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Óleo de Cristina Megía

jueves, 26 de noviembre de 2015

Las manos de la pianista

En diciembre las tardes se rinden un poco demasiado pronto y la sombra de la noche cubre los veladores de las terrazas antes de que nos hayamos acabado el café con leche.

De aquel repentino crepúsculo me ha quedado la imagen ambarina de sus manos, iluminadas por los últimos rayos declinantes del sol. Pese al tiempo transcurrido desde su ya lejana juventud, seguían siendo muy delgadas, casi huesudas, desde luego más estilizadas que el recuerdo que yo tenía de ellas de hacía dos décadas.

Algunas manchas cerca de los nudillos, todavía de una palidez rosácea, advertían del paso del tiempo, pero la suavidad que se adivinaba en su piel, casi traslúcida en el dorso, mullida y carnosa en la palma, pretendían desmentirlo.

La cita había sido gracias a Internet, yo había buscado su nombre en al red social y lo había añadido a la lista de mis amigos. Ella publicó un poema que era una respuesta a mi solicitud de amistad. La aldea global nos aloja a todos con una cercanía inverosímil.

La vida ha pasado y no ha pasado, apenas unos minutos dedicados a resumir dos décadas de la vida de cada uno y al momento la conversación estaba en cualquier punto en que la dejamos hace veinte años: el final tenebroso de un preludio de Chopin, solo cabalmente comprendido con el paso de los años; la mutua animadversión por la música de Sibelius, mantenida con perseverancia por ambos durante todo este tiempo; la dificultad del segundo concierto para piano de Brahms o la transcripción para ese instrumento que ella realizó de las Siete palabras de Cristo en la cruz en aquel  tiempo lejano.

Su gesticulación no era excesiva, aunque el movimiento de sus manos acompasaba sus palabras, o mejor las conducía, como un director de orquesta que con discretos, pero seguros ademanes, comandaba un disciplinado conjunto de cuerdas, de modo que cuando ella pronunciaba una palabra, sus manos habían dejado en el espacio el hueco exacto, la arquitectura perfecta donde el término se depositaba suavemente y en perfecta armonía.

No había dejado de tocar el piano durante estos años, pero no había hecho carrera profesional, los requerimientos de los circuitos de música le exigían a una, decía ella con determinación, abandonar demasidas esferas de la vida “y no podemos jugárnoslo todo a una sola carta”. Pero gracias a esta práctica, sus manos eran extraordinariamente elásticas, cuando separaba los dedos entre el pulgar el meñique se abría un espacio infinito, “en una octava cabe un mundo, en una décima el universo”, decía ella bromeando cuando yo alababa la belleza, casi palmípeda, de sus manos extendidas.

Aquella tarde yo había llegado a la terraza situada en la pequeña plaza antes que ella y puede verla llegar desde lejos, primero con un andar decidido, luego alzando el cuello como una ave que otea el horizonte, buscando el lugar de la cita, o acaso al fantasma de una amor antiguo. Pese a que el tiempo, milagrosamente no parecería haber pasado por ella, lo que me permitió identificarla ya a lo lejos, fue el modo en que escondía sus manos. Siembre andaba con las manos protegidas, durante el invierno las guardaba en abrigos o en largas chaquetas, pero incluso en verano usaba vestidos con aberturas donde esconderlas e incluso cuando vestía ajustados tejamos, introducía sus manos en los estrechos bolsillos, lo que provocaba en su andar un leve contoneo a la vez insinuante e ingenuo. Era solo una costumbre, no se avergonzaba de sus manos, ni deseaba garantizar su indemnidad para el piano, aunque una vez, hace ya muchos años, mostrándomelas con los brazos extendidos y las palmas hacia arriba, me dijo que así las reservaba solo para mí, sin que su sonrisa burlona pudiera impugnar totalmente el sentido de su frase.

En un momento de silencio, cuando tenía sus manos depositadas sobre la mesa de la cafetería, acerqué  despacio mi mano derecha a la suya y la roce levemente, ella levantó su dedo meñique y acarició con suavidad el dorso de mi mano, mientras sonreía melancólica.
Repentinamente el frío del atardecer se acrecentó y las estufas de butano que caldeaban el recinto amurallado de plásticos fueron insuficientes, ella extrajo entonces de su bolso un par de diminutos guantes de lana, que extrañamente elásticos se acomodaron a sus delicadas manos.


Desde ese momento, ya no recuerdo de qué más hablamos aquella tarde.