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Óleo de Cristina Megía

miércoles, 18 de diciembre de 2013

El sol del invierno

El niño procuraba salir al balcón a través del gabinete, así llamaban a una habitación que no tenía ningún uso definido, una especie de salita para recibir visitas en la que nunca se recibía a nadie, pues cuando alguien iba a casa siempre pasaba al comedor, donde realmente hacía su vida la familia. Con el tiempo y la llegada de los hermanos el gabinete se convirtió primero en el dormitorio del niño y luego, en el dormitorio compartido del niño y su hermano.
Pero todavía, cuando el niño tenía seis años, el gabinete era un espacio inhabitado, que podía usarse para salir al balcón sin que su madre lo viera. El balcón era un sitio vedado, al que sólo se podía acceder acompañado de un adulto. Cada vez que lo hacía acompañado de su madre, ésta comprobaba si la cabeza del niño cabía entre los barrotes, la apretaba contra los hierros para comprobar si podía traspasarlos, hasta que los chillidos del niño la hacían desistir. Hacía ya más de un año que su cabeza no los traspasaba, pero a su madre esa prueba de la impenetrabilidad de la materia no la convencía suficientemente, así que el balcón seguía siendo tierra prohibida.
En las tardes de invierno, la esquina del balcón estaba soleada y era agradable sentarse allí y mirar al horizonte. Desde que le dieron las vacaciones de Navidad, el niño aprovechaba el rato de somnolencia de sus padres tras el almuerzo para salir al balcón, sentarse en la esquina y esperar la llegada de los Reyes Magos.
En esa época la voracidad constructora aún no había destrozado totalmente la ciudad y frente a su casa se desplegaban los campos cultivados de la vega y las montañas impresionantes de Sierra Nevada. Él, en el globo terráqueo había en su mesita de noche, uno que se iluminaba con un bombilla interior y daba un aspecto fabuloso a los mares con sus distintas tonalidades de azul y a las cordilleras fabulosas de los Andes o el Himalaya, había visto con su padre el recorrido que debían realizar los Magos desde Oriente hasta su casa, su padre le había asegurado que vendrían atravesando las cumbres más altas de la Sierra.
Si tenían que llegar la noche del día 5 de enero, era muy posible que contemplando pacientemente todas las tardes el horizonte pudiera verlos llegar desde la lejanía con su camellos cargados con grandes alforjas repletas de juguetes.
Así que, todos los días después del almuerzo, tras comprobar que la vigía  dormitaba, acudía a la esquina del balcón, entornaba los ojos o utilizaba una mano como visera y esperaba ver aparecer la comitiva por el horizonte.
Fotografía de Elena Valenzuela Poyatos lafotoreta.com
Bastantes años después el niño es un joven que comparte dormitorio con su hermano, el balcón ya no existe,  porque se amplió la habitación a costa de ese espacio y el lugar en el que él se sentó las tardes de varios años en espera de ver a los Magos, ahora la ocupa una mesa de estudio.
En la esquina hay una ventana que recibe el mismo sol de antaño, pero ahora sólo entra por una estrecha ventana lateral, porque el paisaje de la vega ha sido destruido por enormes y feos edificios que apenas dejaron espacio a estrechísimas calles entre ellos y que, por su puesto, no dieron ninguna oportunidad a un parque, una plaza, ni siquiera una plazoleta. En el bloque que se divisa por la ventana soleada, una fila de ventanas asciende hasta más allá de lo que permite la visión sin necesidad de sacar la cabeza por la ventana. También es Navidad y en la ventada del quinto piso aparece una muchacha que al niño, que ya es joven, le parece tan fantástica como los mares azules de su viejo globo terráqueo y tan inaccesible como las dibujadas cordilleras nevadas del Himalaya. La joven sale todas las tardes, más o menos a la misma hora, recibe el sol de plano en su rostro, que brilla como el nácar, sus cabellos dorados refulgen y el humo que expulsan sus pulmones, del cigarrillo que se fuma, le parece al joven el soplo de una diosa griega.
Ella no lo ve, o hace como que no lo ve, pero cada tarde ambos se asoman a la ventana, al mismo sol del invierno. Ella mira al horizonte y exhala el humo divino, él la mira a ella y destila amor por todos sus poros.

Han pasado muchos años más, a ella hace decenios que no la ve, aunque está seguro de reconocerla si se la encontrara, los Reyes de Oriente ya dejaron de ilusionar hasta a sus propios hijos, pero la ventana sigue ahí, y cuando va a casa de sus padres por Navidad, aún se acerca a ella a recibir el sol de la tarde y recordar las ilusión de ver aparecer a los Magos de Oriente por los confines de la Sierra o de escuchar la voz, que imagina dulcísima, de ella.

jueves, 4 de abril de 2013

Cómo se escribe un relato



El personaje

En la sala no hay el silencio que uno esperaría en una biblioteca, los empleados hablan en voz alta con los usuarios y, aunque éstos se dirijan a aquéllos con voz susurrante de confesionario, los bibliotecarios responden con su tesitura más grave y estentórea, como reprendiendo por el tono atenuado de quien solicita una referencia o pregunta donde se ubica la sección de Geografía. Algunos lectores arrastran las sillas con estrépito y dejan sonar sus teléfonos, pero pese a todo, es el mejor lugar que conozco para comenzar a escribir un relato.
Cojo de las estanterías un libro al azar y lo deposito abierto sobre la mesa, luego saco mi pequeña libreta y comienzo a escribir en ella. Lo del libro es un simple truco para pasar desapercibido entre los numerosos estudiantes que abarrotan la biblioteca y aunque la mayoría de ellos no trabajan con textos escritos sino con ordenadores portátiles, todavía no resulta extraño ver a alguien escribiendo a mano; más raro es el uso de la estilográfica, pero no tanto como para convertir a quien la usa en un tipo ridículo o extravagante.
Me he colocado en una mesa rectangular con seis asientos, en la que sólo uno está ocupado por una joven. Me sitúo al lado opuesto de la mesa de donde está ella, pero no completamente enfrente de la joven, sino desplazado un puesto a la derecha, lo que me permite observarla con atención y discreción a la vez. La chica viste con aparente despreocupación, aunque creo que todo su conjunto está muy estudiado, su atuendo es el que llevaría una modelo en un reportaje fotográfico sobre “cómo vestirse para ir a la biblioteca sin que se note que te has vestido para ir a la biblioteca”. Una camisa de cuadros escoceses de la que se ha remangado un poco las mangas, una camiseta marrón bajo ella, pelo rubio sujeto con una goma, dejando una coleta alta que cae con más altanería que gracia, un portátil HP abierto, unas gafas de lectura cerradas sobre la mesa y un rotulador amarillo en la mano con el que subraya las fotocopias de un libro.
Por la edad debe tratarse de una estudiante de doctorado, o quizás una opositora. En las hojas sobre las que trabaja no aprecio símbolos matemáticos ni fórmulas, por lo que probablemente se trate de un tratado de filosofía. De literatura no, porque el texto está a doble columna y los textos literarios no suelen escribirse así. Tampoco es un código legal, porque no se aprecia la división en artículos propia de ellos.
Me mira un instante y me dirige una sonrisa de cortesía, nada más, luego vuelve a Hegel, a Platón o a lo que esté leyendo.
Yo estoy buscando un personaje y ella podría inspirar mi protagonista. No desde luego a una asesina que tiene el cadáver de un amante guardado en el armario de su dormitorio, ni a una mujer celosa que ha degollado a su compañera de habitación porque coqueteaba con su novio. Con este personaje debo renunciar a una novela de crímenes.
¿Qué interés literario puede tener una estudiante de filosofía?, ¿qué puedo esperar de una mujer que ocupa su tiempo leyendo a Wittgenstein  o, lo que es peor, a la que acaso le interese Heidegger?
Pudiera estar inmersa en una turbulenta pasión amorosa, comienzo a imaginar, el amor no está vetado a los filósofos, según creo. No obstante, esa historia no me parece creíble. Exigiría que ella, en algún momento, levantara  la vista y mirara al infinito, que es lo que hacen los enamorados cuando su pensamiento es asaltado de improviso por la imagen del amado. No se comporta como lo haría una enamorada, al menos la enamorada de un relato, que es de lo que se trata. Descartado el relato romántico.
No quiero escribir un relato sesudo, de esos en los que los personajes se apoderan del alma del autor y aprovechan la primera ocasión que éste les da para disertar sobre las banales opiniones que tienen sobre Eros y Tánatos o sobre el bien y el mal. Si alguien quiere expresar sus ideas morales o lo más profundo de su pensamiento, que lo haga cara a cara con el lector, sin ampararse en sus personajes, esos terceros interpuestos a los que siempre se les acaba atribuyendo la debilidad de un pensamiento que sólo es atribuible al autor. Eso al menos pienso yo, así que la chica de enfrente no vale como personaje-filósofo.
Antes de continuar debo ponerle un nombre. No me es fácil concentrarme pues en la mesa que hay tras ella dos muchachas no paran de hablar, lo hacen con un murmullo apenas perceptible, pero gesticulan tanto que desvían continuamente mi atención, así que esto del nombre debo resolverlo de un modo rápido y sencillo. Acabo de extraer de unos estantes un CD con una película de Krzysztof Kieślowski, miro en la parte trasera de la caja que guarda el disco y leo que el protagonista se llama Karol, así que tomaré ese nombre para mi personaje. En la película es un personaje masculino, pero vale también como nombre femenino.
Tengo a la persona, pero todavía falta que surja el personaje. Mi estudiante de filosofía masca chicle, no me gustan las mujeres que mascan chicle, aunque yo mismo lo hago a menudo, por eso he decidido que Karol no mascará chicle. Prerrogativas de autor.
Ahora que la observo como mujer y no como personaje, resulta que es bastante atractiva, podría enamorarme de ella y que al final resultara ser mi hermana, esto me  daría para una historia truculenta, con sexo, deseo, culpa y, si le añado algo de misterio y de humor, tendría los materiales para un éxito de ventas, estos argumentos folletinescos tuvieron mucho éxito en la literatura del siglo XIX y aún lo tienen en nuestros días, por increíble que parezca. Tampoco esta idea me convence, pese a que ella se parece realmente a mis auténticas hermanas, pero es que no me imagino a mi padre dejando a hijas perdidas por este mundo.
Desde luego no puedo dirigirme a ella y preguntarle algo, corro el riesgo de que me responda con una voz de barítono y destruya todo el encanto, o lo que es peor, que se exprese con un acento espantoso y con una gramática propia de periodistas deportivos. A estas alturas no puedo correr ese riesgo, mejor mantenerse fuera del alcance de su voz.
Acaba de anudarse una bufanda al cuello, la prenda es de cuadros marrones, perfectamente a juego con el resto de su indumentaria. Lo extraño es que en la biblioteca hace bastante calor y ella no ha mostrado síntomas de estar acatarrada, tampoco lo hace para tapar una horrible cicatriz en el cuello  (no me gustan los relatos de terror, ni siquiera los de Henry James, así que no me dejo arrastrar por esa pendiente). He decidido, no obstante, que ese gesto de colocarse la bufanda sea la clave para desvelar al personaje.
Una explicación plausible para esa súbita sensación de frío es que ella venga de un clima más cálido, un país en el que esta temperatura, que a nosotros nos parece elevada, a ella le parezca gélida. También podría ser una mujer friolera, todas las mujeres delgadas lo son, pero eso no me da juego literario, así que descarto esa hipótesis. Por lo tanto, debo determinar de qué cálido país viene Karol.
¿Hay mujeres rubias en el Líbano?, sería una opción bastante prometedora. No lo sé y ahora con los tintes de pelo no puede uno fiarse de las listas que se publican en Internet del tipo “las veinte mujeres libanesas más hermosas”. Pienso en Ghada Samán, la escritora siria que se consagró como escritora en Beirut y que pasó en el Líbano su juventud, pero sus relatos los leí hace tiempo y no me evocan mujeres rubias. Así que Karol será la hija de un diplomático occidental destinado en el Líbano, quizás el agregado cultural de una embajada europea o de un militar de la FINUL, la Fuerza Provisional de la Naciones Unidas para el Líbano, ubicada a la zona para mantener la paz tras la guerra entre Israel y las milicias de Hezbolá.
Karol ha venido a Europa a estudiar en la Universidad, habla perfectamente inglés y francés, además del árabe; también castellano, pero éste con mayor dificultad. Su padre le ha insistido mucho en la importancia futura del idioma español y en la riqueza de nuestra cultura, así que la mejor opción fue una universidad del sur de España.
La elección de la carrera de Filosofía fue más discutida, sus padres hubiesen preferido que estudiara algo como Relaciones Internacionales o Economía, pero ahí Karol fue inflexible, sabe que el alma de un idioma sólo se encuentra en la poesía y en la filosofía, y que lo demás son meros garabateos del pensamiento, así que estudiar Filosofía no admitía negociación. Claro que para esta materia todo el mundo piensa que lo ideal hubiera sido Alemania, pero el clima le pareció demasiado frío y el espíritu alemán demasiado inhóspito.
En España ha hecho nuevas amistades, sus compañeros de Universidad apenas saben dónde está el Líbano y se sorprenderían de las historias que ella podría contarles, pero no lo hace. Prefiere ser reservada, sigue así el consejo de los servicios de seguridad de su país, pero también la inclinación de su carácter y una cierta voluntad de crear una nueva Karol, la Karol europea, cosmopolita y ajena a conflictos bélicos.
La chica parece haber finalizado su sesión de estudio, cierra el portátil, recoge apresuradamente el material que guarda en un discreto pero, sin duda, caro bolso azul marino y se levanta. Antes de irse vuelve a mirarme, esta vez más con curiosidad que con simpatía, al fin y al cabo no he pasado ni una página del libro abierto y no he dejado de mirarla y escribir en mi libreta.
La joven se aleja con aire despreocupado, aunque el personaje ya ha quedado prendido en estas páginas.