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Óleo de Cristina Megía

lunes, 6 de mayo de 2024

El Registro

        

Este relato ha sido escrito al alimón por Elena María Valenzuela Poyatos, Francisco José Cabrera García y José Ignacio Martínez García, como una “broma literaria”

        Don Braulio, empleado de la oficina del registro de la propiedad desde hacía más de cuarenta años, creía haberlo visto todo en su profesión, hasta aquella mañana en que apareció una mujer de avanzada edad, que abordó decidida la ventanilla con una gran cartera de cuero:

—Buenos días. Quiero registrar a mi nombre todos mis sentimientos —le espetó con voz chillona.

El oficinista quedó estupefacto.

—Perdone, señora, creo no haberla entendido bien —contestó Braulio con paciencia.

—Me ha entendido usted perfectamente. Tengo aquí una relación de todos ellos —dijo dando una palmada a su cartera.

El empleado, con un gesto condescendiente, entrelazó las manos sobre el mostrador.

—A ver, dígame, ¿y por qué no registra usted también las emociones o los sentidos?, ya que estamos —le apuntó con sorna.

—Las emociones, conectadas con el sistema límbico, son volátiles. Y los sentidos… son mera fisiología —mientras hablaba depositó una enorme pila de papeles en el mostrador—. Aquí tiene usted la relación completa: amor, odio, enfado, tristeza, angustia, indignación, impaciencia, envidia, agrado, gratitud, reproche…, ¿sigo? Cada uno de ellos con su definición correspondiente. A mi nombre, por favor.

Don Braulio pensó que quitarse de en medio a semejante lunática con discreción requeriría de él las más consumadas dotes taurinas. Era un gran aficionado al arte de Cúchares, el más exigente espectador del tendido ocho. Tendría que ejecutar una larga cambiada que dejara al morlaco confundido en los medios. Tomó los documentos que le entregaba la señora con ademanes ampulosos y empezó a estudiarlos con supuesto esmero. Fue pasando las hojas con impostado detenimiento hasta que llegó a la última, se detuvo un momento y la miró con una expresión de consternación antes de decirle:

—Lamento comunicarle, señora, que resulta imposible iniciar el expediente de registro. Necesita un documento público, expedido por un notario, que acredite su titularidad sobre los reseñados sentimientos.

La señora quedó, en efecto, algo confundida, pero inmediatamente recuperó la iniciativa:

—¡Sí, a mí que me tiene que decir un notario que esos sentimientos son míos!

—Son las normas —repuso don Braulio, aparentando compunción—. Si usted quiere beneficiarse del derecho erga omnes que supone la inscripción registral, debe utilizar los procedimientos y formalidades establecidos. Si no lo hiciéramos así, el Registro no podría otorgar al ciudadano tan solemne presunción jurídica.

Cuando acabó, a don Braulio le entraron ganas de salir al pasillo y dar la vuelta al ruedo. Pero antes de que se repusiera su oponente, pensó recrearse en la suerte:

—Pero, mire, aquí, en realidad, sólo inscribimos aquellas posesiones que los interesados pretenden sean conocidas por todos, pero hay muchas que no están registradas. Aún más, ni siquiera están escrituradas. Piense bien si estos sentimientos, cuya titularidad usted reclama, necesitan semejante publicidad, tal vez baste que tengan constancia de ellos las personas afectadas directamente por los mismos.

En su mente, don Braulio se veía haciéndole un desplante al toro, tocándole cerca del morrillo y dándole después la espalda con gallardía. El caso es que su última frase pareció dejar desconcertada a la señora.

No obstante, aquella, tras el instante de vacilación, como cuando el toro de arranca de improviso y provoca el ahhhhh del respetable, le requirió con tono imperioso que diligenciara su petición:

—Anote que deben registrarse a nombre de Virtudes Rivera Perea.

El oficial, resignado, pensó que solo le llevaría un rato; luego, el registrador rechazaría el expediente de inscripción, tal vez tras amonestarlo por acceder a semejante sandez. Rellenó, pues, la instancia, se la puso a la firma y, con aspereza, le informó que ya recibiría la comunicación por correo.

Lo primero que se le pasó por la cabeza fue tirarla directamente a la papelera, pero, de natural puntilloso, procedió a anotarla en el diario de presentación de escritos y la puso a la cola en la tramitación de expedientes.

Cuando don Luis, el registrador, le indicó que había calificado favorablemente la inscripción y le ordenó que procediera a su inscripción en el libro registro de sentimientos, al oficial le pareció que su jefe había perdido la cabeza. Siempre le pareció un hombre recto, y si se pasaba de algo, era de escrupuloso, no de extravagante. Dada la tesitura, decidió coger el toro por los cuernos, entró en el despacho del registrador e hizo lo que nunca había osado hacer, enmendarle la plana a su jefe:

—Don Luis, yo esto no puedo hacerlo.

El fedatario le pidió al oficial que se sentara junto a él en la mesa de reuniones y, en tono confidencial, le dijo:

—Mire, Lagartijo —durante los más de veinte años que llevaban compartiendo registro siempre se habían tratado de don, pero en esta ocasión se dirigió a él con el apodo por el que se le conocía en el trabajo, dada su afición taurina, aunque nunca, nadie se había atrevido llamarlo así a la cara—, la señora que ha presentado la petición de inscripción, doña Virtudes, fue mi novia durante mi época de opositor; durante ocho años soportó ser la enamorada de un tipo que estudiaba seis días a la semana, diez horas diarias, y que el día que descansaba solía estar agotado o malhumorado. Aunque yo no fuera un donjuán en la mocedad, ya conoce el dicho: “novia de opositor nunca llega a esposa de registrador”;  cuando aprobé, ya bien metido en la treintena, apareció Esperancita, mi actual esposa, con veinte años recién cumplidos, guapísima, hija de un magistrado de la Audiencia Provincial…, en fin, qué quiere que le diga, que Virtudes y yo rompimos. Esto pasó hace más de treinta años, pero Virtudes ha mantenido y conservado todos los sentimientos de aquella época, y ahora demanda precisamente a mí, que los registre y que deje constancia de ellos para que no se pierdan, ya que no tiene hijos ni nadie a quien legarlos. Y yo, don Braulio, no puedo negarme, se lo debo.

—Entones, don Luis, ¿notifico la inscripción y preparo la nota simple? —preguntó el oficial con energía.

—Correcto, don Braulio, veo que lo ha entendido, respondió el registrador.


 

 

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