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Óleo de Cristina Megía

martes, 12 de abril de 2022

Literatura y azar

       No sé qué edad tendría entonces, iba ya al instituto, luego más de catorce años; por otro lado, estaba sin blanca, así que no debía haber cumplido los dieciséis, porque a esa edad comencé a impartir clases particulares a alumnos de EGB, incluso a alguno de bachillerato, que me permitían tener algo de dinero en el bolsillo.
Yo era entonces un furibundo lector, asiduo de la biblioteca pública, la única que había en la ciudad, si exceptuamos la de la Universidad, todavía inaccesible para mí. La Biblioteca Pública Provincial se hallaba, todavía se halla, aunque ya convertida en una biblioteca de barrio, en un antiguo salón de baile de principios del siglo XX, enclavado en un paseo ajardinado. De planta rectangular exenta y amplios ventanales a los lados, resulta muy luminosa y el lugar, sin tránsito de vehículos a su alrededor, es también silencioso. Los jardines discurren paralelos al río, mustio la mayor parte del año pero que en primavera entra en la ciudad caudaloso por el deshielo, y a un hermoso bulevar de estilo afrancesado, originario de finales del XVIII, que se proyecta frente a la sierra, cubierta de nieve desde diciembre y hasta bien entrado el mes de mayo. 
En la biblioteca las obras literarias estaban colocadas a ambos lados de una fila de anaqueles que dividían la sala longitudinalmente, quedando las mesas de lectura a cada lado, junto a las ventanas. En la pared del fondo estaban las enciclopedias: la Espasa, la Summa Artis, The Grove Dictionary of Music and Musicians,… y junto a la entrada, dos archivadores con las fichas manuscritas de los fondos existentes, uno ordenado por autores y otro por materias. Junto a los estantes de las enciclopedias estaba el mostrador donde te entregaban los libros que habías pedido y a la entrada, en un estrado bastante elevado, un vigilante, como Argos Panoptes, el de los cien ojos, comprobaba que nadie saliera con un libro que no hubiera sido debidamente sellado.
La mayoría de los fondos no estaban en la sala, sino ocultos en los tenebrosos sótanos del antiguo salón de baile; en la superficie destacaba una colección de clásicos de diversos países, no recuerdo la editorial, pero sí que eran unos voluminosos tomos con tapa dura, encuadernados en piel marrón y páginas tan finas como las de las biblias. Con ellos me empapé de literatura alemana y rusa, mientras respiraba el polvo acumulado en los pesados ejemplares durante decenios.
La biblioteca estaba bien dotada para las obras clásicas, pero las novedades, en aquella época no llegaban o tardaban mucho en llegar, acaso solo cuando ya habían entrado en el canon. Por ello, la narrativa hispanoamericana, entones en plena ebullición, no estaba disponible; si uno quería leerlos, tenía que compararse el libro en una librería.
Al principio del verano yo había leído Cien años de soledad en una edición de bolsillo y, aunque no había acabado de entenderla totalmente y tropecé con decenas de expresiones y palabras cuyo significado ignoraba, había quedado fascinado por el mundo prodigioso que describía y por la exuberancia de su lenguaje, tan alejado de la severa prosa de los rusos o los alemanes.
Por aquel entonces una editorial española estaba publicando todas las obras de García Márquez en ediciones de bolsillo: tapa blanda, papel rugoso y amarillento (para los cánones de hoy, no tanto para entonces) y tipografía apretada. Algunas de sus novelas no eran muy extensas y, por tanto, los libritos eran baratos, aunque no tanto como para que los pudiera comprar alguien que solo tenía veinticinco pesetas en el bolsillo. A mis padres no podía pedirles dinero para libros, pues ya los había comprometido a que me compraran una colección de literatura española e hispanoamericana de la que se publicaba un ejemplar a la semana y que mi madre tenía reservados en una librería del centro de la ciudad; el primero de los cuales había sido, justamente, Cien años de soledad. Pero yo era insaciable, no me bastaba con los libros que puntualmente me llegaban los sábados, ni con los fondos clásicos de la biblioteca,  yo quería leer todo lo que había escrito García Márquez, pero todo mi peculio se reducía a una moneda de cinco duros.
En unos grandes almacenes, instalados unos pocos años antes en la ciudad, había comprobado el precio de todos los libros disponible del escritor colombiano, y el más barato de todos costaba setenta y cinco pesetas. Una novela corta: La hojarasca, y dos recopilaciones de cuentos: Ojos de perro azul y Los funerales de la Mamá Grande eran los más asequibles, con el tiempo pude leerlos todos, pero en ese momento el precio del más barato triplicaba mi poder de compra.
Así que ideé lo que me pareció entonces una genial estrategia: como era verano y estaba de vacaciones, cada mañana me acercaría a la galería comercial y fingiendo ser un posible comprador, hojearía varios ejemplares y después de un tiempo, como descuidadamente, comenzaría a leer la obra elegida; sin duda la más breve de las disponibles ya que era la que podría acabar en menos tiempo.
El primer día fue bien, escogí un espacio poco transitado, tras un mueble librería, y después de leer unos quince o vente minutos, dejé una discreta marca de lectura en el libro, lo escondí entre dos libros de jardinería (no fuera que algún comprador de verdad lo encontrara y se lo llevara) y me marché con paso lento y el corazón acelerado. Al día siguiente llegué a hora distinta, toda acción criminal exige una cierta dosis de planificación y prudencia, continué la lectura por donde la había dejado el día anterior; no recuerdo que estuviera excesivamente nervioso por la fechoría, quizás por eso debí demorarme en la lectura más de lo que la prudencia aconsejaba. Porque al tercer día llegó el final de la aventura, nada más colocarme en el rincón discreto y comenzar el nuevo capítulo, apareció un señor encorbatado que con voz áspera me espetó:
—¡Caballero, esto no es una biblioteca pública!
Tuve la impresión de ser la pieza abatida por un avezado cazador que llevaba toda la mañana emboscado esperando que el cervato se pusiera a tiro. Y no falló el disparo. 
Estaba yo, pues, en la canícula, con un libro apasionante a medio leer y solo una moneda de veinticinco pesetas en el bolsillo. Quiso la providencia que en mi deambular callejero, curioseando en los escaparates de librerías, me encontrara a las puertas un salón de juego. Entonces eran una novedad, pues los juegos de azar habían estado prohibidos durante la dictadura; yo nunca había entrado desde luego en salón de esos,  pero aquel día me asaltó la tentación. Me vino a la mente El jugador de Dostoievski y aunque tras leer la novela del ruso me había propuesto no hacer nunca apuestas de este tipo, aquel día pensé que era razonable jugarme mis veinticinco pesetas a la ruleta, todo al negro, y con suerte y un par de apuestas ganadoras, tener lo suficiente para comprarme el libro deseado.
El dilema era que con el dinero que tenía podía tomarme un par de cañas de cerveza con mis amigos, en esa época tomar cerveza con catorce o quince años era algo totalmente asumido socialmente; ahora bien, si jugaba y perdía (las probabilidades, descontando la de que pudiera salir el temible cero, eran uno a cuatro en mi contra; bebíamos cerveza con catorce años, pero sabíamos a esa edad más de cálculo estadístico que un universitario medio de hoy), me quedaba sin cerveza y sin libro. 
La estrategia era apostar todo al negro, si ganaba ya tendría cincuenta pesetas que, apostadas nuevamente al endrino, me reportarían un total de cien pesetas; setenta y cinco para el libro y veinticinco a mi bolsillo para las cervezas. Era demasiado tentador para no intentarlo.
Tampoco en aquella época existía el más mínimo reparo en que un adolescente menor de edad entrara en un salón de juegos y se jugara allí sus cuartos. Quizás hubiera un cartel de prohibida la entrada a menores de 16 años colgado a la puerta, pero nadie le echaba cuentas a ese tipo de prohibiciones, y desde luego ningún Cerbero de la moralidad pública te pedía el carnet de identidad. Era una época en que a temprana edad éramos capaces de portarnos como adultos, frente a la actual en la que tantos adultos se comportan como infantes y se trata a los menores como si estuvieran totalmente privados de entendimiento y responsabilidad.
Para mi decepción, el salón de juegos no tenía ruleta y las máquinas tragaperras exigían una destreza de la que yo carecía. Observaba con desánimo, como los jugadores, en determinados momentos, tenían que apretar con premura ciertos botones para ganar su apuesta, siguiendo unas reglas totalmente desconocidas para mí. Cuando ya salía por la puerta, cabizbajo, una tosca máquina de azar que simulaba una carrera de caballos llamó mi atención: tú apostabas a un caballo ganador y si vencía en la carrera, la máquina te devolvía tu apuesta doblada. No era como estar en Ascot o en el derbi de Kentucky, pero podía sacarme del apuro. Como competían tres caballos, las probabilidades eran mucho menores que en la ruleta, y eso suponiendo que la máquina no estuviera trucada, sin embargo, no tenía alternativa si quería comprar el libro.
La máquina no era, por supuesto, digital, sino mecánica. Los caballos de cartón piedra estaban representados solo por su cabeza, con una leonada melena al viento. Una vez depositada la moneda de veinticinco pesetas y pulsado el botón de inicio, simulaban correr, pero lo hacían a trompicones, como si solo fueran capaces de avanzar a pequeños saltitos. Durante la carrera mi corazón se aceleraba y aunque,  no tenía ni la magia ni el encanto literario de jugar a la ruleta, los efectos de la emoción eran similares.
La primera apuesta la gané, ya tenía cincuenta pesetas en mi poder, como aquí no se podían doblar apuestas, volví a introducir una moneda y jugar. La segunda carrera la perdí, así que volvía a la situación inicial, con veinticinco pesetas disponibles. Le tercera y cuarta carrera las gané. Ya tenía el dinero suficiente para comprar el libro. 
En ese momento me sentí como Alekséi Ivánovich, el personaje de Dostoievski, estaba en racha de suerte, podía seguir apostando, y si ganaba nuevamente tendría para el libro y las cervezas. Si perdía, podría recuperarme, solo en el caso de perder tres veces consecutivas me quedaría sin fondos. 
Sin embargo, decidí abandonar la sala, el personaje del ruso apostó por su amor a Polina Aleksándrovna, yo solo por amor a la literatura. No es lo mismo. Había ganado y conseguido lo suficiente para comprarme el libro, no había que tentar a la suerte
    Salí del salón de juegos orgulloso de mi hazaña, fui a la librería más cercana y pedí ufano: «un ejemplar de La hojarasca, de García Márquez, por favor».

1 comentario:

  1. Sin duda, y creo que debido a la edad de ambos, tu apuesta fue más conservadora y menos romántica que la de Ivánovich. Pero García Márquez bien lo vale, aunque él, don Gabriel, creo que también habría apostado por amor. Enhorabuena por la entrada, me ha gustado.

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