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Óleo de Cristina Megía

domingo, 25 de noviembre de 2012

Relato en blanco en papel blanco


Cada otoño el joven escribía un relato, lo comenzaba el día de Todos los Santos y lo finalizaba el de la Inmaculada. Aunque lo redactaba prácticamente de un tirón, posteriormente lo revisaba y lo corregía una y otra vez, así hasta el día en que finalizaba el plazo para presentarlo a un concurso literario que organizaba un diario local. Todas sus narraciones tenían el mismo argumento, un joven salía la mañana del día de Nochebuena a pasear y, siempre de modo parecido, encontraba a una chica de la que quedaba inmediatamente enamorado.
Un año, el protagonista del relato entró en una librería y preguntó: ¿Tienen Too Much Happiness?. —Claro que sí, la colección de relatos de Alice Munro, respondió la joven librera, ¿la quieres en inglés o en castellano, en tapa dura o en edición de bolsillo?. Mientras pagaba, ambos intercambiaban ingeniosas ocurrencias literarias, descubrían afinidades y quedaban para tomar un café después del cierre de la librería.
En otro relato un joven entraba en una peluquería, se sentaba en un sillón libre y, mirando fijamente a la peluquera a través del espejo, le pedía que le dejara un flequillo como el de Jeremy Irons en Retorno a Brideshead, ella respondía que le encantaba esa serie, que la tenía en DVD y la había visto infinidad de veces. Mientras ella le cortaba el pelo hablaban de sus actores británicos preferidos, de Kenneth Branagh, del cine francés, de la Nouvelle vague... Antes de marcharse se citaban para el siguiente sábado por la tarde para ver una película del ciclo de Éric Rohmer que proyectaban en la Filmoteca.
El joven escritor esperaba al día de Nochebuena y, entonces, imitando a su personaje, salía a la calle y procuraba que sucediera en su vida lo que había escrito en su relato. El año de la joven librera estuvo a punto de desistir, porque al frente de las librerías sólo encontraba hombres o mujeres demasiado mayores. Al final entró en una gran librería, de esas con mucho personal todos vestidos con idéntica indumentaria. ¿Tienen la última novela de John Connolly?, preguntó a la dependienta que le pareció mas atractiva, ella se dio la vuelta y sin dirigirle una palabra se alejó diligente hacia unos anaqueles cercanos, cogió un libro y se lo ofreció. Esta es de Michael Connelly, dijo apesadumbrado el joven mientras examinaba el ejemplar. ¿Y no es el mismo?, repuso la joven, y con cierta altivez le amonestó: pues le advierto una cosa, este tío es de los que más venden. El joven le devolvió el libro, le dio unas mustias gracias y se marchó abatido.
El año de la peluquera no fue mucho mejor, se dirigió a un rutilante negocio del centro, de esas que te cobran por un corte de pelo como si el mismo Brancusi esculpiera uno de sus pájaros en tu cabeza. A la peluquera le pidió que le dejara el cabello ondulado, como el de Tadzio en Muerte en Venecia. Es que esta noche tengo un concierto de Malher, dijo el joven intentando parecer ingenioso —¡Males y muerte en no sé dónde!, este tío no está bien de la cabeza, oyó el joven murmurar a la peluquera mientras ella se dirigía a un apartado. Una señora con aire de autoridad se acercó al joven y, amablemente pero con firmeza, le indicó que esa mañana estaban muy cargados de trabajo y que, lamentándolo mucho, no podrían atenderle.
Por eso, después de varios años de desengaño decidió cambiar su estrategia literario-seductora. Este año fue a una papelería especializada en diversos tipos de papel y se compró un pliego de tamaño A4 en papel verjurado de 100 gramos. Era su papel preferido para escribir con la estilográfica, la tinta era absorbida con delicadeza dejando aparecer una caligrafía nítida y bella. Al llegar a casa lo introdujo en la carpeta donde tenía guardados los relatos de años anteriores tal y como lo había comprado, sin un solo trazo. Ese sería su relato este año, una hoja en blanco. —Relato en blanco sobre papel blanco, el nuevo Malevich de la literatura, exclamó el joven bromeando consigo mismo.
La mañana del día de Nochebuena salió como era su costumbre, pero esta vez sin guión establecido. Paseó sorteando la nieve que había caído la noche anterior, eligiendo las calles al azar, y a eso del mediodía se sentó a leer un nuevo libro en una terraza con estufas en la calle, junto al Jardín Botánico.
De la cafetería salió una chica joven para atenderlo, se acercó y le tendió la mano. Hola, me llamo Clara. El joven pensó que quizás en ese momento comenzaba su historia no escrita. El libro que aún no había comenzado a leer era Ocho Noches Blancas.

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