En diciembre las tardes se rinden
un poco demasiado pronto y la sombra de la noche cubre los veladores de las
terrazas antes de que nos hayamos acabado el café con leche.
De aquel repentino crepúsculo me
ha quedado la imagen ambarina de sus manos, iluminadas por los últimos rayos
declinantes del sol. Pese al tiempo transcurrido desde su ya lejana juventud,
seguían siendo muy delgadas, casi huesudas, desde luego más estilizadas que el
recuerdo que yo tenía de ellas de hacía dos décadas.
Algunas manchas cerca de los
nudillos, todavía de una palidez rosácea, advertían del paso del tiempo, pero
la suavidad que se adivinaba en su piel, casi traslúcida en el dorso, mullida y
carnosa en la palma, pretendían desmentirlo.
La cita había sido gracias a Internet,
yo había buscado su nombre en al red social y lo había añadido a la lista de
mis amigos. Ella publicó un poema que era una respuesta a mi solicitud de
amistad. La aldea global nos aloja a todos con una cercanía inverosímil.
La vida ha pasado y no ha pasado,
apenas unos minutos dedicados a resumir dos décadas de la vida de cada uno y al
momento la conversación estaba en cualquier punto en que la dejamos hace veinte
años: el final tenebroso de un preludio de Chopin, solo cabalmente comprendido
con el paso de los años; la mutua animadversión por la música de Sibelius,
mantenida con perseverancia por ambos durante todo este tiempo; la dificultad
del segundo concierto para piano de Brahms o la transcripción para ese
instrumento que ella realizó de las Siete palabras de Cristo en la cruz en aquel
tiempo lejano.
Su gesticulación no era excesiva,
aunque el movimiento de sus manos acompasaba sus palabras, o mejor las conducía,
como un director de orquesta que con discretos, pero seguros ademanes, comandaba
un disciplinado conjunto de cuerdas, de modo que cuando ella pronunciaba una
palabra, sus manos habían dejado en el espacio el hueco exacto, la arquitectura
perfecta donde el término se depositaba suavemente y en perfecta armonía.
No había dejado de tocar el piano
durante estos años, pero no había hecho carrera profesional, los requerimientos
de los circuitos de música le exigían a una, decía ella con determinación,
abandonar demasidas esferas de la vida “y no podemos jugárnoslo todo a una sola
carta”. Pero gracias a esta práctica, sus manos eran extraordinariamente
elásticas, cuando separaba los dedos entre el pulgar el meñique se abría un
espacio infinito, “en una octava cabe un mundo, en una décima el universo”,
decía ella bromeando cuando yo alababa la belleza, casi palmípeda, de sus manos
extendidas.
Aquella tarde yo había llegado a
la terraza situada en la pequeña plaza antes que ella y puede verla llegar
desde lejos, primero con un andar decidido, luego alzando el cuello como una
ave que otea el horizonte, buscando el lugar de la cita, o acaso al fantasma de
una amor antiguo. Pese a que el tiempo, milagrosamente no parecería haber
pasado por ella, lo que me permitió identificarla ya a lo lejos, fue el modo en
que escondía sus manos. Siembre andaba con las manos protegidas, durante el
invierno las guardaba en abrigos o en largas chaquetas, pero incluso en verano usaba
vestidos con aberturas donde esconderlas e incluso cuando vestía ajustados
tejamos, introducía sus manos en los estrechos bolsillos, lo que provocaba en
su andar un leve contoneo a la vez insinuante e ingenuo. Era solo una
costumbre, no se avergonzaba de sus manos, ni deseaba garantizar su indemnidad para
el piano, aunque una vez, hace ya muchos años, mostrándomelas con los brazos
extendidos y las palmas hacia arriba, me dijo que así las reservaba solo para
mí, sin que su sonrisa burlona pudiera impugnar totalmente el sentido de su
frase.
En un momento de silencio, cuando
tenía sus manos depositadas sobre la mesa de la cafetería, acerqué despacio mi mano derecha a la suya y la
roce levemente, ella levantó su dedo meñique y acarició con suavidad el dorso
de mi mano, mientras sonreía melancólica.
Repentinamente el frío del
atardecer se acrecentó y las estufas de butano que caldeaban el recinto amurallado
de plásticos fueron insuficientes, ella extrajo entonces de su bolso un par de
diminutos guantes de lana, que extrañamente elásticos se acomodaron a sus delicadas
manos.
Desde ese momento, ya no recuerdo
de qué más hablamos aquella tarde.
Es una composición literaria con rasgos propios y característicos de una alegoría, llena de profundas y dulces metáforas con un lenguaje sencillo y armonioso, que impresiona agradablemente en nuestros sentidos.
ResponderEliminarLa plaza se llena de vida cuando contempla y reconoce sus andares y ella, otea en el horizonte dónde está su amado, para el que guarda todavía sus caricias con las palmas de sus manos.
Una cita de amor entre un hombre y una mujer, en un atardecer del mes de diciembre, que hace veinte años no han tenido ningún encuentro, donde revive sentimientos amorosos en la edad adulta madura, con un final feliz entrelazándose sus manos, en silencio, con delicadeza y ternura.
ResponderEliminar