron una disimulada mirada al secretario, pero éste, que no en vano tenía ya varios lustros de experiencia profesional, supo mantener cara de póquer, como hacía siempre ante cualquier asunto que se debatiera en pleno o comisión, por disparatado que éste fuese.
Pasados unos segundos la concejala de asuntos sociales propuso, ingenuamente, que se comprara otra mula. El alcalde le respondió de malos modos porque, al parecer, el interventor municipal ya le había advertido que no existía presupuesto para comprar mulas. Además, ─ continuó el primer edil en un tono fronterizo a la indignación ─ ¡el problema no es la ausencia de la mula, sino lo simbólico del robo!
Nuevamente un espeso silencio inundó la sala, sólo se oía el rayado de la pluma del secretario que impertérrito levantaba acta de lo que allí se decía. Los concejales esperaban que el alcalde revelara el valor simbólico del robo, pero ante su mutismo la mayoría decidió aplicar la regla de oro de la política en época de tribulaciones: callar y esperar a que escampe.
El silencio lo rompió, al cabo de un tiempo que pareció interminable, el concejal de urbanismo, que en su condición de primer teniente de alcalde y hombre fuerte del ayuntamiento se consideró en la obligación de tomar las riendas del asunto. Se trataba de un tipo duro, acostumbrado a negociar con promotores y otra gente de dudosa reputación, al que no le temblaba el brazo en los duros pulsos especulativo-inmobiliarios. Propuso lo que él denominó “una recalificación de los equipamientos no lucrativos del portal de Belén”, sustituyendo a la mula y el buey por elementos no figurativos de acero o metacrilato, dando así un toque postmoderno a la Natividad. Una mirada fulminante del alcalde bastó para comprender que la experiencia urbanística no es siempre trasladable, como tan a menudo piensan los ediles del ramo.
Esto dio la oportunidad de intervenir al concejal de economía, quien aprovechó la ocasión para convencer a sus compañeros que la mula simbolizaba la bondad desinteresada y el fervor ecológico, exponiendo a continuación con todo detalle su plan. Con maquiavélicos propósitos los alcaldes suelen encomendar la delegación de economía a los concejales más ingenuos o quizás a los más pretenciosos; éstos, al inicio de su mandato, se creen el centro del mundo y toman con gesto severo el mando de las responsabilidades financieras del ayuntamiento, sin embargo pronto comprenden que la escasez de recursos convierte su trabajo en un sinfín de sinsabores, presiones y problemas para los que disponen de escaso margen de maniobra. Añadan a esto que sus pocas ideas innovadoras son sistemáticamente cercenadas, sin piedad alguna, por la guadaña que el interventor municipal reserva para estas ocasiones y que emplea con gran solemnidad no exenta de cierto placer sádico. Todo esto suele convertir a los concejales de economía en seres maliciosos.
Tras oír la idea del prócer de economía, a su señoría se le iluminó la cara, pero se limitó a decir con sequedad: “De acuerdo, se adopta la propuesta por unanimidad. Tome nota señor secretario”.
A la mañana siguiente Luisito, acompañado de su abuelo, esperaba el primero de la cola para visitar el Nacimiento municipal. Cuando el policía local abrió sus puertas, el niño quedó fascinado por las hermosas construcciones que se iluminaban desde el interior, por la majestuosidad de los camellos que movían su cuello arriba y abajo, y por el río de agua cristalina que bajaba desde la cumbre de las montañas. Pero al acercarse al portal donde se resguardaban María y José con el Niño,  Luisito quedó perplejo.
¡Abuelo, abuelo!, exclamó tirando de la manga de su acompañante: ─ ¿Qué hace la foto de ese hombre en el lugar de la mula? ─ En efecto, una fotografía de un sonriente alcalde ocupaba el lugar simbólico y material de la mula hurtada.

Los evanescentes (Navidad 2007)



Mi relación con los evanescentes tiene mucho que ver con mi afición a la lectura y mi aversión a la nochevieja, una filia y una fobia que en este caso han forjado una extraña alianza. Todo comenzó, hace ahora cuatro años, mientras hojeaba una revistilla de ocultismo en una barbería de barrio a la que acudo para cortarme el pelo desde que tenía quince años. Debo decir que yo soy un lector voraz y compulsivo, leo todo lo que está a mi alcance, desde los prospectos de los medicamentos hasta los carteles pegados en la calle anunciando conferencias esotéricas o conciertos de rock, me intereso por las falaces hojas informativas que editan los ayuntamientos e incluso pierdo el tiempo con esos diarios infames que se reparten gratuitamente por doquier. Lo leo todo, con excepción de los best seller, no es que yo sea un tipo muy exigente, claro que no, pero siempre que cae en mis manos uno de Follet o un Código da Vinci, cuando estoy a la altura de la página doce comienza a salirme un sarpullido por todo el cuerpo, son pequeñas erupciones muy molestas que escuecen y pican  insidiosamente y que sólo cesan cuando dejo el libro en un contenedor de papel para reciclar. Esta manía mía por la lectura compulsiva y una cierta afición literaria por los anuncios por palabras me llevó a detenerme en el que se publicitaba el doctor Duerf Wittgenstein, quien decía ser reconocido experto en psicolenguaje y metanálisis, procedente, nada menos, que de la prestigiosa Escuela de Viena. El doctor ofrecía la posibilidad, con la adecuada hipnosis, de convertirte en invisible.
Han de saber que yo siempre he detestado las reuniones familiares en general, desde niño me han  fastidiado las bodas, bautizos y cumpleaños, todos encadenados como una fatídica secuencia. Pero de todas las celebraciones, si hay una que me resulta verdaderamente insufrible esa es la nochevieja, particularmente por el asunto ese de las uvas, tener que comerse cinco o seis uvas al ritmo de unas campanadas, el resto procuro arrojarlas disimuladamente bajo la mesa, es de las cosas más humillantes que he tenido que hacer a lo largo de mi vida. En esas ocasiones, entre parientes achispados e incomprensiblemente eufóricos tras los sones que nos hacen un año más viejos, siempre he deseado  hacerme invisible, y eso justamente es lo que me prometía el doctor Duerf Wittgenstein.
Sé que cualquier persona sensata hubiera considerado ese anuncio como una paparrucha y un tosco intento de estafar a ignaros, pero la cercanía de la Navidad aumentó mi pánico y por ello, justificándome con un “no tienes nada que perder”, decidí visitarlo. Las sesiones de hipnosis fueron caras, pero tras algunas de ellas ya conseguía desvanecerme y que no quedara de mí más que un polvillo dorado flotando en el aire. Aunque el doctor Duerf Wittgenstein insistía en que nadie lo notaría, yo preferí no intentarlo en esa nochevieja y esperar a la siguiente, cuando tuviera más depurado el manejo de la invisibilidad.
Como soy perseverante, continué con las visitas al doctor vienés, tras haber conseguido convencer al director de mi banco de lo lucrativo que sería para él una tercera hipoteca sobre mi piso de setenta metros cuadrados. La nochevieja del año siguiente conseguí hacerme totalmente invisible ante la sopa de besugo sin que nadie se percatara de ello. La técnica consistía en permanecer con la mirada fija en un punto más allá de la cabeza de mi cuñada, una mueca que simulara una sonrisa y un silencio místico. Al cabo de unos minutos nadie te veía, aunque lo más prodigioso del sistema del doctor Duerf Wittgenstein es que nadie se percataba de tu ausencia, incluso al día siguiente algunos creían recordar una participación tuya  en alguna discusión trascendental sobre las aventuras sexuales de no sé quien.
Al año siguiente continué con las sesiones de hipnosis, tras pedir a mi hermano un anticipo a cuenta de la herencia paterna, y pude lograr lo que los expertos en la materia denominan el pase a la quinta dimensión, aquella que te permite encontrarte con los que transitan en tu mismo estado de invisibilidad. El doctor Duerf Wittgenstein me aseguró que hay quienes incluso se han encontrado en esta dimensión con el gato de Schrödinger. Animado, pues, por la verborrea lógico-espiritista de mi querido doctor la nochevieja del año siguiente, ya invisible, deambulé por las regiones espectrales en las que hallé a Saned Racle, prestigioso plumilla local con el que había coincidido en algún jurado literario-gastronómico. Él me confesó que llevaba más de diez años haciéndose invisible en nocheviejas, actos sociales y consejos de redacción, y me aseguró que éramos muchos los iniciados en esta disciplina. Citó el caso de un prestigioso especialista en cáncer que se desvanecía dejando solamente en el aire la huella sonrosada que marcaba su cara y, aún así, nunca nadie se había percatado de ello. Todos los invisibles que se encontraban en este estado se llamaban entre sí “los evanescentes” y solían reunirse el día de nochevieja para comentar sus andanzas en ese mundo intermedio entre el ser en sí y el ser para sí. Las reuniones se convirtieron en citas obligadas los años siguientes e incluso, desde hace dos, organizan lo que llaman cenas de nochevieja alternativas, con sus uvitas ectoplasmáticas y todo.
Ahora, sin embargo, cuando se acerca una nueva Navidad no sé si mi situación realmente ha mejorado, pues este año tengo dos cenas de nochevieja, la de la familia y la de los evanescentes, entre los que se encuentra, por cierto, un cuñado mío, habitual de las cenas familiares que me confesó que él se hacía invisible desde mucho antes que yo, sin que, tampoco en su caso nadie hubiéramos advertido su ausencia.
Creo que con el nuevo año volveré a las sesiones del doctor Duerf Wittgenstein para intentar conseguir el pase a la sexta dimensión, esa en la que a uno le garantizan que no encontrará ni periodistas, ni oncólogos, ni cuñados, aunque para ello tenga que vender las joyas que mi madre pensaba dejarme en herencia. Todo sea por pasar una nochevieja en paz.

La muerte y la doncella (2007)



David pasea absorto por el parque, parece preocupado, a veces mira atentamente la punta de sus zapatos y otras, con pose de futbolista, golpea una piedrecilla que se encuentra en el camino. Todo esto lo hace sin distraerse, sin disminuir su concentración, como si a cada golpeo confirmara una idea o afirmara una intuición.
La tierra que pisa es parduzca, descolorida y se encuentra apelmazada por el paso del tiempo, no obstante ha cubierto los zapatos del joven con una fina capa plomiza, casi transparente. Discurre el camino paralelo al cauce seco del río, flanqueado a la izquierda por una barandilla oxidada, en la que sólo un observador atento puede apreciar los restos de pintura verde que antaño la cubrieron, aunque en algunos tramos la barandilla ya no existe, debieron derrumbarse los muretes que la sujetaban y ahora, en esos trechos, el río se abre sin pudor a la ciudad. A la derecha del camino unos parterres de boje  albergan en su interior árboles centenarios y flores mustias, el boje también se encuentra cubierto por el polvo grisáceo y está muy descuidado, con numerosos claros.
Abril es un mes de temperaturas cambiantes, se alternan los días cálidos que preludian un verano inminente con fríos invernales que resisten a la primavera. Al salir de casa unos nublos en el cielo auguraron a David una tarde fresca, pero ahora que el sol se impone a las titubeantes nubes le obliga a realizar un itinerario tortuoso, caminando en busca de la sombra de los árboles.
Sentimientos contradictorios pugnan por la hegemonía del espíritu de David, de un lado una pena profunda, agarrada en lo más hondo de su ser, que debiera abatirlo si no fuera porque a su vez esta desolación destila una especie de placer enfermizo, excitante, como si se hubiera atiborrado de estimulantes, piensa que está embriagado de infelicidad y eso lo  turba.
Esta mañana, mientras caminaba por el centro de la ciudad en busca de una librería de viejo en busca de un libro de poesía largamente buscado, vio a Inma abrazada a otro. Su acompañante, considerablemente más alto que ella, le echaba el brazo por la espalda y con la mano recogía su hombro, apretándola contra sí. La escena no ofrecía dudas, ni la identidad de ella, con su coqueta melena rubia y rizada, ni la actitud amorosa de ambos.
Un río de lava surgió desde su estómago y ascendió hasta la garganta, el corazón comenzó a latirle desesperado, pero en cambio, su mente, y este fue el primero de los extraños sucesos que vendrían después, no sintió la punzada de los celos, sino que se limitó a observar y analizar a la desgarbada pareja, la desmedida altura del acompañante y la incomodidad con que ella caminaba, esforzándose por mantener sus piernas perpendiculares al suelo mientras su tronco no podía resistir la fuerte atracción que el individuo ejercía con su abrazo.
David e Inma se habían conocido seis meses antes y desde el primer día se sintieron, o eso al menos pensaba él hasta esa mañana, enamorados el uno del otro. Aunque sus relaciones eran bastante libres, sin demasiadas preguntas o ataduras, en nada permitían lo que con toda evidencia aparecía ante sus ojos. Además a David le irritó, nuevamente su mente discurriendo por caminos intrascendentes, que ella llevara la blusa con dibujos de cachemira, una prenda pasada de moda que habían rescatado de su ropero y convertido en un símbolo de su relación, -¡oh, a fashionless delight!-, le decía David cada vez que ella aparecía vestida con la blusa, Inma  siempre se reía con la pedantería y bromeaba diciéndole –vaya pareja de cursis, tú y tu querida Emili Dickinson.
No se acercó a ellos, ni se dejó ver, simplemente los observó a cierta distancia, perplejo, y permitió que se perdieran entre el gentío que abarrotaba una de las calles principales de la ciudad.
Esta tarde ha salido pronto de casa para no recibir la llamada de Inma y ahora, mientras pasea por el camino paralelo al río, reflexiona sobre la importancia del azar en la vida, si no hubiera ido esta mañana en busca de Tristia, el libro de poesía que un amigo había visto en la librería Praga, no habría visto a Inma con ese jayán que parecía un jugador de baloncesto y ahora estaría con ella, quizás en la terraza de su casa tomando un té inundados por la transparente luz de abril.
Aunque sufre la afrenta del engaño y el dolor de la ruptura, su pensamiento está dominado por el descubrimiento de haber estado viviendo una ficción, de que la vida que se representaba en su mente era muy diferente de la que se desplegaba en la realidad, y que sólo una mera casualidad, un momento de caprichoso azar, ha puesto en evidencia la impostura. Siente como brota de su interior una extraña felicidad, un extraño placer, y al analizarlo descubre que procede no tanto del alivio de haber descubierto el engaño, como de la tranquilidad de haber puesto en concordancia su mente y la realidad.
El camino conduce a la biblioteca pública, aunque no sabe si entrar en ella. Es el mismo itinerario que recorrió esa mañana para ir al centro de la ciudad y recuerda ahora, con cierta ironía, como justo a esta misma altura del camino, dos muchachas se plantaron ante él y le pidieron fuego mirándolo con enorme descaro. David recuerda como, azorado, hizo el  gesto apresurado de buscar en los bolsillos, pese a que sabía que nunca llevaba mechero o cerillas, mientras respondía “lo siento” y continuaba su camino. Unos metros más adelante las jóvenes repitieron la pregunta a otro viandante menos atolondrado, y éste, tras un breve intercambio de palabras, se giró y acompañó a las sílfides entre risas, en dirección contraria a la que llevaba David. Nuevamente el azar abriendo y cerrando caminos.
Este recuerdo lo anima a entrar en la biblioteca con intención de pasar el tiempo, despejar su mente de todos los acontecimientos recientes y volver a examinar la realidad de un modo transparente. Por la puerta principal se accede directamente a la sala de lectura, tiene ésta una planta rectangular y un techo de bóveda de medio cañón que descansa directamente sobre pilares que cierran el edificio. La sala está dividida longitudinalmente en dos mitades simétricas por unas librerías a media altura repletas de viejos volúmenes, los dos laterales están acristalados, con ventanas que dan a los jardincillos que acompañan al río, por lo que resulta muy luminosa. El edificio fue hace muchos años un salón de baile, así que su adecuación como biblioteca resulto algo forzada, aunque le otorga un aire pintoresco y decadente.
David, al entrar, siente cierta repulsión por el olor rancio que desprenden los libros que llevan mucho tiempo sin abrir. Un funcionario, desde una tarima considerablemente alta, vigila la sala de lectura y comprueba la documentación de quien entra. El joven cruza el umbral y se dirige al ala derecha, por la que todavía entran algunos rayos de sol. No ha pensado en ningún  libro en concreto, por ello se limita a coger de las estanterías un volumen cualquiera del Grove Dictionary of Music and Musicians y lo abre al azar por la voz  Death and the Maiden, en la que se comenta el conocido cuarteto de Shubert
Como es Lunes Santo la Biblioteca está casi vacía, sólo hay dos personas además del par de funcionarios habituales, un viejo que parece dormitar sobre el periódico y una joven situada en el otro extremo de la sala, justo enfrente de donde se coloca David. Al anciano lo ve de espaldas, debe pasar de los setenta años, es enjuto, de pelo ralo y amarillento, y gasta una americana a cuadros bastante ajada; al pasar junto a él observa que tiene abierto el periódico local por las páginas necrológicas. La joven ubicada junto a la puerta de entrada rondará los veinte, un par de años más que David, su pelo es de color negro intenso y está cortado de un modo aparentemente descuidado, su mirada incisiva transmite inteligencia y su boca sensualidad. David no es capaz de mantenerle la mirada, y a partir de ese momento sólo es capaz de observarla de reojo un par de veces. Le sorprende que esté sentada en la Biblioteca sin un libro, ni periódico, ni papel delante.
Tras unos instantes sobre el volumen de la enciclopedia en los que no logra concentrarse, David decide salir afuera, sus conocimientos de inglés son más bien pobres y la lectura se hace lenta y entrecortada, lo perturban los hechos de la mañana y la mirada de la joven que no lee. La Muerte y la Doncella piensa mientras observa de pasada a los dos personajes que se quedan en la sala.
La Biblioteca tiene a la salida de la puerta principal una pequeña  balconada de superficie semicircular que domina una glorieta ajardinada. Apoyado en la balaustrada David oye deslizarse la puerta giratoria de la sala de lectura, la joven de la melena azabache se apoya a su lado, suficientemente cerca como para que David pudiera aspirar el aroma a lavanda que se desprendía de su pelo, el corazón se le dispara  como si se hubiera pisado a fondo el acelerador de las emociones.
          - ¿Tú tienes sentimientos de culpa?, le pregunta ella sin más preámbulo.
David aprieta los labios y frunce el entrecejo con una expresión que quiere mostrar profunda meditación, mientras tanto su mente busca rápidamente una respuesta breve e ingeniosa que esté a la altura de la belleza de su interrogadora. Pero antes de que ésta haya fraguado la muchacha ya ha desaparecido, sólo tiene tiempo de contemplarla a lo lejos mientras atraviesa apresuradamente los jardines.
A la mañana siguiente David está presa de un intenso desasosiego, supone que Inma, al no encontrarlo la tarde anterior, lo llamará esa mañana, él tiene preparada toda una estrategia, en primer lugar preguntará a bocajarro: “¿Dónde estuviste ayer por la mañana?” y antes de que a elle le dé tiempo a urdir una mentira le recriminará “No intentes mentirme, te vi abrazada a un gigantón por el centro”. Algo melodramático, piensa, pero pocas veces tiene uno la oportunidad de mostrarse como un personaje exageradamente sentimental y no va a desaprovechar una ocasión que verdaderamente lo merece. También la serenidad está ensayada, cierta ira contenida, procurando mostrar desprecio por la traición a la vez que respeto por la traidora, en fin, todo un repertorio teatral… Sin embargo Inma tampoco llama esa mañana.
Al mediodía, tras la tensa espera de toda la mañana el personaje se había desmoronado totalmente y poco antes del almuerzo dijo a su familia que si llamaba su novia, nunca había empleado esa palabra para referirse a Inma, pero ahora que todo estaba terminado no le importa hacerlo, le dijeran que había ido a comer a casa de un amigo, no se sentía capaz de enfrentarse a ella sin la máscara arduamente trabajada durante el insomnio de la noche. Después de almorzar volvió a la Biblioteca, en la sala de lectura dormitaba el mismo anciano de la tarde anterior, en la misma mesa, en idéntica posición, incluso el “boletín oficial de difuntos” de la ciudad está abierto por las mismas páginas en la que destacaba la enorme esquela de un conocido cirujano, profesor emérito de la Facultad de Medicina. Esta vez David observa que la cabeza posee una extraña inclinación hacia delante, que su barbilla girada no apoya sobre el pecho sino que queda un poco colgante, como si los músculos del cuello no hubieran permitido una extensión total. Durante un instante piensa que puede estar muerto, pero rechaza la idea de que un cadáver hubiera podido permanecer en la Biblioteca dos días sin que nadie se percatara de ello. Busca la mirada cómplice de los bibliotecarios, con la esperanza de que con una sonrisa o un encogimiento de hombros certificaran que es un habitual que viene a echar la siesta en el ala más templada de la sala, pero estos parecen distraídos en otras ocupaciones. La sala, al igual que el día anterior, permanece semivacía
Esta tarde no está la joven de la melena despeinada, él ha pensado sobre el sentimiento de culpa, ha leído sobre su origen hebreo y ha reflexionado sobre los problemas del reproche moral. Tiene preparado un discurso breve, cree que bien fundamentado, -brillante pero alejado de toda pedantería-, piensa con orgullo. Se imagina una amigable charla con la joven en uno de los bancos de la glorieta y durante un par de horas repasa, con todos los matices, las distintas versiones: una breve por si ella muestra hastío, una más documentada por si se interesa especialmente o discuten alguna cuestión, algunos apuntes irónicos para mostrar sentido del humor y hasta algunas expresiones nihilistas para hacerse el interesante si ve que el asunto promete… en fin todo un repertorio que pasadas dos horas arroja a la papelera de las ilusiones perdidas. El sol se está poniendo y regresa a casa dando un considerable rodeo con la intención de no llegar pronto.
Esta noche sigue sin saber como enfrentarse a Inma, pero la decepción de la tarde le ha hecho fuerte, se siente invulnerable porque piensa que la situación ya no puede ir a peor. Su novia lo ha traicionado, la joven por la que se había sentido inesperadamente atraído lo ha despreciado, pero pese a todo ello le domina la impresión de que está a punto de encontrar una solución totalmente satisfactoria a sus dilemas o, al menos, hallar un equilibrio sereno para sus tormentas interiores.
A la mañana siguiente, mientras desayuna, escucha por la radio el descubrimiento del cadáver de un anciano en el río. Un excursionista relata como esa mañana, mientras paseaba por su cauce seco, observó como su perro ladraba insistentemente a unos matorrales, al acercarse observó ocultos entre ellos una manta de la que salían dos pies, uno descalzo y otro calzado con un zapato negro. La policía había acudido de inmediato al lugar y realizaba las correspondientes investigaciones a la espera de que llegara el juez de instrucción y ordenara el levantamiento del cadáver. El cuerpo había sido encontrado junto al muro del río, a la atura de la biblioteca pública. Al oír la noticia David quedó paralizado, imagina, o mejor aún, recrea con total nitidez, como si su mente proyectara a gran velocidad una película de cine negro, el asesinato del viejo, la colocación del cadáver en la biblioteca, las maquinaciones de la joven de la melena y los bibliotecarios, y por fin, como entre los tres arrojan el cadáver al río. Reacciona sobresaltado, se pone en pie, se viste rápidamente y corre hacia el lugar del crimen. Al llegar allí hay mucha gente agolpada junto a la barandilla y no le permiten ver como se iza el cuerpo y se introduce en un furgón mortuorio. Decide no acercarse a la policía, prefiere alejarse del lugar, sentarse en un banco de los jardines que discurren paralelos a la ribera del río y tratar de recomponer las piezas del puzzle.
El muerto bien podría ser el anciano de la Biblioteca, reflexiona, en ese caso los bibliotecarios deberían ser cómplices, pues el cadáver habría permanecido en la sala de lectura al menos cuarenta y ocho horas. Quizás tenían intención de arrojarlo al río el primer día, pero su llegada se lo impidió, la joven, obviamente, debía ser cómplice y al salir pretendió distraerlo para permitir el transporte del cadáver. Por otro lado, su pregunta sobre la culpa encajaba perfectamente y hasta la apertura de la enciclopedia por el cuarteto de Shubert no fue sino una premonición. Dios mío -exclamó en voz alta- cuando pensó en la broma macabra de la apertura del periódico por la sección de necrológicas, que no dudó en atribuir a la joven. ¿Cómo había podido estar tan ciego?
No obstante, era difícil ir a la policía con pruebas tan endebles. Ni siquiera podría identificar al cadáver y reconocer en él al anciano de la biblioteca, pues ahora su imagen se le hacía difusa. No era capaz de recordar si su nariz era prominente o chata, si llevaba o no gafas, si las patillas en las que acababa su cabello eran largas o cortas, sólo recordaba el pelo cano y la piel arrugada, lo que no es decir mucho de una persona de esa edad, tampoco podía recordar con precisión el color de la chaqueta, sólo recordaba que tenía cuadros y que era muy vieja. Estaba muy alterado, parecía estar inmerso en una novela  de género policiaco, pero en ellas los protagonistas son hombres decididos, que no dudan y casi nunca hierran. En las novelas, reflexiona David, el autor controla la situación y el personaje siempre resulta digno, en su caso, piensa, podría resultar bastante patético comparecer en la Comisaría y decir que quizás el muerto estuviera dos días en la biblioteca ya cadáver ante la mirada cómplice de los bibliotecarios y una joven de mirada irresistible. Se imagina a un policía preguntándole con sarcasmo si había leído recientemente El nombre de la rosa, -donde el bibliotecario, curiosamente, resultaba ser el asesino-. David dista mucho de ser Guillermo de Baskerville, por lo que decide aguardar hasta que su ánimo se serene y pueda ver las cosas con más claridad. Verdaderamente, piensa, la situación sí podía empeorar.
La mañana del jueves amanece sin que David haya podido conciliar el sueño más que en breves intervalos en los que tuvo pesadillas. Inma, el cadáver del río, la hermosa y misteriosa joven de la biblioteca y la música de Shubert sonando incesante en su mente. Sale temprano a comprar el periódico y de repente el cielo de sus presentimientos comienza a despejarse, en las páginas interiores volvía a tratarse del cadáver del río, el forense había situado la muerte en la madrugada del sábado al domingo, a causa de una “insuficiencia hepática aguda grave de carácter fulminante”, la policía, continuaba el diario, había interrogado a unos vagabundos compañeros de fatiga del difunto quienes reconocieron que lo envolvieron en su manta y lo lanzaron al cauce seco del río por no saber qué hacer con él y no tener que dar demasiadas explicaciones si aparecía muerto en el lugar donde ellos se reunían al atardecer con unas botellas de cerveza y unos cartones de vino.
Así pues lo del crimen de la biblioteca no fue más que pura invención, como su relación con Inma, ambas historias compartían elementos reales, pero colocados por su mente en una falsa disposición. En ese momento comprendió que su relación con Inma había sido como un relato vulgar, lleno de tópicos, desarrollado apresuradamente por vías muy distintas de aquellas por las que transita la realidad. Esta certeza le otorgó el valor suficiente para llamarla y decidle que no quería verla más, lo hizo esa misma tarde, Inma requirió alguna explicación, pero sin demasiado empeño.
La mañana siguiente amanece soleada y David puede, por fin , ir a la librería y comprar el volumen de Tristia que tanto tiempo llevaba buscando. Por la tarde acude a los jardines que rodean la Biblioteca, a través de sus ventanales puede observar como el anciano del ala derecha sigue dormitando sobre su periódico abierto, se sienta en unos de los bancos de la glorieta, en uno de aquellos que durante la noche son ocupados por los vagabundos que arrojaron el cadáver al río, y espera a la muchacha de la melena triscada, pero ella tampoco aparece esta vez.
Abre el poemario con la esperanza de que el amor, en cualquier momento, aparezca disfrazado de cita ocasional. En los bancos de enfrente, al otro lado de la fuente situada en el centro de la glorieta, observa entre risas a las dos jóvenes que el lunes le habían pedido fuego, estaban en disposición amorosa con otros dos muchachos, acaso uno de ellos fuera el que se ofreció a acompañarlas aquella mañana. David mete la mano en el bolsillo del pantalón y comprueba que esta vez si lleva una cajetilla de cerillas, por si acaso fuera preciso responder a otra petición de fuego:
no vamos a negar nuestro destino
ahora.