La joven está
sentada en la esquina de la cafetería, junto al ventanal, recibiendo la luz
oblicua e imprecisa de la mañana. Sobre la mesa, una taza de té medio vacía y un
plato con restos de una tostada. Lee el periódico, aunque parece distraída,
pasa las páginas sin prestar mucha atención, quizás atienda solo a los grandes
titulares, sin concentrarse en la letra pequeña; pero en un momento se detiene,
mira alrededor, parece comprobar que los camareros no la observan y con movimientos
rápidos y ágiles dobla el lateral de una página, la parte correspondiente al
margen no impreso, pasa el pulgar sobre el pliegue para hacerlo más firme y con
decisión arranca un rectángulo de unos tres centímetros de ancho a lo largo de
toda la página. Descansa unos segundos, parece que la travesura la le ha
causado cierta tensión, cierra el periódico y lo dobla con cuidado, luego se
levanta y lo deposita en el cajetín que hay para albergar la prensa junto a una
columna. Allí el diario mutilado se acopla con los deportivos y los suplementos
culturales, el crimen parece que quedará impune.
Yo finjo estar
absorto en la lectura de un libro que suelo traerme al desayuno, ese día una
cuidada edición de Siruela, El arte de
los jardines modernos de Horace Walpole, pero la observo de reojo, con
disimulo. Ella saca un bolígrafo lacado en rojo de su bolso y comienza a
escribir en la tira, lo hace manteniendo el recorte vertical, lo que no deja de
ser curioso, porque sin duda eso la obliga a cortar las palabras, no cabe mucho
en los centímetros de anchura del corte Hubiera sido más lógico escribir a lo
ancho, salvo que no sean palabras lo que traza, quizás sean dibujos, números u
otra clase de signos. Puede ser
una matemática que ha tenido una intuición y rápidamente la traslada al papel, quién
sabe si no ha encontrado una idea genial sobre la distribución de los números
primos o ha tenido un remoto acercamiento a la hipótesis de Riemann, incluso es
posible que, como el viejo Fermat, haya dejado escrito: “He encontrado una
demostración realmente admirable, pero el margen del periódico es muy pequeño
para ponerla.”
El escrito, sea
lo que sea, lo hace de un tirón, sin titubeos. Luego lo coloca de frente, cogiendo
la tira de ambos extremos para mantenerla tersa, como si fuera un pergamino
estrecho y lo mira con atención; parece satisfecha, el cuerpo del delito a la
vista, debe ser importante lo escrito si ya no teme que la reprendan por lo
hecho. Guarda el bolígrafo y la tira de papel en el bolso y se levanta para ir
a pagar.
Yo aprovecho
para acudir también a la barra a pedir un vaso de agua, me coloco junto a ella y le digo, esperando
ver aparecer alguna turbación en su rostro o al menos un rictus de sorpresa: —He
visto lo que ha hecho; pero ella me devuelve una mirada fría, indiferente,
incluso hostil. Yo continúo mi frase intentando rebajar la tensión —…pero no pienso delatarla. Tengo
curiosidad, continúo, —¿qué ha escrito? —Un poema, responde la joven con
sequedad y sin mirarme, en ese momento recoge la vuelta del pago, me da la
espalda y sale por la puerta a la fría mañana de este otoño tan inclemente.
II
Volví a la
cafetería en días sucesivos, justo a la misma hora, con la esperanza de verla.
Luego fui cambiando mi rutina, variando el margen horario, uno días iba quince
minutos antes y al siguiente quince después, luego pasé a treinta minutos,
cuarenta y cinco, una hora, todo fue inútil, no volví a encontrarla.
Pregunté a los
camareros, pero estos, recién llegados, no conocían aún bien a la clientela,
tampoco supieron darme noticias de ella en una tienda que vendía flores de
plástico en la esquina, ni en el pequeño estanco, la autoescuela o la
relojería. Antes de que mi insistencia extendiera los rumores por el barrio, que
ya habían comenzado, cesé en mis interrogatorios.
Paseé por las
calles cercanas, ilusionado con encontrarla accidentalmente en la carnicería o
en la tienda de pinturas, esperé a la entrada y salida del colegio de primaria,
por si fuera una de las maestras, demasiado joven para ser la madre de un niño
en edad escolar, al menos para nuestra época, mi madre ya me había tenido a mí
con esa edad, y las amigas de mi madre también habían traído al mundo a mis
amigos de la infancia. Abandoné cuando mi presencia comenzó a generar inquietud,
¿cuántos días puede un hombre adulto acudir en la puerta de un colegio y
permanecer allí sin ir a recoger a ningún niño, sin que la gente comience a sospechar
de él? Parece que no muchos, mejor desistir a las primeras señales de alarma en
las madres más suspicaces y desconfiadas.
También busqué su
imagen por Internet, puse “poetisas jóvenes” y “poetas jóvenes” en el buscador,
imposible, una inmensidad oceánica, lo restringí añadiendo el nombre de mi
ciudad, con el frustrante resultado de reducirlo a varios cientos de miles.
El tiempo fue
sosegando mi ímpetu y hasta creo que comencé a olvidarla.
Sin embargo un
día, pocos meses después, al leer el periódico en la cafetería encontré el
diario amputado como el de aquella mañana de principios de octubre, pregunté a
la camarera y me respondió que no sabía quién podía haberlo hecho, pero que
había gente muy rara, y lo hizo con una mueca suficientemente expresiva de que
se estaba refiriendo, no a quien había amputado el periódico, sino al cliente
quisquilloso que se quejaba por la falta de una tira en blanco del lateral del
diario.
Sin duda ella
había estado allí no mucho antes, pues aun era temprano; nuevos paseos por el
barrio, interrogatorios disimulados en la inmobiliaria, la papelería, incluso
en un momento de despiste, o quizás de desesperación, me acerqué a preguntar en
un quiosco donde se vendía lotería, suerte que supe rectificar a tiempo y acabé
comprando de modo atropellado algunos cupones “de los ciegos”.
Su rostro
comenzaba a desdibujarse en la memoria, hasta el punto de dudar si la
reconocería si me la encontrara de nuevo, accidentalmente en la calle, por
ejemplo. A veces, esperando en los
semáforos, escudriñaba el rostro de las mujeres que esperaban al otro lado de
la acera para cruzar, preguntándome si podría ser alguna de ellas, si la
reconocería si lo fuera.
Un día en la misma
cafetería, comencé a fijarme con intensidad en una mujer, como un
entrenamiento, intenté memorizar su rostro, primero como una fotografía impresa
en mi memoria, luego como una enumeración de rasgos físicos: facciones
angulosas, treinta años, pelo rubio, corto, peinado con descuido o quizás, sin
duda será esto, despeinado con todo cuidado, tatuaje grande en el omóplato,
camiseta de tirantes negra (pese a que las temperaturas habían bajado en los últimos
días considerablemente, ya era invierno crudo), musculosa, aspecto de monitora
de gimnasio. Pensaba cuánto tiempo sería capaz de recordar estos rasgos, de identificarla
en cualquier circunstancia, vestida con menos atrevimiento, incluso con abrigo y
gorro. Una mirada de ella, cargada de animosidad, incluso amenazante, cortaron
en seco mis especulaciones. En un combate con ella quedaría noqueado en el
primer asalto, no convenía seguir por ese camino.
Cambié,
entonces, de estrategia, decidí tomar la iniciativa y cada día rasgar un
lateral del periódico, como había visto hacer a ella, con ello pretendía
enviarle el mensaje de que deseaba volver a verla. Como era cliente habitual
desde hacía tiempo, el dueño del negocio me conocía y saludaba afectuosamente
cada día, yo suponía que esa extravagancia me sería perdonada, aunque
contribuyera a acentuar mi imagen de un tipo raro, alguien que va a diario a
tomar café a media mañana y lleva siempre un libro para leer. De la camarera de
mirada sardónica qué decir, yo procuraba no mirarla a los ojos porque no quería
adivinar en su rostro lo que pensaba de mí.
Era como lanzar
una botella al mar con un mensaje de socorro dentro, el último fruto de la
desesperación. Quince o veinte periódicos tullidos fue el resultado de mi
estrategia, pero de ella ni la más mínima noticia.
Algún tiempo
después, ya hacia el final del invierno, el camarero se acercó a mí mesa y me
dio un papel doblado en cuatro pliegues. —Es para usted, lo ha dejado una
clienta, dijo. Tenía el tamaño poco habitual de las cuartillas holandesas y contenía
escrito a ordenador un poema: El hombre
de la chaqueta. Junto a la hoja, grapada en su parte posterior, en la
esquina superior izquierda, una tira del periódico en la que estaba escrita la
primera versión del poema, con letra minúscula, cortando cada verso en varias
líneas y marcando con corchetes el final de cada uno, con pocos tachones,
ligeramente diferente a la versión definitiva mecanografiada. El poema
manuscrito, el del periódico, estaba menos depurado, pero era más directo y
espontáneo, con el ritmo bien calculado y las metáforas perfectamente
definidas.
El poema estaba
en verso libre, con métrica irregular y sin una rima aparente, pero mantenía una
cadencia muy poética, algo disonante, la técnica de “collage” me recordó la
música de Luciano Berio y la analítica constructiva de Joyce.
El significado
no estaba claro, era hermético, tuve la impresión de que estaba destinado una única
persona, quizás solo su destinatario pudiera comprender todo su significado.
Llamé al
camarero y le pregunté por la clienta que le había entregado el papel, apenas recordaba
nada, que había estado en la mesa una media hora, tomado un té negro y media
tostada con aceite, le había dejado la hoja, pagado y se había marchado sin
decir nada más. Insistí, ya con la boca seca, cómo sabía que era para mí, qué
indicación le dio, a lo que respondió que ella le dijo que era “para el hombre
de la chaqueta”. En ese momento miré alrededor y caí en la cuenta de que a esa
cafetería yo era el único que acudía con chaqueta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario