Portada

Portada
Óleo de Cristina Megía

domingo, 27 de noviembre de 2016

Job

Me contó su historia una tarde, ya casi anochecida, en una cafetería de mi viejo barrio. El ambiente cálido, que contrastaba con el frío boreal del exterior, propiciaba las confidencias; la penumbra y el té muy caliente hicieron el resto.
Mi amigo había sido toda su vida un hombre decente, incluso un poco anticuado en ese aspecto, dado los tiempos que corren. Pero todo esto no evitó que en su pasado reciente se acumularan un buen número de desgracias.
La primera fue la pérdida del trabajo, consecuencia de un expediente de regulación de empleo en su empresa. Tras jubilarse el dueño de la compañía, que la había creado y dirigido durante casi cuarenta años, manteniendo durante todo este tiempo una relación casi paternal con sus empleados, sus hijos se hicieron cargo del negocio familiar y pensaron darle un nuevo impulso despidiendo a los trabajadores más veteranos, con la idea de sustituirlos por jovenzuelos a los que pagar sueldos raquíticos.
Poco después su esposa lo dejó por un tipo, sin que él acabara de entenderlo, no tanto que se hubiera enamorado de otro, sino que lo hiciera precisamente de ese. Tras la separación malvivía con lo que le quedaba de la prestación por desempleo tras pagar la pensión a su mujer, y había tenido que mudarse a un pequeño apartamento alquilado, pues el piso en el que había vivido los últimos veinte años se lo había quedado ella, y ahora vivía en él con su nueva pareja.
Por último, había discutido recientemente con su hijo, que se marchó airadamente de su casa, sin que tuviera noticias de él desde hace varios meses.
Pese a todo, aquella tarde no parecía desesperado, me contó muy tranquilo que confiaba en que tanto sufrimiento inmerecido fuera compensado, simplemente esperaba a que su sino cambiara y mientras tanto enfrentaba la existencia con un melancólico sentido del humor como única arma. Incluso cuando contaba todas sus desventuras, no lo hacía con dramatismo sino con distanciamiento, como si todas esas desgracias no le hubieran ocurrido a él, sino a un primo lejano con el que tuviera poco contacto.
Mantuvimos durante algún tiempo una cierta relación profesional, porque un abogado de mi bufete le llevaba el pleito del divorcio, aunque apenas nos veíamos; sin embargo esta Navidad lo llamé para darle lo que suponía que sería la primera buena noticia en mucho tiempo. La sentencia del divorcio había salido muy favorable, recuperaba su piso y no tendría que pagarle pensión a su ya exmujer.
Volvimos a la misma cafetería en que tiempo atrás me confesó sus infortunios, esta vez a media mañana, con la luz indecisa del invierno entrando oblicua por el ventanal. El olor a café recién molido y el trajín de gente entrando y saliendo, pues era día de mercadillo en el barrio, parecían impregnar el buen ánimo de todo el mundo. Me contó entonces que había hecho las paces con su hijo y lo bien que le iba con su nueva empresa. Los trabajadores despedidos con el ERE habían decidido cobrar de una sola vez lo que les restaba de la prestación por desempleo y montaron su propio negocio, dispuestos a hacer la competencia a la empresa de la que habían sido despedidos. Su experiencia y contactos les permitieron recuperar fácilmente a sus antiguos clientes y ahora ellos iban con el viendo de popa, mientras que su antigua empresa naufragaba y parecía abocada al cierre.
Me alegré mucho de su nueva situación, que mejoraba aún más con la sentencia de divorcio, aunque no se mostró exultante, como yo esperaba, al oír la noticia del fallo favorable. Creo que sintió un pequeño desgarro interior, que compensó con su humor ácido e irónico. Seguiré durante un tiempo en mi apartamento alquilado -me dijo, ahora que me he acostumbrado a las estrecheces, no sé si podría vivir en un piso tan grande y hasta mi antigua cama se me haría incómoda.
Hubo, no obstante, una pregunta que no me resistí a hacerle, y era cómo había soportado todo este tiempo sin caer en la desesperanza o el abatimiento. Me respondió mirándome muy serio a los ojos: “Mira Felipe, con paciencia, con infinita paciencia”.
Todavía no sé si lo dijo burlándose de mí.

miércoles, 22 de junio de 2016

Convaleciente

Después de tantos años,
vuelvo  a casa.

Las cosas están donde siempre.
La caja con las estilográficas,
los libros,
ordenados por materias y autores;
la música de Messiaen
sonando en la radio,
y la flor, ya marchita,
en el jarrón azul.

Pese a todo,
no es posible retomar la vida
donde la dejé.


21 de junio de 2016

jueves, 7 de enero de 2016

Microrrelato

Obligación diaria: escribir un relato de 140 caracteres. El gobierno procesará la información. Imposible fingir siempre, tarde o temprano uno acaba revelándose.