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Óleo de Cristina Megía

domingo, 7 de octubre de 2018

Retrato de Bela

Quizás Isabella, no fuera su auténtico nombre, sino solo el que usaba las temporadas que pasaba en España; durante seis años cruzó el charco cada primavera y permaneció en nuestro país, siempre en alguna ciudad del sur, hasta el final del otoño. Comenzaba su temporada en Semana Santa y la prolongaba hasta que el inhóspito invierno la hacía retornar al clima tropical de la Bahía de Guanabara; durante el tiempo que pasaba aquí trabajaba a destajo, disponible las veinticuatro horas del día, de lunes a domingo, sin descansos ni días festivos. Era joven y fuerte y se podía permitir ese ritmo agotador con el que ahorraba el suficiente dinero para vivir el resto del año en su ciudad natal e incluso para haberse comprado allá una casita.
Rodolfo la conoció el último año que pasó aquí, cuando ya había ahorrado lo suficiente para poder invertir en un pequeño negocio, también fue el año en que apareció Gilberto.
Bela, que era como se hacía llamar, era una mujer que gustaba mucho a los hombres, su larga cabellera rubia, sus ojos de color de la miel y sus labios carnosos y sensuales, junto a un cuerpo bien proporcionado, hacía de ella una fuente inagotable de deseo. También su carácter dulce y su natural simpatía provocaba que quienes la conocieran ocasionalmente no quisieran perder el contacto con ella. Su cuerpo y su encanto le permitían ganarse bien la vida.
Rondaba la treintena y era una mujer curtida y valiente, “diez veces me caigo y diez veces me levanto como una leona” era su lema, que pronunciaba con la dulzura de su melodioso acento carioca. Siempre tuvo una voluntad férrea de salir adelante, de recuperar los estudios universitarios abandonados y buscarse una buena posición social. No fueron, como a tantas otras, las necesidades económicas o la desgracia familiar lo que la impulsó a la aventura española, sino el afán de independencia, su negativa a someterse a lo que su condición social le imponía y su propósito inquebrantable de construirse una vida propia.
Era como una diosa ante la que muchos hombres caían rendidos, aunque en el fondo de ella había una inocencia que cautivaba a Rodolfo, quien siempre la consideró un ser  vulnerable. Quién sabe cuántos amantes tuvo aquel año, sin duda muchos, aunque Rodolfo “nunca fue aquel en cuyos brazos desfallecía Bela”, o al menos eso decía, recitando apócrifamente a Borges con aire melancólico. Tuvo Rodolfo con ella una profunda relación de afecto, como un primo con el que hubiera convivido desde niño y la hubiera amado en secreto, sin que ella llegara nunca a imaginar ese sentimiento. Bela necesitaba confiar en alguien que no tuviera pretensiones carnales, y encontró en él ese cariño desinteresado y fraternal.
Coincidían en el restaurante al que  Rodolfo iba a almorzar cada día laborable durante el mes de agosto. Desde hacía varios años a él le tocaba trabajar ese mes, en el que se quedaba al frente de la sección de estudios financieros del banco, mientras su esposa y sus hijos disfrutan del apartamento en la playa. Sus amigos decían envidiarlo por eso, aunque él no sabía si lo hacían con sorna o con franqueza.
Todos los días Bela se permitía un pequeño descanso tras el almuerzo, hora con poca clientela para ella, y compartía con Rodolfo la sobremesa, con un café y algún dulce de repostería casera que la dueña del restaurante les reservaba. Bela era muy golosa, aunque se contenía para mantener su línea esbelta; resguardados de la canícula y protegidos por el aire acondicionado, ella le contó su vida pasada y la que imaginaba para el futuro. Hablaba sin cesar, por lo que Rodolfo no tenía que decir mucho, se limitaba a escuchar, expresarle su admiración y animarla en sus proyectos.
De repente un día apareció Gilberto; aunque pedía que sus amigos lo llamaban Gilbert, Rodolfo, que se refería a él para sus adentros como el marqués de La Fayette, aunque en público siempre lo llamó por su nombre de pila, sin la absurda pronunciación inglesa, para dejar claro que no se encontraba entre quien pudiera compartir camaradería.
Cada tarde llegaba vestido con una camisa floreada, aparcaba su coche en segunda fila, o directamente sobre el paso de peatones, un modelo grande pero antiguo, rematriculado, que mantenía siempre limpísimo y bruñido, sin una abolladura visible. Luego se sentaba en una mesa no muy retirada de la de ellos y dejaba que el exceso del perfume con el que se rociaba inundara el ambiente, a Rodolfo le producía unas ligeras nauseas, pero a Bela debió parecerle un signo de distinción.
Cuando trataban algún tema banal, Gilberto procuraba intervenir en la conversación, no de un modo imperioso, sino con desgana y distanciamiento, como si nos estuviera haciendo un favor por tratar con ellos, aportando sus ideas desde la lejanía de su superioridad, —ya está aquí el "héroe de dos mundos", pensaba Rodolfo con irritación.
En una ocasión Bela lo invitó a sentarse a la mesa, y desde ese día lo hizo todas las tardes, pronto tomó las riendas de la conversación y se mostró en toda su plenitud: presumido, pagado de sí mismo y con muchas pretensiones. Era dependiente en una modesta tienda de confección pero tenía planes empresariales ambiciosos, y tanto creía en ellos, que se comportaba con sus nuevos amigos, así los llamaba él, como si ya fuera el director general de Inditex o uno de los dueños de El Corte Inglés. Rodolfo lo dejaba hablar, y aunque le parecía un tipo irritable, le daba cuerda, pues cuanto más hablaba más se enredaba en sus ridículas fantasías, para solaz de mi amigo, todo ello mientras pensaba que Bela era cómplice de su divertimento.
Sin embargo comprendió lo equivocado que estaba cuando, de repente y sin previo aviso, Bela y Gilberto dejaron de aparecer a la hora de la sobremesa. La primera ausencia la atribuyó a la casualidad, la segunda hizo nacer la sospecha y solo al tercer día, Rodolfo era hombre poco sagaz, se temió que se hubieran marchado juntos. No volvió a ver a Bela.
Casi a finales del año Lucía, la dueña del restaurante, que también tenía cafetería, en la que Rodolfo desayunaba los días de trabajo, le dijo que había llegado una carta de Bela dirigida a él. Al principio no quiso recogerla, tan decepcionado estaba con ella, pero finalmente, ante la insistencia de Lucía, aceptó leerla. Con una letra primorosa y redondeada Bela le pedía disculpas por haberse marchado sin despedirse y le contaba cómo Gilbert la había convencido para aventurarse ambos en un “gran negocio”. Se trataba de una tienda de ropa interior femenina que solo vendería género traído de Francia y que estaría dirigida a la población de mayor poder adquisitivo. Ella, con su belleza y encanto atendería a las clientes y él, con sus contactos “en el mundo del textil”, se dedicaría al trato con los proveedores. En el negocio irían al cincuenta por ciento, él ponía la idea y sus contactos y ella debía poner su capitalito ahorrado,  solo para comenzar; luego, según Gilbert, el negocio cubriría todos los gatos y marcharía iría sobre ruedas. En un año ella habría recuperado su inversión, en dos ya tendrían contratados empleados y podrían dedicarse a la expansión del negocio, el sería el general managery Bela la directora de marketing internacional, porque pronto superarían las barreras nacionales, “este es un país pobre y aquí no hay futuro empresarial” decía Gilbert, por lo que su idea era “cruzar el Tirreno y establecernos en la Lombardía”, contaba ella en su carta entrecomillando las frases del embaucador, ….Bela confesó que la idea la sedujo y que se dejó liar por los fantasiosos planes que Gilbert le expuso durante los días que pasaron juntos en un hotel de Mallorca, a costa de ella claro está. 
Sin embargo, de sus conversaciones con Rodolfo algo le había quedado claro a Bela, y es que no se puede comenzar ninguna empresa  sin un plan de negocio, por ello le insistió una y otra vez a Gilberto a para que presentara números, estudio de los costes, margen de ganancias, amortizaciones de los préstamos,… a lo que él respondía dando largas al principio y luego, irritado, diciendo que esas eran cuestiones que solo preocupaban a contables de medio pelo “como tu amigo el del banco”, pero que los empresarios con imaginación no necesitaban eso, que Amancio Ortega nunca miraba un balance, solo se dejaba guiar por su intuición.
Una mañana, Bela cogió un avión en el aeropuerto de Son San Juan con destino a Madrid y desde allí cruzó el océano Atlántico y puso miles de kilómetros por medio de la aventura textil de La Fayette. Con sus ahorros ha puesto una pequeña freiduría de patatas con condimentos en su ciudad natal, y parece que la va bien. Eso sí, antes de comenzar el negocio, le encargó a una gestoría que le hiciera un pequeño plan de negocio, dos folios de datos que aseguraban que, con el encanto de Bela, el negocio triunfaría.

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