El niño procuraba
salir al balcón a través del gabinete, así llamaban a una habitación que no
tenía ningún uso definido, una especie de salita para recibir visitas en la que
nunca se recibía a nadie, pues cuando alguien iba a casa siempre pasaba al
comedor, donde realmente hacía su vida la familia. Con el tiempo y la llegada
de los hermanos el gabinete se convirtió primero en el dormitorio del niño y
luego, en el dormitorio compartido del niño y su hermano.
Pero
todavía, cuando el niño tenía seis años, el gabinete era un espacio inhabitado,
que podía usarse para salir al balcón sin que su madre lo viera. El balcón era
un sitio vedado, al que sólo se podía acceder acompañado de un adulto. Cada vez
que lo hacía acompañado de su madre, ésta comprobaba si la cabeza del niño
cabía entre los barrotes, la apretaba contra los hierros para comprobar si
podía traspasarlos, hasta que los chillidos del niño la hacían desistir. Hacía
ya más de un año que su cabeza no los traspasaba, pero a su madre esa prueba de
la impenetrabilidad de la materia no la convencía suficientemente, así que el
balcón seguía siendo tierra prohibida.
En las
tardes de invierno, la esquina del balcón estaba soleada y era agradable
sentarse allí y mirar al horizonte. Desde que le dieron las vacaciones de
Navidad, el niño aprovechaba el rato de somnolencia de sus padres tras el
almuerzo para salir al balcón, sentarse en la esquina y esperar la llegada de los
Reyes Magos.
En esa
época la voracidad constructora aún no había destrozado totalmente la ciudad y
frente a su casa se desplegaban los campos cultivados de la vega y las montañas
impresionantes de Sierra Nevada. Él, en el globo terráqueo había en su mesita
de noche, uno que se iluminaba con un bombilla interior y daba un aspecto
fabuloso a los mares con sus distintas tonalidades de azul y a las cordilleras
fabulosas de los Andes o el Himalaya, había visto con su padre el recorrido que
debían realizar los Magos desde Oriente hasta su casa, su padre le había
asegurado que vendrían atravesando las cumbres más altas de la Sierra.
Si
tenían que llegar la noche del día 5 de enero, era muy posible que contemplando
pacientemente todas las tardes el horizonte pudiera verlos llegar desde la
lejanía con su camellos cargados con grandes alforjas repletas de juguetes.
Así que,
todos los días después del almuerzo, tras comprobar que la vigía dormitaba, acudía a la esquina del
balcón, entornaba los ojos o utilizaba una mano como visera y esperaba ver
aparecer la comitiva por el horizonte.
Fotografía de Elena Valenzuela Poyatos lafotoreta.com
Bastantes
años después el niño es un joven que comparte dormitorio con su hermano, el
balcón ya no existe, porque se
amplió la habitación a costa de ese espacio y el lugar en el que él se sentó
las tardes de varios años en espera de ver a los Magos, ahora la ocupa una mesa
de estudio.
En la
esquina hay una ventana que recibe el mismo sol de antaño, pero ahora sólo entra
por una estrecha ventana lateral, porque el paisaje de la vega ha sido
destruido por enormes y feos edificios que apenas dejaron espacio a estrechísimas
calles entre ellos y que, por su puesto, no dieron ninguna oportunidad a un
parque, una plaza, ni siquiera una plazoleta. En el bloque que se divisa por la
ventana soleada, una fila de ventanas asciende hasta más allá de lo que permite
la visión sin necesidad de sacar la cabeza por la ventana. También es Navidad y
en la ventada del quinto piso aparece una muchacha que al niño, que ya es joven,
le parece tan fantástica como los mares azules de su viejo globo terráqueo y
tan inaccesible como las dibujadas cordilleras nevadas del Himalaya. La joven
sale todas las tardes, más o menos a la misma hora, recibe el sol de plano en
su rostro, que brilla como el nácar, sus cabellos dorados refulgen y el humo
que expulsan sus pulmones, del cigarrillo que se fuma, le parece al joven el soplo
de una diosa griega.
Ella no
lo ve, o hace como que no lo ve, pero cada tarde ambos se asoman a la ventana,
al mismo sol del invierno. Ella mira al horizonte y exhala el humo divino, él
la mira a ella y destila amor por todos sus poros.
Han
pasado muchos años más, a ella hace decenios que no la ve, aunque está seguro
de reconocerla si se la encontrara, los Reyes de Oriente ya dejaron de
ilusionar hasta a sus propios hijos, pero la ventana sigue ahí, y cuando va a
casa de sus padres por Navidad, aún se acerca a ella a recibir el sol de la
tarde y recordar las ilusión de ver aparecer a los Magos de Oriente por los
confines de la Sierra o de escuchar la voz, que imagina dulcísima, de ella.
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