Me
contó su historia una tarde, ya casi anochecida, en una cafetería de mi viejo
barrio. El ambiente cálido, que contrastaba con el frío boreal del exterior, propiciaba
las confidencias; la penumbra y el té muy caliente hicieron el resto.
Mi amigo
había sido toda su vida un hombre decente, incluso un poco anticuado en ese
aspecto, dado los tiempos que corren. Pero todo esto no evitó que en su pasado
reciente se acumularan un buen número de desgracias.
La
primera fue la pérdida del trabajo, consecuencia de un expediente de regulación
de empleo en su empresa. Tras jubilarse el dueño de la compañía, que la había
creado y dirigido durante casi cuarenta años, manteniendo durante todo este
tiempo una relación casi paternal con sus empleados, sus hijos se hicieron
cargo del negocio familiar y pensaron darle un nuevo impulso despidiendo a los
trabajadores más veteranos, con la idea de sustituirlos por jovenzuelos a los
que pagar sueldos raquíticos.
Poco
después su esposa lo dejó por un tipo, sin que él acabara de entenderlo, no
tanto que se hubiera enamorado de otro, sino que lo hiciera precisamente de
ese. Tras la separación malvivía con lo que le quedaba de la prestación por
desempleo tras pagar la pensión a su mujer, y había tenido que mudarse a un pequeño
apartamento alquilado, pues el piso en el que había vivido los últimos veinte
años se lo había quedado ella, y ahora vivía en él con su nueva pareja.
Por
último, había discutido recientemente con su hijo, que se marchó airadamente de
su casa, sin que tuviera noticias de él desde hace varios meses.
Pese a
todo, aquella tarde no parecía desesperado, me contó muy tranquilo que confiaba
en que tanto sufrimiento inmerecido fuera compensado, simplemente esperaba a
que su sino cambiara y mientras tanto enfrentaba la existencia con un melancólico
sentido del humor como única arma. Incluso cuando contaba todas sus desventuras,
no lo hacía con dramatismo sino con distanciamiento, como si todas esas
desgracias no le hubieran ocurrido a él, sino a un primo lejano con el que
tuviera poco contacto.
Mantuvimos
durante algún tiempo una cierta relación profesional, porque un abogado de mi
bufete le llevaba el pleito del divorcio, aunque apenas nos veíamos; sin
embargo esta Navidad lo llamé para darle lo que suponía que sería la primera
buena noticia en mucho tiempo. La sentencia del divorcio había salido muy
favorable, recuperaba su piso y no tendría que pagarle pensión a su ya exmujer.
Volvimos
a la misma cafetería en que tiempo atrás me confesó sus infortunios, esta vez a
media mañana, con la luz indecisa del invierno entrando oblicua por el ventanal.
El olor a café recién molido y el trajín de gente entrando y saliendo, pues era
día de mercadillo en el barrio, parecían impregnar el buen ánimo de todo el
mundo. Me contó entonces que había hecho las paces con su hijo y lo bien que le
iba con su nueva empresa. Los trabajadores despedidos con el ERE habían
decidido cobrar de una sola vez lo que les restaba de la prestación por
desempleo y montaron su propio negocio, dispuestos a hacer la competencia a la
empresa de la que habían sido despedidos. Su experiencia y contactos les
permitieron recuperar fácilmente a sus antiguos clientes y ahora ellos iban con
el viendo de popa, mientras que su antigua empresa naufragaba y parecía abocada
al cierre.
Me
alegré mucho de su nueva situación, que mejoraba aún más con la sentencia de
divorcio, aunque no se mostró exultante, como yo esperaba, al oír la noticia
del fallo favorable. Creo que sintió un pequeño desgarro interior, que compensó
con su humor ácido e irónico. Seguiré durante un tiempo en mi apartamento
alquilado -me dijo, ahora que me he acostumbrado a las estrecheces, no sé si
podría vivir en un piso tan grande y hasta mi antigua cama se me haría
incómoda.
Hubo, no
obstante, una pregunta que no me resistí a hacerle, y era cómo había soportado
todo este tiempo sin caer en la desesperanza o el abatimiento. Me respondió
mirándome muy serio a los ojos: “Mira Felipe, con paciencia, con infinita
paciencia”.
Todavía
no sé si lo dijo burlándose de mí.