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Óleo de Cristina Megía

miércoles, 5 de febrero de 2020

Íntima y mortal

Desde la terraza del ático se contemplaba toda la ciudad, bueno, eso quizás sea una exageración, teniendo en cuenta las dimensiones de una metrópolis como Madrid, habría que subirse a un globo aerostático y llegar casi a la estratosfera para abarcarla; realmente no creo que haya edificio suficientemente alto como para poder divisar desde él todos los bordes de la inmensa urbe. Al menos, eso sí puedo asegurarlo, desde aquel décimo piso se veía una multitud de tejados rojizos y de planas azoteas, gran cantidad de edificios muy desiguales y la sierra al fondo, radiante por las últimas luces del atardecer. Lo primero que pensé es que la capital, vista desde esta altura, parecía más pueblerina que a ras de calle. A falta del glamur de los comercios lujosos, del brillo de los escaparates rutilantes, sin ese sutil sonido que produce la ropa de la gente elegante cuando roza el aire, Madrid parecía una ciudad de provincias cualquiera. Además, las calles de Malasaña, donde estaba ubicado el lujoso edificio, eran un intrincado laberinto, las antípodas de la racionalidad ortogonal de Nueva York o la serena belleza del París del barón Haussmann.
Fabiola era una mujer sofisticada, que se movía con una agilidad casi felina, sin brusquedad, sus gestos eran un continuo, desde su cortesía para ayudarme a quitarme el abrigo a la delicadeza con la que sirvió un par de güisquis. Puso un disco con música melodiosa con aires jazzisticos, cantaban en portugués con  ese dulzor almibarado de la música brasileña. Estábamos sentados en el sofá y Fabiola sonreía ante mi nerviosismo; no disimulaba, muy al contrario, parecía deleitarse con él.
El elegante piso parecía recién salido de una revista de decoración, los muebles eran de tonos claros y líneas sobrias, sin llegar a ser minimalistas, pero con un aspecto de tener unos precios claramente maximalistas. Había jarrones con flores frescas repartidos por la habitación y varias pinturas colgadas en las paredes que pronto llamaron mi atención.
Ella se descalzó y colocó sus piernas flexionadas sobre el sofá, dejando que aparecieran bajo su vestido unas rodillas bien torneadas y unos pies, quizás un poco grandes para mi gusto, pero muy cuidados y de aspecto sedoso. Me preguntó qué era lo que más me gustaba de lo que veía, a lo que yo, azorado, respondí que, sin duda, ella era lo más hermoso que había visto nunca. Fabiola se rió abiertamente ante mis torpes halagos, me acusó de zalamero, y me pidió que me acercara a ver los cuadros, ya que sin duda,  dijo en un tono levemente recriminatorio, era lo que más me interesaba de lo que había en la habitación.
Me explicó que todos los había adquirido su exmarido, y que le habían sido adjudicados a ella tras la disolución de su matrimonio. Fue un divorcio tormentoso y los abogados tuvieron que afanarse lo suyo para conseguir una asignación equitativa de las propiedades, curiosamente lo más conflictivo fue el reparto de las pinturas, porque su ex sentía un especial fervor por las obras que había adquirido con mucho empeño. A ella le correspondió el piso céntrico de Madrid, uno de los coches deportivos, un paquetito de acciones cuyos dividendos completaban su sueldo como agente inmobiliaria y los tres cuadros que colgaban en el salón. En el reparto de las obras de arte ella se mostró inflexible, no aceptó un equivalente en metálico, que no era tal equivalente, pues sus abogados le aseguraron que su ya exmarido le estaba ofreciendo por ellas un valor superior a las que tenían en el mercado, pero no aceptó el ofrecimiento y exigió quedarse con los tres cuadros que podía observar en su salón. Son las que mejor conjuntan con la decoración, me dijo con una mirada provocativa, a la que yo respondí con una media sonrisa, mientras tensaba los músculos de la cara, intentando disimular cualquier emoción. No creas que soy tan frívola, continuó, esta vez con mayor seriedad en su rostro, sé muy bien que el dinero puede gastarse, pero estas obras son mi seguro de vejez.
Había un cuadro de formato mediano de González de la Serna, un bodegón cubista con una botella, una copa vacía y un libro, una obra de juventud en la que todavía era muy apreciable la influencia  de Gris y de Picasso.
Otro era un lienzo de la serie Albaicín de Manuel Ángeles Ortiz, la morfología geométrica del barrio granadino reflejada en uno de los mosaicos del la Alhambra me hizo añorar la ciudad en la que nací y en la que residí hasta la primera juventud.
Pero lo que había concentrado mi atención desde que entré en la habitación fue un una pequeña obra, un óleo de color azul intenso y un personaje de trazos esquemáticos en el lado derecho del lienzo, casi oculto bajo la intensidad del color del que parece querer emerger. En seguida supe que era un Giacometti, el desvelamiento del alma bajo el estiramiento cuerpo y la radiografía del rostro, revelaron su autor de modo inmediato. Me vinieron a la mente y recité en voz baja las palabras que Jean Genet escribió en el obituario del pintor suizo: “La belleza no tiene otro origen que la herida, en cada uno distinta, que todo hombre guarda en sí mismo”.
Estaba profundamente conmovido contemplando la obra, casi asfixiado por un sentimiento de soledad profunda e intemporal, cuando Fabiola afirmó con un tono de voz que me resultó chirriante, que esa era la obra de la que más le costó desprenderse a su marido, pero ella insistió, porque era la que mejor le iba con los tonos del salón, si no fuera por esa horrible figura, añadió rematando la frase, el cuadro sería perfecto para mí.
Si en ese momento un trueno desgarrador hubiera roto el silencio de la noche y un diluvio hubiera comenzado a caer en el interior del salón, no me hubiera llevado una impresión mayor que las que me causaron las palabras de mi anfitriona. Tuve, no obstante, suficiente presencia de ánimo como para contemplar la obra unos segundos más, quizás medio minuto, con el pulso acelerado, pero controlando la respiración como me había enseñado mi profesora de yoga; después, aduje una excusa improvisada, me puse raudo el abrigo y bajé a toda prisa por las escaleras hasta la calle, deseoso de respirar el aíre frío de la noche madrileña. Caminé un rato con el deseo por Fabiola todavía vivo, pero aliviado por la certeza de haber escapado de una trampa íntima y mortal.

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