Portada

Portada
Óleo de Cristina Megía

viernes, 24 de agosto de 2012

Los evanescentes (Navidad 2007)



Mi relación con los evanescentes tiene mucho que ver con mi afición a la lectura y mi aversión a la nochevieja, una filia y una fobia que en este caso han forjado una extraña alianza. Todo comenzó, hace ahora cuatro años, mientras hojeaba una revistilla de ocultismo en una barbería de barrio a la que acudo para cortarme el pelo desde que tenía quince años. Debo decir que yo soy un lector voraz y compulsivo, leo todo lo que está a mi alcance, desde los prospectos de los medicamentos hasta los carteles pegados en la calle anunciando conferencias esotéricas o conciertos de rock, me intereso por las falaces hojas informativas que editan los ayuntamientos e incluso pierdo el tiempo con esos diarios infames que se reparten gratuitamente por doquier. Lo leo todo, con excepción de los best seller, no es que yo sea un tipo muy exigente, claro que no, pero siempre que cae en mis manos uno de Follet o un Código da Vinci, cuando estoy a la altura de la página doce comienza a salirme un sarpullido por todo el cuerpo, son pequeñas erupciones muy molestas que escuecen y pican  insidiosamente y que sólo cesan cuando dejo el libro en un contenedor de papel para reciclar. Esta manía mía por la lectura compulsiva y una cierta afición literaria por los anuncios por palabras me llevó a detenerme en el que se publicitaba el doctor Duerf Wittgenstein, quien decía ser reconocido experto en psicolenguaje y metanálisis, procedente, nada menos, que de la prestigiosa Escuela de Viena. El doctor ofrecía la posibilidad, con la adecuada hipnosis, de convertirte en invisible.
Han de saber que yo siempre he detestado las reuniones familiares en general, desde niño me han  fastidiado las bodas, bautizos y cumpleaños, todos encadenados como una fatídica secuencia. Pero de todas las celebraciones, si hay una que me resulta verdaderamente insufrible esa es la nochevieja, particularmente por el asunto ese de las uvas, tener que comerse cinco o seis uvas al ritmo de unas campanadas, el resto procuro arrojarlas disimuladamente bajo la mesa, es de las cosas más humillantes que he tenido que hacer a lo largo de mi vida. En esas ocasiones, entre parientes achispados e incomprensiblemente eufóricos tras los sones que nos hacen un año más viejos, siempre he deseado  hacerme invisible, y eso justamente es lo que me prometía el doctor Duerf Wittgenstein.
Sé que cualquier persona sensata hubiera considerado ese anuncio como una paparrucha y un tosco intento de estafar a ignaros, pero la cercanía de la Navidad aumentó mi pánico y por ello, justificándome con un “no tienes nada que perder”, decidí visitarlo. Las sesiones de hipnosis fueron caras, pero tras algunas de ellas ya conseguía desvanecerme y que no quedara de mí más que un polvillo dorado flotando en el aire. Aunque el doctor Duerf Wittgenstein insistía en que nadie lo notaría, yo preferí no intentarlo en esa nochevieja y esperar a la siguiente, cuando tuviera más depurado el manejo de la invisibilidad.
Como soy perseverante, continué con las visitas al doctor vienés, tras haber conseguido convencer al director de mi banco de lo lucrativo que sería para él una tercera hipoteca sobre mi piso de setenta metros cuadrados. La nochevieja del año siguiente conseguí hacerme totalmente invisible ante la sopa de besugo sin que nadie se percatara de ello. La técnica consistía en permanecer con la mirada fija en un punto más allá de la cabeza de mi cuñada, una mueca que simulara una sonrisa y un silencio místico. Al cabo de unos minutos nadie te veía, aunque lo más prodigioso del sistema del doctor Duerf Wittgenstein es que nadie se percataba de tu ausencia, incluso al día siguiente algunos creían recordar una participación tuya  en alguna discusión trascendental sobre las aventuras sexuales de no sé quien.
Al año siguiente continué con las sesiones de hipnosis, tras pedir a mi hermano un anticipo a cuenta de la herencia paterna, y pude lograr lo que los expertos en la materia denominan el pase a la quinta dimensión, aquella que te permite encontrarte con los que transitan en tu mismo estado de invisibilidad. El doctor Duerf Wittgenstein me aseguró que hay quienes incluso se han encontrado en esta dimensión con el gato de Schrödinger. Animado, pues, por la verborrea lógico-espiritista de mi querido doctor la nochevieja del año siguiente, ya invisible, deambulé por las regiones espectrales en las que hallé a Saned Racle, prestigioso plumilla local con el que había coincidido en algún jurado literario-gastronómico. Él me confesó que llevaba más de diez años haciéndose invisible en nocheviejas, actos sociales y consejos de redacción, y me aseguró que éramos muchos los iniciados en esta disciplina. Citó el caso de un prestigioso especialista en cáncer que se desvanecía dejando solamente en el aire la huella sonrosada que marcaba su cara y, aún así, nunca nadie se había percatado de ello. Todos los invisibles que se encontraban en este estado se llamaban entre sí “los evanescentes” y solían reunirse el día de nochevieja para comentar sus andanzas en ese mundo intermedio entre el ser en sí y el ser para sí. Las reuniones se convirtieron en citas obligadas los años siguientes e incluso, desde hace dos, organizan lo que llaman cenas de nochevieja alternativas, con sus uvitas ectoplasmáticas y todo.
Ahora, sin embargo, cuando se acerca una nueva Navidad no sé si mi situación realmente ha mejorado, pues este año tengo dos cenas de nochevieja, la de la familia y la de los evanescentes, entre los que se encuentra, por cierto, un cuñado mío, habitual de las cenas familiares que me confesó que él se hacía invisible desde mucho antes que yo, sin que, tampoco en su caso nadie hubiéramos advertido su ausencia.
Creo que con el nuevo año volveré a las sesiones del doctor Duerf Wittgenstein para intentar conseguir el pase a la sexta dimensión, esa en la que a uno le garantizan que no encontrará ni periodistas, ni oncólogos, ni cuñados, aunque para ello tenga que vender las joyas que mi madre pensaba dejarme en herencia. Todo sea por pasar una nochevieja en paz.

No hay comentarios:

Publicar un comentario