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Óleo de Cristina Megía

domingo, 25 de febrero de 2018

El hombre de la chaqueta

 I
La joven está sentada en la esquina de la cafetería, junto al ventanal, recibiendo la luz oblicua e imprecisa de la mañana. Sobre la mesa, una taza de té medio vacía y un plato con restos de una tostada. Lee el periódico, aunque parece distraída, pasa las páginas sin prestar mucha atención, quizás atienda solo a los grandes titulares, sin concentrarse en la letra pequeña; pero en un momento se detiene, mira alrededor, parece comprobar que los camareros no la observan y con movimientos rápidos y ágiles dobla el lateral de una página, la parte correspondiente al margen no impreso, pasa el pulgar sobre el pliegue para hacerlo más firme y con decisión arranca un rectángulo de unos tres centímetros de ancho a lo largo de toda la página. Descansa unos segundos, parece que la travesura la le ha causado cierta tensión, cierra el periódico y lo dobla con cuidado, luego se levanta y lo deposita en el cajetín que hay para albergar la prensa junto a una columna. Allí el diario mutilado se acopla con los deportivos y los suplementos culturales, el crimen parece que quedará impune.
Yo finjo estar absorto en la lectura de un libro que suelo traerme al desayuno, ese día una cuidada edición de Siruela, El arte de los jardines modernos de Horace Walpole, pero la observo de reojo, con disimulo. Ella saca un bolígrafo lacado en rojo de su bolso y comienza a escribir en la tira, lo hace manteniendo el recorte vertical, lo que no deja de ser curioso, porque sin duda eso la obliga a cortar las palabras, no cabe mucho en los centímetros de anchura del corte Hubiera sido más lógico escribir a lo ancho, salvo que no sean palabras lo que traza, quizás sean dibujos, números u otra clase de signos. Puede  ser una matemática que ha tenido una intuición y rápidamente la traslada al papel, quién sabe si no ha encontrado una idea genial sobre la distribución de los números primos o ha tenido un remoto acercamiento a la hipótesis de Riemann, incluso es posible que, como el viejo Fermat, haya dejado escrito: “He encontrado una demostración realmente admirable, pero el margen del periódico es muy pequeño para ponerla.”
El escrito, sea lo que sea, lo hace de un tirón, sin titubeos. Luego lo coloca de frente, cogiendo la tira de ambos extremos para mantenerla tersa, como si fuera un pergamino estrecho y lo mira con atención; parece satisfecha, el cuerpo del delito a la vista, debe ser importante lo escrito si ya no teme que la reprendan por lo hecho. Guarda el bolígrafo y la tira de papel en el bolso y se levanta para ir a  pagar.
Yo aprovecho para acudir también a la barra a pedir un vaso de agua,  me coloco junto a ella y le digo, esperando ver aparecer alguna turbación en su rostro o al menos un rictus de sorpresa: —He visto lo que ha hecho; pero ella me devuelve una mirada fría, indiferente, incluso hostil. Yo continúo mi frase intentando rebajar la tensión  —…pero no pienso delatarla. Tengo curiosidad, continúo, —¿qué ha escrito? —Un poema, responde la joven con sequedad y sin mirarme, en ese momento recoge la vuelta del pago, me da la espalda y sale por la puerta a la fría mañana de este otoño tan inclemente.
II
Volví a la cafetería en días sucesivos, justo a la misma hora, con la esperanza de verla. Luego fui cambiando mi rutina, variando el margen horario, uno días iba quince minutos antes y al siguiente quince después, luego pasé a treinta minutos, cuarenta y cinco, una hora, todo fue inútil, no volví a encontrarla.
Pregunté a los camareros, pero estos, recién llegados, no conocían aún bien a la clientela, tampoco supieron darme noticias de ella en una tienda que vendía flores de plástico en la esquina, ni en el pequeño estanco, la autoescuela o la relojería. Antes de que mi insistencia extendiera los rumores por el barrio, que ya habían comenzado, cesé en mis interrogatorios.
Paseé por las calles cercanas, ilusionado con encontrarla accidentalmente en la carnicería o en la tienda de pinturas, esperé a la entrada y salida del colegio de primaria, por si fuera una de las maestras, demasiado joven para ser la madre de un niño en edad escolar, al menos para nuestra época, mi madre ya me había tenido a mí con esa edad, y las amigas de mi madre también habían traído al mundo a mis amigos de la infancia. Abandoné cuando mi presencia comenzó a generar inquietud, ¿cuántos días puede un hombre adulto acudir en la puerta de un colegio y permanecer allí sin ir a recoger a ningún niño, sin que la gente comience a sospechar de él? Parece que no muchos, mejor desistir a las primeras señales de alarma en las madres más suspicaces y desconfiadas.
También busqué su imagen por Internet, puse “poetisas jóvenes” y “poetas jóvenes” en el buscador, imposible, una inmensidad oceánica, lo restringí añadiendo el nombre de mi ciudad, con el frustrante resultado de reducirlo a varios cientos de miles.
El tiempo fue sosegando mi ímpetu y hasta creo que comencé a olvidarla.
Sin embargo un día, pocos meses después, al leer el periódico en la cafetería encontré el diario amputado como el de aquella mañana de principios de octubre, pregunté a la camarera y me respondió que no sabía quién podía haberlo hecho, pero que había gente muy rara, y lo hizo con una mueca suficientemente expresiva de que se estaba refiriendo, no a quien había amputado el periódico, sino al cliente quisquilloso que se quejaba por la falta de una tira en blanco del lateral del diario.
Sin duda ella había estado allí no mucho antes, pues aun era temprano; nuevos paseos por el barrio, interrogatorios disimulados en la inmobiliaria, la papelería, incluso en un momento de despiste, o quizás de desesperación, me acerqué a preguntar en un quiosco donde se vendía lotería, suerte que supe rectificar a tiempo y acabé comprando de modo atropellado algunos cupones “de los ciegos”.
Su rostro comenzaba a desdibujarse en la memoria, hasta el punto de dudar si la reconocería si me la encontrara de nuevo, accidentalmente en la calle, por ejemplo.  A veces, esperando en los semáforos, escudriñaba el rostro de las mujeres que esperaban al otro lado de la acera para cruzar, preguntándome si podría ser alguna de ellas, si la reconocería si lo fuera.
Un día en la misma cafetería, comencé a fijarme con intensidad en una mujer, como un entrenamiento, intenté memorizar su rostro, primero como una fotografía impresa en mi memoria, luego como una enumeración de rasgos físicos: facciones angulosas, treinta años, pelo rubio, corto, peinado con descuido o quizás, sin duda será esto, despeinado con todo cuidado, tatuaje grande en el omóplato, camiseta de tirantes negra (pese a que las temperaturas habían bajado en los últimos días considerablemente, ya era invierno crudo), musculosa, aspecto de monitora de gimnasio. Pensaba cuánto tiempo sería capaz de recordar estos rasgos, de identificarla en cualquier circunstancia, vestida con menos atrevimiento, incluso con abrigo y gorro. Una mirada de ella, cargada de animosidad, incluso amenazante, cortaron en seco mis especulaciones. En un combate con ella quedaría noqueado en el primer asalto, no convenía seguir por ese camino.
Cambié, entonces, de estrategia, decidí tomar la iniciativa y cada día rasgar un lateral del periódico, como había visto hacer a ella, con ello pretendía enviarle el mensaje de que deseaba volver a verla. Como era cliente habitual desde hacía tiempo, el dueño del negocio me conocía y saludaba afectuosamente cada día, yo suponía que esa extravagancia me sería perdonada, aunque contribuyera a acentuar mi imagen de un tipo raro, alguien que va a diario a tomar café a media mañana y lleva siempre un libro para leer. De la camarera de mirada sardónica qué decir, yo procuraba no mirarla a los ojos porque no quería adivinar en su rostro lo que pensaba de mí.
Era como lanzar una botella al mar con un mensaje de socorro dentro, el último fruto de la desesperación. Quince o veinte periódicos tullidos fue el resultado de mi estrategia, pero de ella ni la más mínima noticia.
Algún tiempo después, ya hacia el final del invierno, el camarero se acercó a mí mesa y me dio un papel doblado en cuatro pliegues. —Es para usted, lo ha dejado una clienta, dijo. Tenía el tamaño poco habitual de las cuartillas holandesas y contenía escrito a ordenador un poema: El hombre de la chaqueta. Junto a la hoja, grapada en su parte posterior, en la esquina superior izquierda, una tira del periódico en la que estaba escrita la primera versión del poema, con letra minúscula, cortando cada verso en varias líneas y marcando con corchetes el final de cada uno, con pocos tachones, ligeramente diferente a la versión definitiva mecanografiada. El poema manuscrito, el del periódico, estaba menos depurado, pero era más directo y espontáneo, con el ritmo bien calculado y las metáforas perfectamente definidas.
El poema estaba en verso libre, con métrica irregular y sin una rima aparente, pero mantenía una cadencia muy poética, algo disonante, la técnica de “collage” me recordó la música de Luciano Berio y la analítica constructiva de Joyce.
El significado no estaba claro, era hermético, tuve la impresión de que estaba destinado una única persona, quizás solo su destinatario pudiera comprender todo su significado.
Llamé al camarero y le pregunté por la clienta que le había entregado el papel, apenas recordaba nada, que había estado en la mesa una media hora, tomado un té negro y media tostada con aceite, le había dejado la hoja, pagado y se había marchado sin decir nada más. Insistí, ya con la boca seca, cómo sabía que era para mí, qué indicación le dio, a lo que respondió que ella le dijo que era “para el hombre de la chaqueta”. En ese momento miré alrededor y caí en la cuenta de que a esa cafetería yo era el único que acudía con chaqueta.




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