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Óleo de Cristina Megía

viernes, 24 de agosto de 2012

Tres mujeres (Relato ganador del VII Concurso de Narraciones Breves Ideal 2003)



Carmela Iraberri, septuagenaria, se balancea en su mecedora; su memoria reciente se encuentra deshilvanada, cubierta por un tupido manto de penumbra y horadada por profundos pozos donde se pierde en ocasiones hasta el nombre de su hija o el suyo propio, pero recuerda con perfecta nitidez la tarde del 12 de junio de 1924 cuando Florentino Duarte se mató por amor frente a la balconada de su casa.
Carmela Iraberri, aún hoy, puede sentir la brisa fresca de aquel atardecer traspasando la celosía frente a la que pasaba las tardes, en compañía de su hermana, bordando su ajuar hasta el declinar del sol. La campana de la iglesia de la Inmaculada Concepción llamaba a los oficios de las ocho y algunas mujeres rezagadas, con sus cabezas cubiertas por velos, cruzaban con premura la calle Mayor para acudir a la última misa del día.
Su hija Josefina le trae la merienda, café con leche muy caliente, casi hirviendo, y un trozo de pan para hacer sopas, desde que tiene uso de razón su madre siempre ha merendado lo mismo, aunque ahora que la enfermedad hace naufragar su mente en un mar insondable apenas si lo recuerda, y a veces pregunta “¿qué me traes, niña?”. Josefina, al principio, sujetaba las lágrimas y no contestaba para que su madre no le notara la voz entrecortada, pero ahora se ha acostumbrado y repite resignada “es lo de todas las tardes, madre, pan migado en café con leche”.
Carmela, a veces, no recuerda que significa café con leche, pero puede ver con toda claridad a Florentino Duarte atravesando la calle Mayor con las últimas campanadas de las ocho, su traje de los domingos de color gris oscuro a rayas, la camisa blanca abotonada hasta el cuello, sin corbata, los botines negros relucientes de betún; evoca, como si lo tuviera ante sí, su paso decidido hasta pararse frente al balcón de su casa. Probablemente entonces no se percató, pero la memoria posee licencia para reconstruir los hechos y ahora advierte que el bolsillo derecho de la chaqueta está deformado por el peso del revolver.
 A la abuela la saca su nieta a pasear después de merendar, al atardecer, pero no más allá de las nueve, porque a esa hora empiezan a merodear por el parque los macarras y las prostitutas más tempraneras. Viven en un barrio de las afueras de la ciudad donde, con la caía del sol, aparecen como desde el fondo de una caverna mujeres  pálidas, de voz bronca y mirada perdida; a Laura le dan miedo estas apariciones y vuelve a casa con su abuela antes de que el sol se ponga. Sabe la nieta, por sus conversaciones con la abuela durante los paseos vespertinos, que Carmela Iraberri nació en un pueblo de la provincia de Salamanca, donde pasó la niñez y la primera juventud, también conoce que sus bisabuelos, de origen vascongado, abandonaron con sus dos hijas aquel pueblo repentinamente y emigraron a Granada, donde nació su madre y ella misma, pero por algún motivo nadie ha querido contarle la causa de aquel inesperado y largo viaje. No obstante, Laura, por conversaciones oídas a hurtadillas y los elocuentes silencios que se producen en las conversaciones de los mayores cuando ella aparece, ha podido deducir que la mudanza a las tierras del sur se hizo por lo que ella llama “un idilio de la abuela”.
La nieta siempre ha mantenido muy buena relación con la abuela y desde niña se ha interesado por aquel extraordinario suceso que obligó al traslado de su familia materna desde el pueblo castellano a esta ciudad, por eso, cuando no estaba presente su madre, siempre reacia a hablar de esta historia, interrogaba a la abuela sobre el mismo y ésta, con una sonrisa en los labios y un brillo en los ojos que Laura sólo apreció al hacerse mayor, siempre respondía con la misma enigmática frase: “Entonces, cuando aquello ocurrió, yo tenía quince años, cuando tú tengas esa edad te lo contaré, porque sólo entonces podrás comprenderlo”. Desde la primera vez que oyó esta frase, lo que Laura más ha anhelado en su vida es cumplir quince años para conocer la misteriosa historia de la abuela.
La historia que tanto interesa a la nieta se remonta a principios de siglo, cuando Carmela, hija de unos agricultores acomodados que habían llegado años atrás a las feraces tierras de la Armuña huyendo de los estragos de las guerras carlistas en su Vizcaya natal, jugaba en la plaza de la iglesia con Florentino, el hijo de unos aparceros de su padre. A los padres de Carmela, de ideas liberales, no les importaba demasiado la diferencia social en el juego de los niños y habían procurado educar a su hija con criterios poco apegados a la mojigatería social que impregnaba la España de la Restauración. Algunos años después, cuando Carmela tenía quince años y Florentino diecisiete, los jóvenes entraron en relaciones; Florentino acudía todas las tardes a las ocho en punto frente al número siete de la calle Mayor para que Carmela pudiera verlo a través de la celosía de la habitación de la costura en la primera planta, y un día a la semana se le permitía hablar con ella en una ventana sin rejas de la planta baja. Pero de nada de esto se acuerda ya Carmela.
Laura, que cumplirá mañana quince años, desde hace unos meses teme que su abuela no pueda recordar la historia que con tanto anhelo ha esperado, la enfermedad de Alzheimer avanza con tal rapidez que es posible que haya borrado de su memoria ese suceso misterioso que tanta curiosidad despierta en la nieta.
Tampoco recuerda Carmela sus días de amargo llanto cuando llegó la noticia de que Florentino Duarte había desaparecido en la evacuación de Xauen, dispuesta por el general Primo de Rivera durante la guerra africana para la que había sido movilizado. Durante varios meses nada se supo de él, al principio se le dio por desaparecido y luego por muerto.
A veces la memoria se reconstruye trenzando los recuerdos a través de las generaciones, por ello, estos recuerdos perdidos por la abuela los atesora la madre como si de una pequeña joya familiar se tratara, las historias oídas a su madre a lo largo de toda su vida, cuando la memoria y la lucidez le permitían ser una bertsolari*, ahora forman  parte de la memoria familiar que va a ser transmitida a la nieta con motivo de su decimoquinto cumpleaños. Josefina cuenta a Laura que tras la rendición del caudillo Abd el-Krim a las tropas francesas se liberaron a medio centenar de prisioneros españoles, entre ellos Florentino Duarte; pero durante el periodo que se creyó muerto al prometido de su abuela, sus padres concertaron para ésta un matrimonio de interés; las rentas de la tierra habían caído rápidamente en muy poco tiempo a causa de la sequía, y para mantener un nivel de vida decoroso los padres no encontraron mejor solución que arreglar la boda de Carmela con el hijo de un médico de la capital, Don Víctor Burgos, un hombre acaudalado que tenía cierta dificultad en encontrar esposa para su vástago, un pimpollo mujeriego y juerguista, estudiante de medicina en la Universidad desde antes que asesinaran a Canalejas. Cuando Florentino volvió  al pueblo, cuenta la madre, sus abuelos emigraron a Granada para evitar a la hija la contrariedad de ver al prometido que creía muerto y zanjar los pactos prematrimoniales con la familia del médico.
Carmela Iraberri mantiene prístino en su memoria el momento en que Florentino Duarte sacó el revolver del bolsillo de la chaqueta, lo apoyó en su sien con un movimiento que ahora diría fue parsimonioso y murmurando el nombre de su amada lo disparó ante el número siete de la calle Mayor. Carmela piensa contarle a su nieta que ella ha sido la única mujer a la que el prometido se le ha muerto dos veces, y también piensa contarle cómo esa misma tarde, justo después del almuerzo, escapó de su casa por la puerta del corral, cómo se entregó a su amado sobre un lecho de flores junto al río y cómo a consecuencia de aquella pasión nació su madre, que siempre ha sobrellevado muy mal ser hija de un suicida, pero para Carmela Iraberri esos son los únicos recuerdos de su vida que ha merecido la pena conservar.
* bertsolari. En euskera, cierto tipo de narrador oral

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