Portada

Portada
Óleo de Cristina Megía

viernes, 24 de agosto de 2012

La sonrisa (2006)



No es frecuente que una mujer hermosa me sonría francamente, mucho menos si se trata de una  mujer de extraordinaria belleza y piel intensamente negra.
Ocurrió durante el último día de mi estancia en la ciudad, mientras concluía mis visitas. El cielo estaba encapotado de un gris que no amenazaba lluvia pese a la tormenta de la noche anterior, lo que permitía  pasear plácidamente por las burguesas calles del barrio de Holborn. Parecía que la ola de calor que había barrido el continente y llegado hasta las islas se había disipado por completo y la temperatura toleraba, por primera vez desde mi llegada a Londres,  deambular por sus calles despreocupadamente.
A lo largo de esa mañana había recorrido el barrio de Bloomsbury en busca de la que fue la casa de Virginia Wolf. La encontré en Russell Square, que, pese a su nombre, más que una plaza es un pequeñísimo y bien cuidado parque al que dan medio centenar de edificios, de esos en los que habitaba la clase media de hace un siglo, aunque ahora casi todos ellos sean dependencias de la universidad. La escritora y su marido, el historiador, economista, editor y apasionado de la política y la jardinería Leonard Woolf,  vivieron en una casa de cuatro plantas adosada a otras que circundan la plaza. Su fachada es de estilo neoclásico y sobresale ligeramente de la alineación del resto, como una discreta insinuación sobre la importancia de los que fueron sus moradores. El edificio está construido con un ladrillo oscuro que contrasta la piedra blanca que cubre diversas partes de su fachada, como la planta baja, la balconada que cuelga del primer piso y todas sus ventanas, estas últimas aparecen coronadas por frontones o molduras diferentes, según el piso en que se hallen.
Me decepcionó ver aquella casa convertida en un edificio de oficinas, con una pequeña placa conmemorativa que ni siquiera se dedica expresamente a la escritora, sino que comparte con otros intelectuales del grupo de Bloomsbury, como Clive Bell y los Strachey, James y Lytton. Al principio me sentí indignado por la poca importancia que la ciudad concedía a la que es, sin ninguna duda para mí, la más original narradora de la historia de la literatura; qué diferencia con Dickens, cuya casa, algunas manzanas más allá, es hoy un museo en memoria del escritor y una de las atracciones turísticas de la ciudad.
No obstante, evocar la figura de Virginia asomada a uno de aquellos ventanales, imaginar a alguno de sus personajes, por ejemplo a Clarissa Dalloway volviendo a casa con  las flores recién cortadas (Mrs. Dalloway dijo que ella misma compraría las flores...) o sentir la misma brisa matinal que debió percibir la escritora (el aire en las primeras horas de la mañana, como el aleteo de una ola, el beso de una ola, frío y cortante...) me hicieron olvidar la injusticia de la ciudad con la novelista y creo que, definitivamente, me alegraron la mañana.
Esta visita, de alguna manera, presagió el encuentro de la tarde, pues envolvió todo el día en una especie de luz cenital que permitía ver la ciudad con una transparencia excepcional,  embargando mi ánimo de una especie de euforia contenida.
Almorcé en un pub acompañado de una pinta de cerveza oscura, con una espuma densa, de color marfil, a una temperatura no demasiado fría que permitía que su sabor colmara el paladar y se trasegara con suavidad. En el pub, decorado con maderas cálidas y suelo alfombrado, conversaban varios grupos de hombres, apenas alguna mujer.
 En el grupo que había a mi derecha la voz cantante la llevaba un hombre de edad avanzada, de unos setenta años, muy bien conservado e impecablemente vestido. Una chaqueta de lino blanco conjuntaba con unos pantalones azul marino con la raya perfectamente planchada, una camisa beige  y una corbata de tonos claros contrastaban con los relucientes gemelos azul cobalto que asomaban por la bocamanga de la chaqueta cada vez que, con expresión contenida, movía sus brazos para reforzar sus expresiones. El resto del grupo, unos cinco o seis, tenía un aspecto variopinto, un par de ellos vestían formalmente, como pequeños ejecutivos de esos que se levantan por la mañana con la corbata ya anudada al cuello, un tipo de aspecto inquietante iba en camiseta de tirantes y mostraba unos burdos tatuajes en sus brazos musculosos, el resto parecían oficinistas, indistinguibles de otros miles que como ellos, a esa hora, salían a almorzar invadiendo las calles de la city.
Pese a su heterogeneidad, a todos los integrantes del grupo parecía unirles una especie de subordinación, o más probablemente de veneración, hacia el anciano caballero, pues sus reacciones, siempre complacientes a las palabras de éste, parecían exentas de falsedad o afectación. No llegué a saber que lazos unían al hombre de la chaqueta blanca con el resto del grupo, pero la charla era animada, nada formal, con algunas bromas incluso, y cuando el director de aquel quinteto, acaso sexteto, decidió marcharse, todos se pusieron de pie y se despidieron de él de modo informal, levantando la mano con la palma abierta, como si el reencuentro fuera  a producirse en breve. Una vez abandonado el pub por el de mayor edad, los restantes no llegaron a tomar asiento, se despidieron entre sí con apretón de manos, quizás era la primera vez que se veían, únicamente quedó en el local el que tenía aspecto de estibador, quien pidió otra pinta de cerveza y se mantuvo en silencio, fumando un cigarrillo tras otro, durante un buen rato.
Sin duda John Ford los hubiera convertido en una cuadrilla de atracadores que ultimaban un plan, posiblemente un atraco fabuloso, en el que el director de escena actuara no por lucro, sino para vengar una antigua afrenta personal, acaso un asunto de amores en la ya lejana juventud.
Frente a mi mesita, sobre la que el rosbif y la cerveza competían por asentarse en un espacio minúsculo, un par de hombres de edad mediana hacían negocios en la barra. El de la izquierda, de unos cincuenta años y una cabeza magnífica que recordaba a la de Gregory Peck, vestía con una elegancia aparentemente desaliñada, el otro, un tipo de aspecto bastante vulgar, parecía entusiasmado y reía de forma estentórea  ante los planos que parecían representar una teatro, o quizás un auditórium, que el primero desplegaba sobre la barra. A estos no sabría donde encuadrarlos, tan diferentes entre sí cómo eran; el primero con su aspecto de tenor heroico en una ópera wagneriana, mientras que el segundo, con su risas estridentes, más parecía el barítono bufo de una opereta italiana; traté de imaginarlos cantando un dúo en la arena del Royal Albert Hall, pero, francamente, no me fue posible. En fin, la carne estaba sabrosa y las patatas asadas y salteadas con mantequilla deliciosas, claro que yo no soy muy exigente en materia culinaria…
Después de almorzar, el aire de la calle consiguió despejarme de las fantasías del pub y pude recuperar poco a poco el espíritu de la mañana. Paseé, pues, por la elegante Hight Holborn Street imbuido de la musicalidad que impregna la prosa de la autora de “Las olas”. A esa hora, la luz parece tamizarse por los filtros caprichosos del atardecer y la brisa, al mecer las hojas de los árboles, permite con su movimiento reflejos anaranjados y violáceos en el suelo. Según decía mi guía, el Museo Soane debía estar ubicado junto al Weststone Park, aunque a mí lo que verdaderamente me interesaba de aquél no eran las piezas únicas que albergaba, una heteróclita colección recopilada a lo largo de la vida del que fue su fundador, sino su singular fachada.
La Sir John Soane's House fue en su día la casa del arquitecto que le da nombre y es ahora sede del museo que recoge su legado artístico. El edificio está catalogado como una pequeña joya del romanticismo inglés e inauguró una nueva concepción arquitectónica, proyectando una mirada sensitiva, exenta de lógica, sobre sus diferentes elementos, a la vez que hace un misterio del uso de la luz.
Muy cerca del museo se halla la  Twyford Street, se trata de una calle muy estrecha, casi una callejuela, de esas cuyo nombre no suele aparecer en los planos de las ciudades; a ella dan su espalda dos imponentes edificios victorianos con las paredes de un rojo oscurecido por el tiempo y la contaminación. Esta calleja conecta perpendicularmente con una vía principal, la comercial Kingsway Street, transitada por numerosos vehículos y con gran vida en sus aceras, en cuyo extremo este, ya cerca de Holborn Circus, se encuentra uno de los rascacielos más singulares de la ciudad, el Daily Mirror Bulding, que alberga al popular y ya centenario diario. Fue en la Twyford Street dónde el todoterreno se detuvo.
Yo andaba, como casi siempre en esta ciudad  y aun en la mía, algo despistado. Con la mirada en busca de la placa con el nombre de la calle para orientarme, no me percaté de cómo el vehículo entraba en la calle, únicamente lo vi detenerse lentamente hacia su mitad. La calle era tan estrecha que sólo admitía un sentido de la circulación y el coche, uno de esos todoterrenos lujosos que la publicidad nos promete como ideales tanto para una recepción elegante en la ciudad como para los escarpados terrenos de montaña, ocupaba la práctica totalidad de la calzada, las aceras eran también estrechas por lo que era inevitable la proximidad entre el viandante y el ocasional ocupante del automóvil.
El todoterreno paró a unos dos metros frente a mí y observé cómo se bajaba la ventanilla del lado del conductor. No me interesan demasiado los vehículos, así que soy incapaz de precisar la marca o modelo de aquél, solo diré que tenía un aspecto imponente y que su color gris metalizado reflejaba las luces del atardecer con formas caleidoscópicas. Como pensé que podría tratarse de un conductor desorientado con la pretensión de hacerme una pregunta sobre como llegar a algún sitio, inmediatamente preparé mi socorrido I'm sorry, I don't speak English con el que respondía a todo aquel que por la calle, confundiéndome con un nativo o suponiendo que el inglés es una lengua universalmente hablada y entendida, me inquiría sobre una dirección, una parada de autobús o la ubicación de un museo.
Justo al llegar a la altura de la ventanilla del automóvil observé en su interior a una mujer de excepcional belleza, tendría unos treinta años y unos ojos grandes que irradiaban una luz ambarina, la piel era tersa y prometía el tacto de la seda, tras una boca de labios apenas coloreados y perfectos dientes blanquísimos surgió una sonrisa, al principio leve, luego franca, que se dirigió hacia mí con un leve giro de su estilizado cuello. Me quede inmóvil,  hipnotizado por su mirada, mientras que ella, muy lentamente y sin dejar de mirarme, accionó la palanca de cambios del vehículo y se alejó, muy despacio, dejándome sólo, en mitad de la calle, con la impresión de ser un espectador que contempla desconsolado la escena final de una película.
Al día siguiente cogí el avión de regreso. A ella, claro está, no volví a verla más, pero sólo unos metros más adelante encontré la Soane's House y pude entonces contemplar su singular fachada de piedra blanca, sus acroteras de mirada impasible, los medallones góticos y los capiteles sin fuste, todo ello bajo una luz inolvidable,  la de  la sonrisa de mi bella londinense.

No hay comentarios:

Publicar un comentario