Portada

Portada
Óleo de Cristina Megía

jueves, 3 de octubre de 2024

Era el otoño y era la llovizna

Para Paula y Guillerm, libreros inusuales.


Cuando llegué él estaba subiendo la persiana de la librería, eran algo más de las diez: “si alguno llega a la hora en punto, no encuentra al jefe”, me dijo como irónica disculpa por la demora en abrir.

Hasta que Guillerm encendió las luces, los libros permanecieron en penumbra, desprendiéndose del sueño tras la larga noche; estaban fríos al tacto, todavía rígidos en su desperezar. Observé la mesa de novedades y, como tantas veces, me extrañó la rápida rotación de las obras, apenas quedaba alguno de los que estaban expuestos dos semanas antes. 

Al poco de abrir entró una joven, dejó su sombrilla en el paragüero y se sacudió las gotas de lluvia que habían mojado la manga del chubasquero. Sonrió tímidamente, a modo de saludo, pero no me reconoció. Habían pasado muchos años desde la última vez que nos vimos, ella era entonces una niña.

Me acerqué a la sección de poesía, donde la chica hojeaba algunos ejemplares, y le pregunté si todavía le gustaba María Elena Walsh. Me miró extrañada, sin duda interrogándose quién era esa persona que conocía sus preferencias infantiles, pero se contuvo, simplemente respondió que no, que ahora le interesa la generación beat, “ya sabe: Allen Ginsberg, Diane di Prima,  Elise Cowen, toda esa gente…”. Había algo retador en su mirada, al fin y al cabo, tenía dieciocho años, estaba en la edad de provocar.

Yo seguí curioseando por otras secciones, hasta que a ella le pudo la curiosidad, se acercó y me preguntó cómo es que conocía su afición de niña por la Walsh, lo dijo así, anteponiendo el artículo al apellido, como si nombrara a una diva de la ópera o a una vieja gloria de Hollywood. 

Yo, muy serio, recité:

Estaba la reina batata 

sentada en un plato de plata,

el cocinero la miró 

y la reina se abatató

Ella rompió a reír a carcajadas,  se le saltaron las lágrimas, no sé si por la risa o por un brote de melancolía. —Dios mío, ese era mi poema preferido, me encantaba la expresión “la reina se abatató”, aunque no tenía ni idea de qué significaba —pero continuó—¿Cómo puedes tú saber eso? 

Antes de que yo respondiera, fue a sentarse a un sillón que había al fondo de la librería, junto a la sección de libros infantiles, cerró los ojos para fijar su memoria y dijo con voz queda: Yo tendría unos cinco años, recuerdo a un hombre que me contaba cuentos, durante esa época vino a menudo por casa, pero las imágenes se mezclan, son confusas.

—Fui muy amigo de tu madre —le expliqué— nos conocimos un verano siendo muy jóvenes, más de lo que eres tú ahora. Al acabar las vacaciones cada uno se marchó a su ciudad y no volvimos a vernos durante años, aunque sabíamos el uno del otro por amigos comunes. Volvimos a coincidir mucho tiempo después, ella ya se había divorciado de tu padre y tú tenías tres años. Frecuenté de modo intermitente vuestra casa durante unos pocos años.

»No, no fuimos amantes, si es lo que estás pensando. Durante esos años ella tuvo varias parejas, siempre iba buscando hombres muy distintos a mí, hombres seguros, un  tanto arrogantes, que finalmente la dejaban o de los que ella se hartaba. Cuando esto ocurría, volvía a llamarme y, durante esos periodos intermitentes, pasé muchos ratos contigo. 

»Luego vino la enfermedad y su muerte, entonces ella estaba con Jacinto, así que no pude acompañarla en los días finales. Tú te fuiste a Bilbao con tu abuela y no volví a saber de ti. Pero al verte cruzar la puerta de la librería, he visto los rasgos de tu madre en tu cara y he recordado la niña a la que leía poemas y a la que enseñaba a chutar el balón.

—Yo recuerdo ahora con más nitidez las lecturas en el parque, una pelota de plástico que simulaba ser de cuero y excursiones en las que acababa subida a tus hombros. Mi madre murió cuando yo todavía era una niña, y no pudo contarme mucho de su vida. De la abuela estaba distanciada, así que ella tampoco sabía mucho.

»¿Realmente no fuisteis pareja?, ¿no serás tú mi auténtico padre?

—No, no, en absoluto. Ella me decía que me necesitaba para los interregnos, que era su tabla de salvación cuando le fallaban sus parejas. Y que, si nosotros nos liábamos, usaba esa expresión, ya no le iba a quedar nadie a quien acudir en caso de ruptura.

—En cambio, tú eres el único del que tengo un recuerdo agradable de aquellos años. Cuando me fui a Bilbao con la abuela, facturamos por tren una caja con los libros que seguramente tú me compraste y desde entonces no he perdido afición a la poesía. Con el fútbol no tuviste éxito, soy una negada para el deporte.

Al salir a la calle, seguía lloviendo, no había dejado de hacerlo desde la tarde anterior, de una manera suave, pero persistente. Mientras ella abría su paraguas me dijo 

—Te he mentido en una cosa, sigo leyendo a la Walsh y recitó:

Era el otoño y era la llovizna,

la inicial certidumbre del poniente.

Mis pasos desandaban su tristeza

mientras sobre la tierra conmovida

era el otoño y era la llovizna.

Ese último verso es el título del libro de poemas que Paula acaba de publicar y que me ha dedicado: ParaFermín, el rey abatatado.

lunes, 6 de mayo de 2024

El Registro

        

Este relato ha sido escrito al alimón por Elena María Valenzuela Poyatos, Francisco José Cabrera García y José Ignacio Martínez García, como una “broma literaria”

        Don Braulio, empleado de la oficina del registro de la propiedad desde hacía más de cuarenta años, creía haberlo visto todo en su profesión, hasta aquella mañana en que apareció una mujer de avanzada edad, que abordó decidida la ventanilla con una gran cartera de cuero:

—Buenos días. Quiero registrar a mi nombre todos mis sentimientos —le espetó con voz chillona.

El oficinista quedó estupefacto.

—Perdone, señora, creo no haberla entendido bien —contestó Braulio con paciencia.

—Me ha entendido usted perfectamente. Tengo aquí una relación de todos ellos —dijo dando una palmada a su cartera.

El empleado, con un gesto condescendiente, entrelazó las manos sobre el mostrador.

—A ver, dígame, ¿y por qué no registra usted también las emociones o los sentidos?, ya que estamos —le apuntó con sorna.

—Las emociones, conectadas con el sistema límbico, son volátiles. Y los sentidos… son mera fisiología —mientras hablaba depositó una enorme pila de papeles en el mostrador—. Aquí tiene usted la relación completa: amor, odio, enfado, tristeza, angustia, indignación, impaciencia, envidia, agrado, gratitud, reproche…, ¿sigo? Cada uno de ellos con su definición correspondiente. A mi nombre, por favor.

Don Braulio pensó que quitarse de en medio a semejante lunática con discreción requeriría de él las más consumadas dotes taurinas. Era un gran aficionado al arte de Cúchares, el más exigente espectador del tendido ocho. Tendría que ejecutar una larga cambiada que dejara al morlaco confundido en los medios. Tomó los documentos que le entregaba la señora con ademanes ampulosos y empezó a estudiarlos con supuesto esmero. Fue pasando las hojas con impostado detenimiento hasta que llegó a la última, se detuvo un momento y la miró con una expresión de consternación antes de decirle:

—Lamento comunicarle, señora, que resulta imposible iniciar el expediente de registro. Necesita un documento público, expedido por un notario, que acredite su titularidad sobre los reseñados sentimientos.

La señora quedó, en efecto, algo confundida, pero inmediatamente recuperó la iniciativa:

—¡Sí, a mí que me tiene que decir un notario que esos sentimientos son míos!

—Son las normas —repuso don Braulio, aparentando compunción—. Si usted quiere beneficiarse del derecho erga omnes que supone la inscripción registral, debe utilizar los procedimientos y formalidades establecidos. Si no lo hiciéramos así, el Registro no podría otorgar al ciudadano tan solemne presunción jurídica.

Cuando acabó, a don Braulio le entraron ganas de salir al pasillo y dar la vuelta al ruedo. Pero antes de que se repusiera su oponente, pensó recrearse en la suerte:

—Pero, mire, aquí, en realidad, sólo inscribimos aquellas posesiones que los interesados pretenden sean conocidas por todos, pero hay muchas que no están registradas. Aún más, ni siquiera están escrituradas. Piense bien si estos sentimientos, cuya titularidad usted reclama, necesitan semejante publicidad, tal vez baste que tengan constancia de ellos las personas afectadas directamente por los mismos.

En su mente, don Braulio se veía haciéndole un desplante al toro, tocándole cerca del morrillo y dándole después la espalda con gallardía. El caso es que su última frase pareció dejar desconcertada a la señora.

No obstante, aquella, tras el instante de vacilación, como cuando el toro de arranca de improviso y provoca el ahhhhh del respetable, le requirió con tono imperioso que diligenciara su petición:

—Anote que deben registrarse a nombre de Virtudes Rivera Perea.

El oficial, resignado, pensó que solo le llevaría un rato; luego, el registrador rechazaría el expediente de inscripción, tal vez tras amonestarlo por acceder a semejante sandez. Rellenó, pues, la instancia, se la puso a la firma y, con aspereza, le informó que ya recibiría la comunicación por correo.

Lo primero que se le pasó por la cabeza fue tirarla directamente a la papelera, pero, de natural puntilloso, procedió a anotarla en el diario de presentación de escritos y la puso a la cola en la tramitación de expedientes.

Cuando don Luis, el registrador, le indicó que había calificado favorablemente la inscripción y le ordenó que procediera a su inscripción en el libro registro de sentimientos, al oficial le pareció que su jefe había perdido la cabeza. Siempre le pareció un hombre recto, y si se pasaba de algo, era de escrupuloso, no de extravagante. Dada la tesitura, decidió coger el toro por los cuernos, entró en el despacho del registrador e hizo lo que nunca había osado hacer, enmendarle la plana a su jefe:

—Don Luis, yo esto no puedo hacerlo.

El fedatario le pidió al oficial que se sentara junto a él en la mesa de reuniones y, en tono confidencial, le dijo:

—Mire, Lagartijo —durante los más de veinte años que llevaban compartiendo registro siempre se habían tratado de don, pero en esta ocasión se dirigió a él con el apodo por el que se le conocía en el trabajo, dada su afición taurina, aunque nunca, nadie se había atrevido llamarlo así a la cara—, la señora que ha presentado la petición de inscripción, doña Virtudes, fue mi novia durante mi época de opositor; durante ocho años soportó ser la enamorada de un tipo que estudiaba seis días a la semana, diez horas diarias, y que el día que descansaba solía estar agotado o malhumorado. Aunque yo no fuera un donjuán en la mocedad, ya conoce el dicho: “novia de opositor nunca llega a esposa de registrador”;  cuando aprobé, ya bien metido en la treintena, apareció Esperancita, mi actual esposa, con veinte años recién cumplidos, guapísima, hija de un magistrado de la Audiencia Provincial…, en fin, qué quiere que le diga, que Virtudes y yo rompimos. Esto pasó hace más de treinta años, pero Virtudes ha mantenido y conservado todos los sentimientos de aquella época, y ahora demanda precisamente a mí, que los registre y que deje constancia de ellos para que no se pierdan, ya que no tiene hijos ni nadie a quien legarlos. Y yo, don Braulio, no puedo negarme, se lo debo.

—Entones, don Luis, ¿notifico la inscripción y preparo la nota simple? —preguntó el oficial con energía.

—Correcto, don Braulio, veo que lo ha entendido, respondió el registrador.