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Óleo de Cristina Megía

viernes, 24 de agosto de 2012

Son otros tiempos (Navidad 2004)



Afuera el invierno impone sus tonos grises sobre la plaza, el frío se presiente a través de los cristales de la única ventana de la habitación y la tímida iluminación navideña apenas si consigue crear un halo amarillo alrededor de las guirnaldas.
Seya abre el armario y coge del fondo una caja de madera que albergó, hace ya muchos años, un pedido de guantes para un antiguo comercio familiar. De su interior extrae un puñado de cuartillas amarillentas, de un papel muy fino que con el tiempo se ha vuelto quebradizo, Seya las toma con sumo cuidado y las coloca sobre la mesa que hay junto a la ventana. La luz plomiza de la tarde ilumina una letra de caligrafía pulcra y redondeada, dibujada con una tinta a la que los años ha extraído tonos violáceos. En la primera cuartilla  puede leerse, con esmerada letra de perfil gótico, “CUENTO DE NAVIDAD”.
Este manuscrito es un legado de la abuela a la que no conoció, lo encontró por azar hace ahora cinco años, al vaciar una alacena de la vieja casa familiar en Huéscar; a Seya le gusta pensar que la abuela lo guardó justamente allí poco antes de morir, para que muchos años después, la nieta que estaba a punto de nacer lo encontrara. El cuento está fechado en la Navidad de 1926 y es un relato ingenuo, una historia de pastorcillos que probablemente proceda de la tradición oral, una de aquellas historias que se transmitían de generación en generación por las mujeres de la familia, mientras elaboraban los mantecados en las espaciosas cocinas de las casas de pueblo.
Sea cual fuere su origen, la abuela había dejado por escrito la historia de Abel, un pastorcillo que deseaba llevar un poema al Niño recién nacido en la vecina aldea de Belén, al que muchos de sus amigos le habían llevado otros presentes; pero su padre, que trabajaba para un rico comerciante con buenas relaciones con las autoridades, no se lo permitió, por eso Abel, resignado, salía al patio de su casa y leía su poema en voz alta, bajo un cielo en el que una estrella errante, que brillaba con especial luminosidad, se detenía unos segundos sobre su cabeza.
Desde que lo encontró, cada Navidad, Seya saca el manuscrito de la abuela de su caja de guantes y lo lee atentamente, se imagina a la abuela con catorce años, dos menos de los que ella tiene ahora, escribiéndolo sobre la mesa de la cocina, al calor de las últimas brasas del hogar, en silencio, con miedo a ser descubierta por su padre. Sus tías le han contado que este cuento de Navidad fue el único escrito de la abuela que se salvó de la ira de su padre, el bisabuelo Emérito, desatada cuando descubrió la afición literaria de la hija. El padre de la abuela era analfabeto y aunque consintió que una maestra enseñara “las letras” a su hija, no le pareció que escribir historias fuera una tarea propia de una mujer decente.
Después de la lectura, Seya introduce nuevamente el manuscrito de la abuela en la caja, lo hace con mucho cuidado, más como un ritual que por la fragilidad de las hojas,  lo coloca justo debajo de unos relatos escritos por ella misma y que recientemente le fueron devueltos por la editorial a la que los envió con la esperanza de que fueran publicados. La respuesta del editor  fue una atenta carta en la que lamentaba la imposibilidad de publicarlos, pese a la “evidente calidad literaria de los mismos” porque sus relatos no cumplían el requisito de “promocionar los valores que la Comunidad Autónoma exige para subvencionar la publicación”, al parecer sin subvención no es posible su publicación y los relatos no debían ser políticamente correctos, al fin y al cabo eran sólo literatura.
Al depositarlos en la caja, piensa que una delgada línea une al pastorcillo Abel, a su abuela y a ella misma, aunque sus relatos no hayan sido condenados al fuego como fueron los de la abuela. Afortunadamente ahora son otros tiempos.

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